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Dios en La Habana
Resulta difícil entender que la visita del Papa a Cuba haya dejado tantos flancos abiertos para la crítica
Se dice que diplomacia papal es una de las más experimentadas del mundo. Sin embargo, a primera vista, resulta difícil entender que la visita del Papa a Cuba haya dejado tantos flancos abiertos para la crítica. Antes de pisar Cuba, el Arzobispo de La Habana autorizó el desalojo de los opositores que habían ocupado la Iglesia de la Virgen de la Caridad del Cobre, granjeándose con ello el reproche de muchos. Luego, la Iglesia quedó en evidencia por la negativa a aceptar una entrevista del Papa con las Damas de Blanco así como por el cerco y acoso policial a la oposición, todo ello mientras el Papa se reunía cordialmente con Fidel Castro. Para justificar esta decisión, el Arzobispado cubano se ha escudado en el estricto carácter pastoral de la visita. No obstante, el propio Papa ha alentado la confusión entre lo político y lo pastoral al calificar antes de su llegada al comunismo como un fracaso, unas declaraciones que en Cuba, nos han recordado los opositores, conllevan pena de cárcel.
Es comprensible, por tanto, que muchos observadores externos hayan quedado doblemente confundidos. Primero, por una definición de lo pastoral que no parece encajar nítidamente con los valores del humanismo cristiano. Esos valores, recordemos, están en la base del pensamiento democrático, lo que sin duda explica que sean los que con más facilidad hayan aglutinado e impelido a un sector significativo de la oposición cubana (y de otros países) durante todos estos años. Segundo, porque incluso dejando atrás las arenas movedizas de la óptica pastoral y adentrándose en el ámbito del análisis político, la confusión no se disipa sino que se acrecienta: comoquiera que el intento de despolitizar una visita de este calado carece de posibilidades de éxito, cabe preguntarse qué objetivos estrictamente políticos pueden haberse avanzado.
En este ámbito, el estrictamente político, muchos se han preguntado estos días si la visita debilita o fortalece al régimen cubano. Pero esta es la pregunta errónea, pues supone juzgar la visita desde las expectativas de la otra parte: indudablemente, el régimen cubano no aceptaría una visita que le debilitara, de ahí el acoso a la oposición y la negativa a permitir que se convierta en interlocutor. La pregunta correcta, a mi modo de ver, es si la visita refuerza o debilita a la Iglesia cubana, lo que indudablemente constituye el objetivo, declarado o no, de la visita papal, y en consecuencia, el estándar que debemos utilizar a la hora de evaluar el éxito o fracaso de la visita. Y aquí es donde volvemos a las arenas movedizas.
Hasta la fecha, la supervivencia de la Iglesia católica cubana ha dependido, precisamente, de su renuncia a disputar al régimen cubano el monopolio de la legitimidad ideológica y la identificación nacional, algo que la Iglesia polaca sí quiso, supo o simplemente pudo hacer. Por tanto, criticar a la Iglesia cubana por no disputar al régimen la legitimidad de gobernar ni querer convertirse en una iglesia nacional-patriótica no parece muy justo pues todo el mundo sabe cuál sería el resultado de un enfrentamiento con el régimen en campo abierto. Pero sobre todo, supone emplear una vara de medir algo desmemoriada. Al fin y al cabo, ¿no se encuentra España en una posición muy similar a la de Iglesia cubana, en el sentido de querer estar presente, ser influyente, acompañar los cambios pero sin enfrentarse nunca al régimen abiertamente?
Recordemos que en sus múltiples gestiones relativas a Cuba, el anterior ministro de Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, adoptó una posición de realismo político idéntica a la adoptada ahora por el Papa como Jefe de Estado pues nunca quiso, supo o pudo reunirse con las Damas de Blanco ni con nadie más de la oposición, prefiriendo adoptar un papel de mediador humanitario o, si se quiere, por cerrar la comparación, pastoral. Los intereses diplomáticos de España siempre prevalecieron sobre los valores del Gobierno de Rodríguez Zapatero, que raramente supo armonizar su potente discurso interior sobre la extensión de derechos con una política exterior que promoviera esos derechos para otros, especialmente en el ámbito político. Por tanto, al igual que España ha supeditado sistemáticamente sus comportamientos de hoy al deseo de ser influyente mañana, la Iglesia cubana, que está sobre el terreno, tiene motivos sobrados para hacerlo. Claro que podemos imaginar qué ocurriría si, por un minuto, ambos actores (la Iglesia y España) invirtieran sus lógicas de actuación y decidieran dejar de pensar en el futuro y se arriesgaran a ser valientes en el presente. Dada la increíble habilidad del régimen para retrasar una y otra vez el futuro, es una opción tentadora. No obstante, todo sabemos que se trata de un contrafáctico de imposible materialización. Por desgracia, los cubanos saben desde hace tiempo que nadie desde fuera ni desde arriba les va a traer su libertad sino que tendrán que ser ellos mismos los que la logren.
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