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Guillermo Cabrera Infante: el juego es el jugo
Si  encuentras anglicismos, corrector de pruebas que no apruebas, no los  toques: así es mi prosa. Déjenlos ahí quietos en la página. No los  muevan, que no se muevan. Después de todo, está narración está escrita  en Inglaterra, donde he vivido más de treinta años. Una vida, como diría  mi tocayo Guy de Maupassant, en passant. De mot passant (La ninfa inconstante)
Mi obsesión con Guillermo Cabrera Infante (Gibara,  Cuba, 22 de abril de 1929 — Londres, 21 de febrero de 2005) nació de la  lectura de un librito ligero y cotilla de esos que escribe Juan Cruz  de vez en cuando. Entre loas más o menos descaradas a sus autores de  juventud, el ex editor de Santillana nos recomendaba como condición  indispensable para la vida la lectura de Rayuela y de Tres Tristes Tigres (TTT), lo cual iba muy en su línea editorial, eminentemente hispanoamericana. Uno, que a Cortázar ya  lo tenía aprendido, se tiró a las librerías a por la edición más barata  que hubiese de TTT, que resultó ser una de Seix Barral, presto a  descubrir, con pueril inconsistencia, lo que en su día había moldeado el  alma del singular comentarista cultural canario. Recuerdo que mientras  leía a Cabrera viví algo parecido a una conmoción; estuve un año entero  leyéndolo solo a él, como un adolescente enamorado, soñando  estúpidamente con sus paronomasias y aliteraciones hasta llegar a  intentar colarlas, para desesperación de mi jefa, en los artículos  económicos que escribía entonces.
A Juan Cruz, que pudo y quiso ser un Neal Cassady de  los escritores latinoamericanos, le agradezco pues que me descubriera  la sublime frivolidad de Cabrera Infante, como Cabrera Infante  agradecería siempre a Carlos Franqui que le regalase a Faulkner y a Borges, ambos unidos —escritor y traductor— en el enigmático par de cuentos de Las Palmeras Salvajes. Cuando le preguntaban por sus maestros, el autor de La Habana para un Infante Difunto siempre citaba al autor de Mientras agonizo,  a quien ponía como ejemplo —defendiéndose también a sí mismo— de lo que  debía ser la literatura, algo elevado, por simple jerarquía, sobre la  intachable corrección gramatical. Profesor y discípulo compartieron  virtuosismo, pero nunca coincidieron en el enfoque, sórdido hasta lo  insoportable en el americano y nostálgico pero esperanzado en el  caribeño, siempre desde la desgracia de su destierro. Los libros de  Guillermo Cabrera Infante provocan la risa y humedecen los ojos, los de  William Faulkner desatan el llanto amargo y hasta las pulsiones  suicidas.
Leer Tres Tristes Tigres,  ya digo, fue importante para mí en la medida en que me inhabilitó por  un tiempo para leer otra cosa. Entonces yo andaba saltando de Carpentier a Fuentes y de Rulfo a Lezama sin  un rumbo lógico, como han sido la mayoría de las lecturas de mi vida:  caóticas, inconclusas, solo ordenadas por la frecuencia con que asaltaba  la librería de mi madre, adicta como Juan al boom y a lo real  maravilloso, corriente a la que nunca quiso pertenecer nuestro autor  cubano, dolido en su corazón de exiliado por lo extrema de aquella  talentosa izquierda venida del trópico. Hoy, desde mi ridícula juventud,  sé que ningún libro logrará nunca revolverme como lo hizo TTT, con su  sexo explícito y juguetón, sus constantes e irreverentes parodias (casi  imposibles de descifrar sin un mínimo conocimiento del contexto) y sus  personajes graciosamente entristecidos, así la Estrella, cantante de  boleros, maravillosamente gorda y fea.
Aquí va algo de lo que tenía marcado:
“Pero  al poco rato la toco con las manos y le acaricio el cuerpo y volvemos a  besarnos y todo eso y le pido, comienzo muy bajo, casi en off, a  decirle, a rogarle que se quite lo que le queda, aunque sean los  ajustadores para verle esos senos maravillosos y no se deja convencer y  cuando estoy a punto de perder la paciencia, dice, bueno vaya, y de un  solo gesto se suelta los props y lo que veo a la luz rojiza del cuarto  (que ese fue otro debate: apagar la luz del techo y encender el foco  rojo), lo que veo es la octava maravilla y la novena porque son dos  maravillas y me entusiasmo y ella se entusiasma y toda la atmósfera pasa  del suspenso a la euforia como de la mano de Hitchcock. Total, para no  cansarte, que con igual técnica y el mismo argumento consigo que se  quite los pantaloncitos, pero, pero, momento en el que el viejo Hitch  cortaría para insertar intercut de fuegos artificiales, te soy franco,  te digo que no pasé de ahí: no hubo quien la convenciera y llegué a la  conclusión de que la violación es uno de los trabajos de Hércules, que  en realidad no existe, que no es delito si la víctima está consciente y  el acto lo comete una sola persona. Nou, that quite imposible, dear De  Sad.” 
El acróbata del ingenio
“Me  puse a escribir a partir de una apuesta resoluta por la parodia y con  el tiempo me doy cuenta que no he hecho otra cosa que parodiar ¿Se trata  acaso de un sistema de composición? Realmente no lo sé. Parodiando una  parodia: con juego todo; sin juego nada. El juego es el jugo”.
Su amigo Vargas Llosa  escribió que “por un chiste, una parodia, un juego de palabras, una  acrobacia de ingenio, una carambola verbal, Guillermo siempre estuvo  dispuesto a perder amigos, a ganarse enemigos o incluso a que le  arrebataran la vida”. Para él, decía el Nobel peruano, “el humor no es,  como para el común de los mortales, un recreo del espíritu”, sino algo  verdaderamente capital, “una compulsiva manera de retar al mundo tal  como es y de desbaratar sus certidumbres y la racionalidad en que se  sostiene”.
La estirada Madame de Châtelet, recuerda Fernando Savater  en un soberbio obituario de Cabrera Infante, no quiso aprender el  español disuadida por la convicción de que un idioma cuya obra cumbre  era humorística nada podría aportarle. Contra ese muro, sostenido por  algunos críticos cuyo único mérito aparente parece ser el de diferenciar  el genio del ingenio, hubo de darse nuestro autor a lo largo de casi  toda su vida, condenado incluso a guardar algunos de sus libros en el  cajón.
A  este cubano oriental el Cervantes le sentó mucho mejor de lo que le  hubiera sentado el Nobel, aunque solo sea por consanguinidad artística  con el autor del Quijote  y por destreza a la hora de malear un idioma que tiene en La Habana —de  eso él estaba convencido— su lugar perfecto para la evolución. A su  discurso en la recogida del premio, una entrevista con don Miguel, contestó el Rey como si hubiese leído La Habana para un Infante Difunto, que no seré yo quien dude de las lecturas reales, pero no sé si esta en particular es la más adecuada para Don Juan Carlos. Pudo haber sido mucho más grande y en más idiomas, pues demostró con esa reescritura de la fantástica Puro Humo que es Holy Smoke —tal y como fueron capaces de ver Sontag y Burgess—, que el pun inglés era sencillo para alguien que hilaba en realidad con el lenguaje, mucho más allá del idioma.
Hablamos,  en definitiva, de una literatura que mejora en la relectura, aunque sea  parcial, pues el repaso arroja luz y dispara el disfrute de esa prosa  gobernada por un incesante caos autoreferencial trufado de juegos  enloquecidos de palabras. Cabrera Infante creó un mundo para discípulos y  escritores que aprenden, por pura dedicación, a asociar el amor propio  con la masturbación y la Castroenteritis con la enfermedad crónica que  corroe Cuba, la isla más resistente de todas:“Y  ahí estará, esa triste, infeliz, y larga isla, estará ahí, después del  último indio y después del último español y después del último americano  y después del último ruso, y después del último de los cubanos,  sobreviviendo a todos los naufragios: bella y verde, imperecedera,  eterna”. 
Su  universo se detuvo en los años previos al triunfo de la Revolución;  hasta ahí podemos leer. Comunista por formación —“yo crecí en lo más  parecido a un régimen stalinista”, solía decir en referencia a la feroz  militancia de sus padres—, el también periodista —y dramaturgo y  guionista— apoyó a los rebeldes y disfrutó de prerrogativas y cargos  públicos durante algún tiempo. En 1961, su hermano Saba y Orlando Jiménez Leal filmaron un documental llamado PM, que  durante 12 minutos que se hacen larguísimos venía a impugnar con  mulatas y mojitos hasta el amanecer la ética de una revolución blanca y  heterosexual en la que solo podían divertirse los barbudos. Fue entonces  cuando Fidel Castro  pronunció (“poniendo los cojones sobre la mesa, es decir, su pistola”,  diría Guillermo años después) su famosa frase: “Con la Revolución todo,  contra la Revolución nada”, que inauguraba la persecución de cualquier  creación artística más allá de su contenido político.
Tras un exilio oficioso similar al de Fraga  en Londres, el ya desahuciado escritor recaló en la España gris de los  primeros sesenta, donde, desde el convencimiento de que no saldría de  una dictadura para meterse en otra, esperó cualquier cambio mientras  devoraba tres películas al día. Tiempo después, tras un viaje, decidió  conformarse con Londres, una ciudad demasiado oscura pero donde los  policías no iban armados. Se había ido ya para siempre de su hogar, La  Habana y, lo que es peor, había perdido a su lector natural, el  habanero, un problema agravado al estar sus libros prohibidos en su  país. Hace un par de meses, a punto de cumplirse siete años de su  fallecimiento, el Régimen castrista autorizó la publicación de una  investigación universitaria sobre su discurrir intelectual. Se hacía  realidad el sueño de sus seguidores cubanos, no el de él, que habría  reaccionado, estoy seguro, con un retruécano fabuloso para ridiculizar  el falso aperturismo en la isla. Él solía decir que volvería a Cuba  muerto Castro o muerto él, lo que ocurriera primero. A simple vista  parece que ganó Fidel. Los que leímos y seguiremos leyendo siempre a  Cabrera Infante, sabemos que no fue así.
A una chiquita llamada Estela, amor perdido en su novela póstuma, La ninfa inconstante;  a La Habana —“qué duda cabe, era el centro de mi universo”—; a Miriam  Gómez y a sus hijas, a todas ellas dedica su epitafio, en un último  párrafo que no fue el último, pues él siempre empezaba sus libros por el  final.
“Alguien  ha dicho que se puede mirar atrás con el placer que presta la  distancia, y son palabras de un novelista menor. Un gran poeta, al  contrario, ha dicho que no hay mayor dolor que recordar el tiempo feliz  en la desgracia. Y el tiempo desgraciado visto desde la felicidad, ¿qué  dolor da? Hay que ver las preguntas que uno se puede hacer caminando  solo por La Habana de noche, digamos de La Rampa hasta 23 y 12. Caminar  cansa, recordar da hambre. Así me llegué hasta Fraga y Vázquez, frente  al 23 y 12, que es más bien una cafetería, y pedí un bisté de palomilla  con arroz y potaje de frijoles negros y una ración de plátanos maduros  fritos. Ah, y una cerveza Hatuey bien fría. Ave María, Pelencho, qué  bien me siento. Es decir, me voy a sentir. Porque todo pasa en el  recuerdo o más bien ha pasado en el tiempo. Brick Bradford tenía su  trompo temporal, yo tengo mi memoria.”
Escrito en Londres, con un mapa de La Habana sobre la mesa.
 
 
 
 
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