Para Naïr en las protestas confluyen las capas medias, los jóvenes y
los sectores más pobres de estas sociedades.

Por Eduardo Febbro
Desde París
La llamada Revolución de los Jazmines que estalló en Túnez hace unas
semanas prendió como un reguero de pólvora en varios países árabes, y
no de los más pequeños. Yemen y sobre todo Egipto viven hoy revueltas
que tienen acentos revolucionarios. Se trata de un fenómeno tanto más
único cuanto que el discurso occidental siempre trató a los países
árabes como incapaces de asumir colectivamente un destino democrático.
Túnez, Argelia, Mauritania, Yemen y Egipto no sólo desmienten esos
argumentos sino que hacen temblar desde la raíz a las dictaduras que
gobiernan desde hace décadas con mano de hierro y privilegios
exorbitantes. Algunos analistas aseguran hoy que ya no se trata de
saber qué régimen caerá primero sino cuál se salvará de esta ola de
aspiraciones democráticas cuyos protagonistas son las clases medias,
los sectores menos favorecidos y los jóvenes, que se nuclean a través
de Internet y las redes sociales. Lo más moderno del mundo irrumpe
como instrumento de comunicación y protesta contra poderes
dinosáuricos. Las protestas revelan también la ruptura sin remedio
entre autocracias longevas, respaldadas históricamente por Occidente,
y la legitimidad popular. El sociólogo y filósofo Sami Naïr, profesor
en ciencias políticas en la Universidad de París VIII, presidente del
Instituto Magreb-Europa de la misma Universidad, analiza en esta
entrevista con Página/12 la originalidad y los resortes de esta
revolución árabe. Autor de ensayos y análisis brillantes sobre
política internacional, Naïr señala como primer resorte de la revuelta
el hecho central de que el miedo cambió de campo. Es el poder quien
enfrenta hoy a un pueblo que ha perdido el miedo.
–La Revolución de los Jazmines se plasmó en Túnez con la inmolación de
un joven y luego se extendió a otros países. Ahora, la revuelta llega
a Egipto y Yemen. Usted decía en un análisis que, tal como ocurrió en
América latina primero y luego en los países de Europa del Este,
cierta parte del mundo árabe se despierta a la historia.
–Siempre he pensado que, por lo menos en el siglo XX, el laboratorio
de los pueblos ha sido América latina. La Revolución Rusa no se puede
entender sin la Revolución Mexicana. Los latinoamericanos han
inventado todas las formas de lucha posibles e imaginables. En América
latina se han experimentado las guerrillas, las luchas políticas, los
despotismos, las dictaduras. A partir de los años '80 y '90, en casi
todos los países de América latina se cayeron las dictaduras. Ese
movimiento antidictatorial se desarrolló en otros lugares del mundo,
por ejemplo en los países de Europa del Este con la caída del Muro de
Berlín. Ahora, ese movimiento de fondo que se inició en América latina
está tocando a todos los países de la orilla árabe del Mediterráneo, e
incluso más allá, en la península arábiga, por ejemplo en Yemen. El
problema radica en que, contrariamente a lo que ocurrió en América
latina, el movimiento que estalló en estos países árabes no tiene
dirección, ni organización, ni programa. Es un movimiento totalmente
espontáneo que consta de dos características fundamentales: en primer
lugar, se trata de un movimiento que destruye definitivamente la idea
de que estas sociedades están condenadas a vivir con el peligro
extremista, el peligro fundamentalista por un lado y, por el otro, con
la dictadura como supuesta garantía necesaria contra ese peligro
fundamentalista. Ahora se está demostrando que el problema es mucho
más complejo y que estos países no quieren experimentar ni el
islamismo ni el integrismo sino que, fundamentalmente, desean la
democracia. El segundo elemento importante, y que puede recordar lo
que ocurrió en América latina, radica en que se trata de una alianza
circunstancial entre las capas más pobres, humildes, sin verdadera
inserción social, y las capas medias empobrecidas en estos últimos
años. En la última década todos estos países padecieron un
empobrecimiento muy importante de las clases medias y ahora hay una
fusión entre estas capas medias y el fondo popular, las clases pobres
totalmente excluidas del proceso de integración dentro de la sociedad.
–Si estas revueltas llegan hasta el final en estas autocracias árabes
estaríamos viviendo una auténtica revolución mundial, un giro decisivo
en la historia de nuestra concepción de los sistemas políticos
mundiales. Siempre se creyó que los países árabes eran incapaces de
asumir una forma de democracia popular y participativa.
–Eso corresponde a un discurso muy despreciativo construido por los
países occidentales, por el capitalismo internacional cuya sede es la
OCDE (Organización de Cooperación y de Desarrollo Económico), Estados
Unidos y la Comisión Europea. Estos actores quieren que en los países
árabes haya estabilidad y para ello necesitan regímenes fuertes,
dictatoriales, porque lo que les importa son dos cosas: en primer
lugar que esa gente no emigre y, en segundo, que las fuentes de
recursos petrolíferos estén garantizadas. Por eso han desarrollado ese
discurso en sintonía total con los dictadores, quienes siempre
repitieron "nuestros pueblos carecen de madurez política y cultural y,
por consiguiente, no pueden acceder a la democracia". Sabemos que todo
eso es falso, que las aspiraciones democráticas son muy fuertes en
esta región del mundo. Creo que lo que está ocurriendo lo demuestra de
manera muy clara. Cada situación es específica. No se puede mezclar lo
que ocurrió en Túnez, un país que tiene una tradición laica y de
elites ilustradas y formadas, muy fuertes, con capas sociales muy
cohesionadas, con la situación en Yemen, donde impera un sistema
tribal basado en la dominación despótica de un clan. Lo único similar
es el grado de dominación y la forma de control, apoyadas en la
policía o el ejército.
–La explosión social en Egipto tiene matices inéditos. En Egipto el
ejército desempeña un papel central, donde el presidente, Hosni
Mubarak, pertenece a él y donde quien está llamado a reemplazarlo, o
sea su hijo, Gamal Mubarak, es un liberal que no está bien visto por
las fuerzas armadas.
–El caso egipcio es muy particular, en primer lugar porque Egipto es
un viejo Estado de derecho, probablemente sea el Estado de derecho más
antiguo del mundo. El Estado de derecho moderno fue constituido por
Mohamed Ali entre finales del siglo XVIII y principios del XIX, o sea,
antes que nosotros en Europa supiésemos lo que era. Pero ese Estado
fue destrozado por los ingleses en el siglo XIX. En todo caso, el hijo
de Mubarak, Gamal, no representa la democracia. Gamal Mubarak es el
elemento clave de la nomenclatura que domina el país en su vertiente
más liberal. La cuestión del liberalismo no puede ser concebida
únicamente como liberalismo económico, salvo si se trata de comparar a
Egipto con China. En China tenemos un despotismo político neo
comunista y un liberalismo salvaje que encarna en realidad la
dominación de una elite burocrática. En Egipto es diferente. Es
imposible que se pueda organizar un sistema liberal sin
democratización de la sociedad. Es indispensable evitar que Egipto se
transforme en una república hereditaria donde el padre dictador nombra
a su hijo futuro dictador liberal. La gente está buscando otra cosa.
La gente quiere la democratización de la sociedad para que la sociedad
civil pueda elegir con un debate democrático transparente. El hijo de
Mubarak es como su padre. La gente no lo quiere porque ya tiene el
ejemplo de Siria, donde el hijo reemplazó al padre y terminó
instaurando un sistema más o menos liberal pero con la misma
dictadura.
–Usted señala que lo que empezó a ocurrir en Túnez y luego se extendió
a otros países es que la costumbre del miedo cambió de campo. Se acabó
el miedo.
–Eso ha sido muy importante en este proceso. Yo estaba en Túnez cuando
todo esto empezó y vi cómo el miedo cambiaba de campo. La revuelta
tunecina estalló en la localidad de Sidi Bouzid con la inmolación del
joven Mohamed Bouazizi. A partir de allí todo se trastornó. Hasta ese
momento, el régimen tunecino
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