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domingo, 15 de noviembre de 2009

La muerte de Fidel Castro

La muerte de Fidel Castro
Ganador del II Premio Iberoamericano Debate-Casa de América, Jorge Volpi combina la imaginación del narrador con la reflexión del ensayista en este libro que recorre la historia, los mitos, los creadores de Iberoamérica, y que incluye también unas originales «visiones» sobre el futuro de la región. Reproducimos a continuación su visión del fallecimiento de Castro y del porvenir de Chávez
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La muerte de Fidel Castro
ÁNGEL CÓRDOBA
JORGE VOLPI
Publicado Domingo , 15-11-09 a las 09 : 27
La noticia circula desde la madrugada, pero nadie la cree o, más bien, nadie se atreve a creerla. Rumores semejantes han sobrevolado las calles de La Habana desde hace meses y siempre han terminado por resultar falsos: hace dos semanas que no aparece en las pantallas; no recibió al presidente de no sé qué lugar cuando vino a visitarlo; hoy no apareció su columna en Granma… Las esperanzas y los temores ancestrales se desatan sólo para consumirse en un chispazo. Invariablemente, luego de semanas o días de incertidumbre, su rostro cada vez más flaco y estragado, los canosos hilos de su barba, su pellejo enjuto y frágil reaparecen en una fotografía o una imagen electrónica, más o menos sonriente, más o menos apacible, con esa cara de viejo jubilado que lo caracteriza desde que dejó —al menos nominalmente— el poder. Pero esta vez es distinto: el penoso silencio de sus colaboradores, la inquietud de la seguridad del Estado y la ansiedad de su hermano no resultan fingidos; la calma chicha en la ciudad presagia que el final ahora sí puede ser inminente. Quienes lo imaginaron eterno se estrellan ante la confirmación oficial: un tibio comunicado, apenas enfático, dictamina la muerte del comandante. Unas cuantas palabras para señalar el final de una era. ¿Qué puede decirse cuando no desaparece un hombre, sino una época?
Pocos decesos han sido esperados con tanta impaciencia, con tanta emoción, con tanta desconfianza. Desde que hace unos años confirmó públicamente su enfermedad, una nación entera y miles de exiliados en medio mundo no han hecho otra cosa sino aguardar lo irremediable. Triste destino: dejar de ser el libertador de un pueblo para convertirse en un obstáculo que hasta sus más fieles seguidores quisieran sobrepasar lo antes posible. Crónica de una muerte anunciada —nunca mejor dicho—, la de Fidel representa la postrera extinción no sólo de un caudillo, sino de una visión del cosmos. Último entre los líderes del tercer mundo que fueron endiosados sólo para terminar convertidos en tiranos —Mugabe es otro ejemplo—, Castro concentró en sí mismo el temperamento de una era, la revolución permanente, la oposición frontal al imperialismo, la visión de una América Latina unida frente a Estados Unidos, ideas todas que han terminado desacreditadas o muertas mucho antes que él mismo.
«La historia me absolverá», se atrevió a vaticinar, convencido de que los sacrificios que no dudó en imponer al pueblo cubano —los daños colaterales de la Revolución, las víctimas de su gran tarea— valdrían la pena comparados con la inmensidad de sus logros. Lo más probable es, en cambio, que la historia no lo absuelva (¿el comandante habrá pensado siquiera en esta posibilidad en su lecho de muerte?). Porque, más allá de que su hermano y el partido comunista logren controlar la sucesión o se vean arrastrados por el descontento, poco quedará de su obra. El balance de 50 años de Revolución es ya crítico: la defensa de un modelo alternativo frente a la rapiña consumista, si acaso; unas cuantas intenciones justicieras masacradas por la inercia y sus verdades absolutas; un buen sistema sanitario y escolar para una población drásticamente empobrecida. Y poco más. ¿Cómo defender este extravagante invento —esta «instalación», como la ha llamado Wendy Guerra— cuando los resultados son tan magros? El comandante se empeñó en mantener a Cuba como una excepción planetaria: un reducto a salvo de la irracionalidad capitalista, un paraíso al margen de Occidente; una isla condenada a ser una isla. Robinson obcecado y altanero, obligó a toda su familia a subsistir con sus propios medios y los confinó durante medio siglo a su condición de náufragos con la promesa de un futuro de felicidad y buena conciencia. Ese futuro, por desgracia, nunca llegó; llegó, en cambio, su muerte, y la muerte de esta atrabiliaria utopía, de ese absurdo sueño de ser distintos.
El inmenso cortejo recorre las calles de La Habana: al menos hoy los jerarcas del partido preservan la ficción de unidad que se espera de ellos. Planeados al milímetro, los funerales de Estado se llevan a cabo sin disturbios, en orden, como si fuesen parte de un desfile militar o, de nuevo, de un gigantesco performance. No podía ser de otra manera. Uno imaginaría que el alivio contagia los rostros de quienes se agolpan en las bocacalles para presenciar el cortejo, pero las expresiones resultan difíciles de interpretar: si hay cierta paz, va acompañada de desconcierto, inseguridad y profunda desazón. Incluso de tristeza. Muchos de quienes lloran son sinceros, no porque deploren la muerte del tirano que los mantuvo secuestrados durante medio siglo, sino porque reconocen la no por anunciada menos triste muerte de la Revolución, el fin de la excepcionalidad cubana —de la utopía—, y la inminencia de una libertad tan anhelada como incierta.
Hay quien vaticina un cambio drástico y una fila de empresarios cubanos de Miami desembarcando en las playas de la isla, mientras otros auguran una transición dominada por los férreos dirigentes del partido y que en el mejor de los casos se parecerá a la china: reformas económicas mas no políticas. La verdad acaso se encuentre en el medio: difícil, si no imposible, evaluar el grado de descomposición de los nuevos dirigentes. Una cosa es segura: la rareza cubana, ese rasgo distintivo que mantuvo al país al margen de las transformaciones políticas, económicas y tecnológicas de los últimos decenios, no podrá conservarse. Tanto los líderes revolucionarios como los miembros más activos del exilio son ancianos que no tardarán en desaparecer y las nuevas generaciones, de un lado y del otro, no parecen dispuestas a preservar el resentimiento incubado por sus padres. Incluso los Estados Unidos de Obama se decantan por disminuir o de plano cancelar el bloqueo que fue la principal arma del castrismo para justificar la miseria en la isla.
No deja de resultar paradójico, en cualquier caso, que la eventual transformación de Cuba en un régimen capitalista vaya a producirse en medio de la mayor crisis que el capitalismo ha experimentado en un siglo: patético consuelo para quien se ha mantenido como su juez más acerbo. Si los cubanos de dentro y fuera son lo suficientemente generosos e inteligentes, tal vez logren articular un entendimiento que apacigüe el rencor e impulse una reconciliación acelerada, pero aun así habrá muchas cuentas que saldar y mucha historia que será necesario contar de nuevo. Pero no pasará mucho tiempo antes de que volvamos la vista atrás y comprobemos, con fascinación y cierta dosis de amargura, cómo Cuba también acabó por convertirse en un país normal (...)
El socialismo imaginario de Chávez
De entre todos los líderes del continente, Chávez se lleva las palmas por su empecinamiento, originalidad y buena suerte. En efecto, nada ha logrado destruirlo, ni siquiera el golpe de Estado orquestado en su contra en 2002; desde entonces, en cambio, su fuerza no ha cesado de crecer, pese a los tropiezos de la economía o al revés en el referéndum de 2007. ¿Por qué sobrevive donde otros han fracasado? Porque, si bien Chávez encabeza la larga estirpe de caudillos latinoamericanos, ha tenido la intuición necesaria para adaptarse a cada nueva circunstancia. Aunque sus medidas sean cada vez más autoritarias, no se trata de un tirano cualquiera ni de un simple populista y, si bien conserva lastres del pasado —en especial una retórica paleolítica—, sus acciones demuestran una insólita capacidad para mutar. Su estrategia ha consistido en socavar lentamente la democracia desde adentro, utilizando métodos falsamente democráticos. Así, poco a poco ha eliminado la independencia de los otros poderes, ha desmantelado a los partidos tradicionales, ha limitado al máximo la libertad de los medios electrónicos —tolerando a regañadientes a la prensa escrita—, ha afianzado un régimen corporativo, ha polarizado el discurso a grados que sólo existen en los sistemas totalitarios y, si bien no se ha atrevido a ejercer la represión directa, ha permitido que las organizaciones que le son afines —grupos de choque oficialistas— se encarguen de amedrentar a sus enemigos. Más que una democracia imaginaria, el frankenstein político que ha concebido es un «socialismo imaginario»: aunque no se cansa de promover el marxismo del siglo xxi, su régimen defiende un férreo capitalismo de Estado; insulta a Estados Unidos y a sus presidentes —incluido Obama—, pero jamás ha incumplido sus compromisos comerciales con Washington; cita a Bolívar a diestra y siniestra, pero no duda en enfrentarse a las naciones latinoamericanas que se desmarcan de su radicalismo; alaba sin cesar a los pobres y a los desheredados, pero no vacila en transar con los empresarios que se pliegan a sus caprichos.
El balance social de su república bolivariana resulta más bien magro: la miseria no ha disminuido y en cambio la corrupción se ha disparado de manera alarmante. Las gigantescas cantidades de dinero que ha recibido a consecuencia de los elevadísimos precios del petróleo han terminado por dilapidarse para consolidar su propia popularidad, tanto interna como externa. He aquí la mayor clave de su éxito: a partir del fallido golpe de Estado, que se reveló como un trauma permanente, Chávez aprendió que sólo las encuestas cotidianas, más que las elecciones esporádicas, lograrían mantenerlo en el poder de manera indefinida. Desde entonces ha invertido enormes cantidades no tanto en resolver los problemas del país como en elevar su presencia en los medios: de allí su batalla con la televisión, que lo llevó a nacionalizar rctv y a censurar otras cadenas. Este populismo posmoderno lo convierte en un maestro del espectáculo que se prodiga sin fin en el espacio radioeléctrico. Sus aparentes torpezas, salidas de tono y exabruptos están siempre calculados: no son producto de su carácter atrabiliario, sino acicates para llamar día con día la atención hacia su persona (como en su reciente enfrentamiento con Vargas Llosa).
Sin empacho ni mesura, Chávez ha anunciado su voluntad de gobernar hasta el año 2021 (otras versiones le atribuyen 2050): una más de sus bravuconadas que, como ya se sabe, deberían ser tomadas en serio.
(...)
El panorama más triste para Venezuela sería imaginarlo en quince años, canoso y decadente, repitiendo por enésima ocasión el nombre de Bolívar y lanzando sus diarias bravatas contra sus enemigos, a imagen y semejanza de Fidel, su modelo, el cual para entonces ya habrá desaparecido. Si la historia se decantara no sólo por la justicia poética sino por los ciclos irrepetibles, lo normal sería que Chávez terminase solo y apartado del poder como el Libertador, refunfuñando por la ingratitud de los venezolanos que, luego de tantos sacrificios, al fin consiguieron deshacerse de él.

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