La revuelta más “grande do mundo”
Una protesta por las tarifas de transporte mutó en un movimiento de indignados contra el poder. Y aún no hay salida.
La noche de los perplejos. Así será recordada la velada del 17 de junio, cuando más de 250.000 brasileños se tomaron las calles de las principales 12 ciudades del país. Estudiantes, trabajadores de la salud y la educación, grupos feministas, religiosos, anarquistas y punks, entre otros colectivos, y miles de individuos jóvenes que no pertenecen a ninguna organización social, con pancartas pintadas a mano, banderas o narices de payaso exigían el respeto a sus derechos ante los principales edificios del gobierno, pero también frente a los estadios de fútbol donde se jugaban los partidos de la Copa Confederaciones.
Reclamaban contra el poder político, económico, armado y mediático, y aunque pareciera imposible en un país que ha sido cinco veces campeón mundial y que ama el fútbol, protestaban también contra las imposiciones y la corrupción de este deporte que, hipócritamente, promueve el juego limpio.
Ni los propios manifestantes originales, agrupados en el movimiento Passe Livre, que exige gratuidad en el transporte público, se imaginaban que las primeras protestas de menos de 50 personas, que empezaron hace unos meses en Porto Alegre, y luego en Natal, Salvador, São Paulo y Goiana, terminarían en un movimiento antisistema masivo nacional. No contaban con que la represión policial con balas de goma, gases lacrimógenos y espray de pimienta exacerbaría las protestas el 13 de junio.
La violencia fue el combustible adicional para el movimiento, convocado por internet y redes sociales, por todo tipo de personas, que de la noche a la mañana se hartaron de quejarse en privado. “Nunca en mi vida he visto a los brasileños unidos así contra la falta de gobernanza, pero no comparto la forma en que algunos han decidido hacerlo”, le dijo a SEMANA Bianca Conde, una bióloga de 22 años de São Paulo, quien confesó que tenía sentimientos encontrados frente a lo que estaba sucediendo.
A pesar de que las manifestaciones fueron en su gran mayoría pacíficas, hubo vandalismo, quema de buses, de botes de basura, destrucción de edificios del Estado y monumentos públicos, lo que recibió mayor cobertura mediática por parte de las cadenas, creando la sensación de que, como dicen en Brasil, “o bicho tá pegando”, es decir, las cosas se están poniendo feas. Contra ese tipo de periodismo también reaccionaron los manifestantes, atacando a algunos reporteros y a los medios, a quienes ven como parte de esa agenda del poder.
El país, perplejo, ha visto la erupción de un descontento latente en la que se supone es la sexta economía mundial y una potencia social que, orgullosa, afirma haber sacado a 40 millones de la pobreza en un poco más de una década, pero que tiene un infraestructura de tercera, una creciente inflación por encima de seis puntos y una fuerte desaceleración económica. Según el antropólogo Luis Cayón, de la Universidad de Brasilia, las protestas “se derivan de las insatisfacciones de sectores sociales, y esas insatisfacciones no están necesariamente conectadas”.
“No quiero copa ni estadio de millón, quiero más dinero para salud y educación”, se leía en una pancarta que recogía el enfado contra las exigencias de la Fifa y la sumisión del gobierno al gastar más de 33.000 millones en estadios y otras obras para el mundial de fútbol, cuando el país tiene pésimos servicios básicos, de salud y de educación.
Otros protestaban contra la tala de árboles en el Amazonas o la arbitraria demarcación de las tierras indígenas. Otros contra políticos retrógrados, homofóbicos y racistas. Y otros contra una enmienda para garantizar la inmunidad parlamentaria para los congresistas que han sido salpicados por escándalos como el célebre Mensalão y que ha contribuido al desprestigio de la política de partidos. “O paran la robadera, o paramos todo Brasil”, advertía otro cartel.
Una de las características de este movimiento es que no surge del seno de un partido político, ni obedece a liderazgo alguno. “Los partidos son incapaces de representar nuestras exigencias,” le dijo a SEMANA Tadeu Lemos un estudiante de Historia de la Universidad Federal de Río de Janeiro.
Para él y muchos compañeros, la calle es ahora el lugar donde pueden participar y dice que no van a parar, a pesar de que ya nueve capitales echaron para atrás el aumento en las tarifas. Tomás Ramos, abogado carioca de derechos humanos, dijo por su parte que las protestas son la culminación de un largo proceso de desencantamiento con la promesa de cambio que ofreció el Partido de los Trabajadores al llegar Luiz Inácio Lula da Silva al poder.
A pesar de los programas sociales de su gobierno, Lula no logró transformar realmente muchas de las condiciones de vida en las grandes ciudades ni avanzó en reformar la política, en donde los partidos son máquinas electoreras, pero no defienden ya a los electores. Los partidos han envejecido y por eso no cuentan con los jóvenes. “Las redes sociales son su ambiente político”, dice Carlos Castilho, periodista independiente y analista del Observatorio de Imprensa brasileño. Dice que para ellos la presencia en la calle es más importante que el discurso, por eso es difícil predecir qué va a pasar con este movimiento que ya llegó a un millón de personas.
El gobierno parece no saberlo tampoco. Se hizo evidente que los gobernadores y alcaldes de las ciudades estaban fuera de lugar cuando subestimaron las marchas. La Policía, que inicialmente reaccionó con demasiada fuerza, pasó a la parsimonia y ha sido ineficaz para evitar que atenten contra algunas de las sedes de gobierno, como el ayuntamiento en São Paulo, la Asamblea en Río y el Congreso en Brasilia.
La presidenta Dilma Rousseff, quien fue abucheada, junto con Joseph Blatter, el presidente de la FIFA, quien exigió “juego limpio” ante los silbidos, durante la inauguración de la Copa de Confederaciones el sábado, ha optado por otra estrategia. Le dijo a su pueblo que estaba escuchando sus reclamos y que “la grandeza de las manifestaciones comprueba la energía de nuestra democracia, la fuerza de la voz de la calle, y el civismo de la población”.
¿Pero, hasta cuando le durará esa actitud? El jueves en la noche, los manifestantes lanzaron bombas contra el palacio de Itamaraty, el Ministerio de Relaciones Exteriores. También hubo fuertes choques en las principales ciudades del país, donde la Policía ha hecho lo posible y ha gastado millonarios recursos, según exigencias de la FIFA, para prevenir que atenten contra los estadios, más que contra las sedes gubernamentales.
Que los manifestantes hayan atentado contra los estadios, que hayan intentado interrumpir la Copa Confederaciones, es un indicio de que los indignados brasileños no piensan respetar ni siquiera la principal institución para muchos, su majestad el fútbol. Por eso el propio Pelé invitó a los manifestantes a unirse en torno a la selección y a la copa, unas declaraciones que generaron aún más indignación, no solo por parte de los manifestantes sino también de otros futbolistas, como Romário, quien dijo que Pelé era un “poeta en silencio”, y que no tenía “conciencia” de lo que estaba pasando el país. Quizá la falta de comprensión sea el principal problema.
En el fútbol hay un espacio de lucha definido entre dos equipos identificados, con reglas claras y un tiempo delimitado. En este pulso entre el gobierno y el movimiento acéfalo, antisistema y contra poder, en cambio, no se sabe ni siquiera cuáles son las reglas del juego, que cada vez es menos bonito, y en el que ambas partes están pidiendo fair play.
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