Mil y un hechizos cubanos para encantar árabes
Al  nacer mi bisabuelo, ya existía presencia árabe en Cuba. Es imposible  excluir de la historia nacional al libanés Antonio Farah, que arribó a  la Isla en 1879 y logró ser concejal del ayuntamiento de Pinar del Río;  tampoco a una amplia lista de sirios, palestinos y habitantes de la zona  sureste de la península arábiga en el golfo Pérsico (hoy Emiratos  Arabes Unidos) que a fuerza de su valentía y talento alcanzaron  posiciones importantes en nuestro Ejército Libertador. 
  Y es curioso, porque a diferencia de otros muchos grupos  migratorios, la llegada de los árabes a la isla se dio de forma  prácticamente individual, lo hicieron en pequeños grupos que pudieron  eligir libremente su destino.
  Todo esto, más encantadoras historias ilustradas con camellos,  turbantes, sultanes, desiertos, castillos de cúpulas doradas y ladrones  de cejas pobladas que con sensuales miradas café se trasladan en  alfombras voladoras, hicieron que los nacionales les ofrecieran una  caribeña acogida.
  Pero para el gobierno cubano actual, calculador por naturaleza y  pragmático por necesidad, árabe es sinónimo de riqueza. Así lo demostró  hace unos días, cuando después de desarrollar en julio pasado una  campaña en Qatar para atraer inversionistas, La Habana rindió pleitesía y  prestó su recién comprada flotilla de autos teutones a un discreto  grupo de multimillonarios sarracenos que recalaron por la isla en un  avión donde toda la impensable excentricidad escapa a la fantasía y se  convierte en realidad.
  Un palacio de lujo en el cielo – así describieron la nave los  trabajadores de ECASA (Empresa Cubana de Aeropuertos y Servicios  Aeronáuticos SA, única empresa que opera los aeropuertos de Cuba) –  donde un séquito de inversionistas viajó mostrando opulencia y como  halago a tanta vanidad, por órdenes del General recibieron atención  especial. Explicable, el poder es un veneno que lleva el reto de perder  mucho para conseguirlo todo.
  Toda opción se hizo posible para intentar atraer los favores de un  montón de petrodolares que parecían dispuestos a comprar el mundo. Y los  funcionarios cubanos, decididos a cortar su vieja autobiografía de  fracasos, durante la negociación evitaron el debate soberanista y las  tan acostumbradas tensiones prosaicas que constantemente estimulan la  pirotecnia política entre Cuba y los Estados Unidos.
  Vieron la veta y ofrecieron a los visitantes penetrar en condiciones  ventajosas en sectores estratégicos de la economía nacional; participar  en el desarrollo de la industria metalúrgica, invertir en el turismo,  la agricultura, medicina, educación, en el sistema financiero y bancario  de la nación; en la generación, transmisión y suministro de energía; en  el transporte; en construir, comprar o regentear cadenas de hoteles de lujo, exuberantes marinas o incluso hacer de la isla un enorme burdel.
  Aún no logré averiguar el por qué de tanta genuflexión; solo sé que  luego de dos jornadas de extenuantes reuniones descritas como “Las mil y  una noche”, los árabes decidieron dejar claro que no querían invertir  sino simplemente comprar. Pagaron por adelantado una exagerada cifra,  aunque en realidad muy poco justa, por adquirir en exclusiva la  producción cubana de mármol durante un período de tiempo. Al rato se  despideron con un frío apretón de manos y una sonrisa más desabrida que  un pedazo de pan sin sal; admirable forma de decir, “Ni lo sueñen, La  Habana no es Beverly Hills”. 
 
 
 
 
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