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SEGÚN fuentes del episcopado cubano, el Papa Benedicto XVI visitará Cuba en 2012, en fecha aún por determinar, lo que ha sido confirmado por el Vaticano. Sería la segunda visita de un Papa al país, después de la realizada en 1998 por Juan Pablo II, que tanto impacto causó y, lo que es más importante para la Iglesia Católica, tantos frutos produjo para romper el aislamiento al que había sido sometida durante cuarenta y cinco años por la dictadura y abrir una puerta a su acción pastoral.
En contra de lo que el ministro Moratinos afirmó en junio de 2010, las relaciones entre la jerarquía de la Iglesia y las autoridades cubanas vienen de largo y eran conocidas en Cuba por los disidentes del régimen, que no siempre las vieron con buenos ojos. Desde hace años, los encontronazos entre algunos de ellos y la jerarquía han causado más de un problema al cardenal Jaime Ortega y a algunos obispos miembros de la Conferencia Episcopal cubana, como señalaré más adelante. Pero cuando el Gobierno español se ofreció, hace casi dos años, para acoger a algunos presos políticos liberados de las cárceles castristas, Moratinos quiso atribuirse el éxito. Algunos medios llegaron a publicar que "la mediación de la Iglesia en Cuba con el régimen castrista ha sido posible gracias a Moratinos y su buena relación con el cardenal Bertone". Poco después, cuando en agosto de 2010 Leire Pajín y Elena Valenciano visitaron Cuba y se entrevistaron con el cardenal Ortega, estas joyas de la diplomacia internacional del zapaterismo hicieron público un comunicado afirmando que "su visita se produce en un momento importante de transformaciones en Cuba, que el gobierno español quiere acompañar para seguir estrechando y avanzar en las históricas relaciones entre el PSOE y el gobernante Partido Comunista de Cuba (PCC)".
Las relaciones entre la Iglesia Católica y las autoridades cubanas comenzaron de manera discreta en los años 80, pero ya se sabe que para la diplomacia vaticana su reino no es de este mundo y trabaja siempre más en el largo que en el corto plazo. A finales de los 90, antes y después de la visita de Juan Pablo II, mantuve diversos encuentros con representantes de la Iglesia, a los que me he referido en algunas ocasiones en distintos foros. En febrero de 1998, días después de la histórica visita papal, mantuve un discreto desayuno con monseñor Emilio Aranguren, por entonces obispo de Cienfuegos y secretario de la Conferencia Episcopal, en la residencia del embajador de España en Cuba, que me hizo un relato muy pormenorizado de la visita de Su Santidad y de los resultados que la Iglesia cubana esperaba obtener de ello. Antes y después de aquella ocasión, había charlado largamente con el sacerdote Carlos Manuel Céspedes, por entonces párroco en una pequeña iglesia de La Habana. El padre Céspedes, tataranieto del que fuera primer presidente de la República de Cuba, es hoy una figura notoria de la Iglesia cubana, cuyas buenas relaciones con algunos prohombres castristas han hecho que en algún momento se le haya llegado a acusar de connivencia con el régimen comunista. Intelectual de prestigio, es autor de numerosos libros, entre otros "Pasión por Cuba y por la Iglesia", un documento esencial para conocer algunas claves de las relaciones Iglesia-Estado cubano que hoy comento. Por él conocí interioridades y anécdotas que ilustran la realidad cubana y la salud del régimen. Mientras Fidel viva, no hay evolución posible, me dijo proféticamente. En 2008, el Gobierno español le condecoró con la Cruz de la Orden de Isabel la Católica.
En abril de 1998, la Fundación Mapfre organizó un seminario sobre la situación cubana, con dos mesas redondas, en Las Palmas de Gran Canaria y en Santa Cuz de Tenerife, a las que fui invitado a participar. En el curso de mi intervención hice referencia al papel de la Iglesia cubana y a "las esperanzas que su jerarquía tiene depositadas en el ejército y, en particular, en Raúl Castro, para la conducción del país en el escenario del postcastrismo en Cuba". El 17 de abril de aquel año, el periódico La Provincia tituló "La Iglesia cubana tiene esperanzas en el Ejército, según Fernando Fernández". La misma información fue publicada en toda la prensa de las Islas. Decir aquello me valió la crítica burlona en las columnas de opinión de algún medio; cuando lo he vuelto a leer pasados estos años no he podido evitar una sonrisa.
A lo largo de los últimos años, la presencia de la Iglesia en la vida pública cubana ha sido creciente y su acción pastoral se ha beneficiado de cierta tolerancia. En 2006, veinte años después del Encuentro Nacional Eclesial Cubano (ENEC), se celebró un importante acto en la catedral de La Habana con asistencia de representantes de las once diócesis cubanas, del que los cubanos tuvieron conocimiento a través de los medios nacionales, sin tener que burlar la censura para informarse. Según se dijo entonces, en veinte años han crecido las infraestructuras organizativas de la Iglesia al duplicarse el número de obispos, de siete a catorce, al crearse cuatro diócesis nuevas y la provincia eclesiástica de Camagüey, y al nombrarse un cardenal para Cuba en la persona del arzobispo de La Habana, Jaime Lucas Ortega. En aquel año, existían en Cuba 330 sacerdotes, de ellos 155 nativos. El número de religiosas era 646, entre ellas 130 cubanas. Eran 31 los religiosos hermanos y 29 los miembros de institutos seculares, además de 61 diáconos permanentes.
El cardenal Ortega ha tenido una presencia cada vez mayor, y entre 2009 y 2010 jugó un papel relevante en el diálogo con las autoridades castristas para lograr la liberación de numerosos presos "de conciencia", según la terminología cubana, realmente presos políticos. Hace dos años, encontrándome en Buenos Aires, me sorprendió la lectura de la siguiente información en el diario Clarín: "(...) ayer se celebró en La Habana una singular reunión entre el actual número uno del régimen cubano, Raúl Castro, y el cardenal Jaime Ortega, jefe máximo de la secta vaticana en la isla. A Ortega, que no es precisamente un castrista, le acompañaba una selecta representación de la Conferencia Episcopal Cubana. La justificación de puertas afuera para esta sorprendente reunión, que se prolongó durante cuatro horas y en la que todo fueron sonrisas y cordialidad, fue la intercesión de la Iglesia cubana para que el régimen castrista libere a sus presos políticos". La información había sido publicada un día antes en el mismo Granma cubano, con amplio despliegue fotográfico.
Como dije más arriba, este papel de interlocución no siempre ha sido bien entendido por la disidencia interna al régimen, que llegó a dirigir una carta abierta a Su Santidad Benedicto XVI, firmada por 423 ciudadanos bien identificados, a la que se adhirieron 21 organizaciones del exilio cubano. En ella se decía, de una manera directa y sencilla: "Su Santidad, los católicos que firmamos esta carta y otros que quizás incorporen sus firmas no estamos de acuerdo con la postura que ha tenido la jerarquía eclesiástica cubana en su intervención por los presos políticos, es lamentable y de hecho bochornosa.
Por más de veinte años, un grupo de disidentes pacíficos hemos luchado por el restablecimiento de la democracia en Cuba (...). Una correcta mediación hubiera implicado oír los reclamos de ambas partes y conciliarlos. Sin embargo, la solución del destierro, aceptada por los que han estado siete años injustamente presos por sus ideas, solo beneficia a la dictadura; con la salida de un número considerable de familiares se convertirá en un pequeño éxodo. Ustedes tienen una experiencia de ello en el destierro de los sacerdotes católicos en la década de los 60 del pasado siglo".
La carta tuvo un gran impacto y produjo una conmoción en algunos sectores de la sociedad, así como en el seno de la misma Iglesia católica. Sin embargo, la situación se ha recompuesto en una buena medida, y cuando se produjo la liberación de Guillermo Fariñas, preso en las cárceles castristas durante años, el mismo Fariñas dijo aceptar la mediación de la Iglesia "si es imparcial".
Es en este escenario que he esbozado con algunas pinceladas cuando se produce el anuncio de una próxima visita de Benedicto XVI a Cuba, de la que estoy seguro de que se derivarán parecidos beneficios a los originados por la histórica visita de Juan Pablo II en enero de 1998.
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