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Con la estampida en masa de inversionistas extranjeros, los anaqueles de las tiendas muestran las reales cifras de nuestras finanzas. Mi madre me llama temprano para avisarme que hay papel sanitario en un mercado lejano; dice que debo apurarme pues ya se ha corrido la voz y pronto se agotará. Salgo mirando a la derecha y a la izquierda como un ventilador, a ver si también aparece algún tipo de jugo para poner en la taza de Teo por la mañana. Pero el desabastecimiento es notable y han desaparecido de las tiendas los envases tetra-packs con la marca Río Zaza, la otrora empresa mixta sumida hoy en un escándalo de corrupción. El mercado negro ha colapsado, pues no es un secreto para nadie que éste se nutre del desvío de recursos en las fábricas y del robo durante la transportación de las mercancías hacía los comercios.
Hasta los más pacientes empresarios foráneos, al estilo del español que regenteaba la firma Vima, han hecho sus maletas y regresado a casa. El consorcio entre la perfumería Suchel y el capital ibérico aportado por Camacho está llegando a su fin y mis amigas muestran sus canas ante la ausencia de tintes para el pelo. El tiempo en que el país compraba primero y pagaba después se terminó. Ahora arrastra tantas deudas que hacen difícil atraer el capital y tomar fiado. Los efectos de la crisis se sienten con fuerza en la vida cotidiana, donde un jabón ha pasado a costar un 30% más que hace apenas un año. Las amas de casa se rascan la cabeza frente a la sartén, mientras gritan que el salario se va como agua una vez cobrado a fin de mes. Ni siquiera los bendecidos por una remesa llegada desde afuera o los habilidosos comerciantes del mercado informal la tienen fácil.
Pocos se acuerdan ya de aquel discurso pronunciado hace tres años en Camagüey, donde Raúl Castro insinuaba la posibilidad de un vaso de leche para cada cubano. Muy por el contrario, las palabras que emitió el pasado domingo nos han traído trincheras, parapetos e imágenes apocalípticas de la Isla hundiéndose en el mar. Corriendo detrás de los escurridizos alimentos, hemos tenido poco tiempo para reflexionar sobre lo dicho en el Palacio de las Convenciones, pero sus numantinas amenazas gravitan sobre nosotros. Interpretadas en un sentido directo, presagian que nos espera un hueco húmedo rodeado de sacos de arena, un fusil para dispararle no se sabe a quién y esa última bala en la recámara que usaremos sobre nosotros mismos. Mientras, el General se mantendrá firme en su puesto y comprobará –a distancia– que no incumplamos la orden final de inmolación.
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