Cuando el Arzobispo de la Arquidiócesis de La Habana, Jaime Ortega y Alamino, fue investido Cardenal, en 1994, me cuento entre las muchísimas personas que tuvimos la esperanza de que con la distinción de ese respetable cargo religioso influiría en beneficio y protección del pueblo cubano. Y esa fe se alimentaba del ejemplo específico ofrecido por el Papa Juan Pablo II, que un par de años atrás salió firmemente ante los comunistas en defensa de su oprimido pueblo polaco y su solidaridad y apoyo fue importante en la caída del Campo Socialista. Más, por los antecedentes del Cardenal, quien durante su juventud fue víctima directa de los atropellos del régimen, cuando lo tuvieron preso en los campos de concentración de la UMAP. Tremenda decepción la que nos llevamos con dicho personaje. La realidad es que la falta de libertad y el irrespeto a los derechos básicos de los cubanos le ha interesado un comino. Por el contrario, se comporta de modo cómplice con la dictadura castrista y hasta el bochornoso papel de vocero y representante de los intereses de los Castro ha salido a desempeñar dentro de la isla e internacionalmente. Llegó al colmo de reconocer que fue precisamente él quien le pidió a la despiadada policía política que sacara por la fuerza a los opositores que se habían refugiado en una iglesia en los días previos a la llegada del Papa Benedicto XVI a La Habana. Por esa fecha, también se le vio por el Departamento de Estado de los EEUU abogando por prebendas y concesiones para los representantes del régimen de la isla. Ese tipo de comportamiento tan poco moral de parte de la jerarquía católica me llevaron a desestimular mi admiración por la religión cuya sede se asienta en el Vaticano. Sin embargo, la reciente elección del Cardenal argentino, Jorge Mario Bergoglio, como nuevo Papa, nombrado Fransisco, volvió a despertarme cierta esperanza de que le daría un giro distinto a la falta de compromiso de los representantes católicos de la isla con su pueblo. Su modestia y sencilles, las acciones de miseria que puso en práctica desde el primer momento y su confesado ánimo de llevar cambios fundamentales y esperados en la institución que lidera, fueron parte de esa chispa de fe que resurgió otra vez. Pero, honestamente, igual va quedando atrás la fe e instalándose interrogantes que no comprendo. No le encuentro ninguna explicación válida al encuentro que sostuvo el Papa Fransisco con el gobernante ilegítimo Nicolás Maduro. Dada la realidad venezolana post-electoral no hay justificación que avale ese encuentro. Al menos pudo haber optado por dilatarlo hasta que se solucione la profunda crisis política desatada en ese país luego del fraude electoral del chavismo. Se sabe que al recibir de modo oficial a ese usurpador que se robó las elecciones en Venezuela y tiene un desenvolvimiento claramente dictatorial, lo que ocurre es que lo arropa con la legitimación y el reconocimiento que no merece ni le corresponde. De una u otra manera, esa acción del Santo Padre desconoce el clamor de justicia del pueblo venezolano y obvia el irrespeto de Maduro y su pandilla por la voluntad soberana. Estos son hechos que no benefician al rebaño sino a los lobos.
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