EL MOVIMIENTO BLOGGER, ESTA LLAMADO A SER EL CATALIZADOR MORAL DE LOS GOBIERNOS, ANTE LOS OJOS DEL MUNDO
Sólo desde marzo del 2008 los ciudadanos cubanos residentes en territorio nacional podemos contratar un servicio de telefonía móvil. Antes de eso, era un privilegio exclusivo para funcionarios confiables y extranjeros que vivían o pasaban por esta Isla. Con ese ingenio que nos caracteriza lográbamos saltarnos —antes de esa fecha— tan difícil obstáculo. No era raro ver a cubanos apostados en los sitios más turísticos del país “a la caza” de un turista que les hiciera el favor de contratar un servicio de telefonía móvil para ellos. Como de todas formas dicho servicio se ofertaba sólo en forma de tarjetas prepago, entonces el truco se volvía más fácil. El extranjero “ponía la cara” ante la funcionaria de Cubacel que exigía un pasaporte de otro país y después le dejaba a su amigo cubano, la añorada tarjeta SIM. Afortunadamente, una de las primeras reformas raulistas fue eliminar ese apartheid, aunque subsistió uno peor… no escrito en las letras pequeñas del contrato. Se trata de los precios prohibitivos que hacen de la telefonía móvil en Cuba un servicio sólo para el sector pudiente —o para ese otro confiable y subvencionado— de la población.
Para traducir la expresión “precios prohibitivos” a cifras comprensibles para cualquier terrícola, pongamos algunos ejemplos: un SMS (mensaje de sólo texto) desde Cuba al exterior cuesta 1 peso convertible CUC (esa moneda con la que no nos pagan los salarios y que es 24 veces mayor que el peso cubano). Un sueldo medio en esta isla equivale a 350 pesos cubanos, lo que queda reducido a 14,50 CUC (alrededor de 13 USD). Con lo cual un simple mensaje de saludo a un familiar emigrado en Madrid o en Buenos Aires le restaría a ese cubano medio el 6,9% de su salario. Sería como si a un “mileurista” español (persona que gana alrededor de mil euros al mes) el enviar un simple SMS fuera de la península le significara 69 euros. Con lo cual este hipotético trabajador sólo podría mandar 14,5 mensajes de texto con la totalidad de su salario, sin hacer ningún gasto en comida o renta. Esto que parece tan absurdo y expoliador, es posible en la Cuba de hoy porque vivimos bajo el monopolio de una única —y estatal— empresa de telefonía. ETECSA grava los importes sin ningún competidor en el mismo ramo que la obligue a bajarlos o a acercarlos a la realidad de los bolsillos. Todo eso, además, bajo la total indefensión del cliente, que no tiene a dónde reclamar, quejarse, ni siquiera puede organizar una protesta frente a la sede de tan timadora telefónica.
¿Quiénes pueden costear entonces esos precios en esta Isla? La respuesta es compleja, pero vale la pena esbozarla: lo logran quienes trabajan en corporaciones donde tienen una parte del salario en moneda libremente convertible; los que reciben remesas de algún pariente exiliado, también aquellos que hacen negocios turbios que terminan en el mercado negro, quienes manifiestan tanta afinidad ideológica con el gobierno que escalan puestos laborales “con celular subvencionado incluido”, los que viajan al extranjero ya sea como músicos, deportistas de alto rendimiento o técnicos cubanos en misión oficial, quienes trabajan por cuenta propia en alguna profesión que les produce más dividendos que el empleo estatal, y también aquellos que cuentan con la ayuda solidaria de algún amigo radicado en otro punto del globo terráqueo. Si no existiera ninguno de esos caminos —algunos ilegales, otros éticamente reprobables—, Cuba sería una isla muda de telefonía celular, un agujero negro de la comunicación. Por suerte, no nos conformamos.
Los altos costos del servicio móvil tienen como objetivo recaudar la mayor cantidad de esa apetecible divisa que el gobierno cubano necesita para sobrevivir. De manera que con cada SMS que un nacional envía al extranjero se costea no sólo la infraestructura —ineficiente e inestable— de las antenas de telefonía, las oficinas de ETECSA y los funcionarios con corbata y secretaria, sino también parte de la propaganda oficial que sale en la televisión, de las armas que se compran para una guerra que nunca llega, y hasta de la merienda de los policías políticos que vigilan a los inconformes. En fin, sin percatarnos, subsidiamos nuestras propias cadenas, mandamos un mensaje de texto y con ello alimentamos al censor que lee al otro lado de la línea y al burócrata que está listo para cortarnos el servicio si cree que las palabras enviadas “atentan contra la seguridad nacional”. ¿Qué haría usted en ese caso? ¿Se contentaría? ¿Renunciaría a pronunciarse? ¿Vegetaría en el marasmo de la incomunicación, consciente de que convive bajo un estado propietario de todas las empresas, de todas las posibles palabras? ¿Se indignaría usted en algún lugar público, verdad? ¡Ganas no nos faltan a nosotros!
Pero resulta que usted —en este caso “nosotros”— está atrapado en una indigencia material, en un sistema que lo condena a un ciclo de sobrevivencia y lo culpa cuando logra salirse de éste y volar más alto. Muchos afirman incluso que los altos precios de la telefonía móvil en Cuba no están sólo pensados para ingresar cuantiosos recursos al presupuesto estatal sino también para evitar la extensión masiva de esta herramienta. Con sólo 1,8 millones de usuarios del servicio celular, en una Isla de más de 11 millones de habitantes, queda claro que nos ubicamos en el último vagón del tren de comunicación en Latinoamérica. Para colmo, la telefonía fija también muestra cifras más raquíticas todavía, con lo cual es posible encontrar a muchos cubanos que nunca tuvieron un teléfono en casa, un armatoste pesado con disco de marcación incluido y saltaron desde cero… al artilugio de teclas y pantallas. ¿Se imagina qué susto tecnológico? Si usted logra captar ese asombro puede comprender a los cubanos que tienen un Nokia, un Motorola u otro modelo de móvil sonando en su bolsillo.
Quienes logran finalmente llevar consigo el ring ring a todos lados se sienten entonces miembros de una “cofradía” de clientes de móvil, elegido por un azar económico que trasciende muchas veces la laboriosidad o importancia social de su persona. Por eso el próximo paso después de contratar el servicio en esas oficinas de largas colas y empleadas somnolientas es cuidar —de todas las maneras posibles— que la monopólica ETECSA no se los corte. ¿Cómo se logra esto? Callando, simulando, saltándose los temas espinosos en las conversaciones, evitando hablar de esa cosa “sucia” que se llama política. Cada usuario de Cubacel intuye que su línea de móvil puede ser como la sala pública de una estación de trenes, donde muchos oídos escuchan. Y no son delirios de cubano paranoico, es que en la propia televisión oficial han transmitido conversaciones telefónicas —sin la autorización de un juez o de un tribunal— donde un disi- dente habla con otro, un ciudadano crítico in- tercambia opiniones a través del éter de la telefonía celular.
El paternalismo, la constante observancia y presencia de un Estado trae en los ciudadanos esa impresión de que cualquier paso que se dé fuera de lo orientado es ilegal. El teléfono móvil —piensa la mayoría de nuestros compatriotas— es una dádiva que nos permiten y no un servicio que nosotros mismos costeamos. Al usarlo hay que mantener las mismas directrices ideológicas que asumimos cuando estamos en el pupitre de una escuela, en el puesto de trabajo de una institución oficial, en el ómnibus de la única compañía de transporte interprovincial aceptada por ley. Ese adminículo que nos conecta con el otro esta? —para el cubano de a pie— atado al temor a que algún día se suspenda el servicio por emitir una frase crítica, una idea contraria. ¿Y así nos preguntan por qué no hay una revolución al estilo de África del Norte en Cuba? ¿Cómo aglutinarnos, a través de cuál herramienta convocarnos si el escaso 11% de nuestra población que tiene celular lo cuida como a la niña de sus ojos, lo ve como un fruto alcanzado después de tantas dificultades, que puede peligrar si se practica una actitud cívica? ¿Imagínese por un momento el 15M español pagando a 69 euros cada SMS? Piense por un momento en los ocupas de Wall Street sin poder mandar mensajes en cadena a otros que comparten idea, porque un monopolio telefónico les hubiera suspendido el servicio. Trate de proyectar a los estudiantes chilenos sin la posibilidad de sacar su inconformidad a través de las redes sociales. Comparar realidades tiene muchos riesgos, pero también puede ayudar a comprender los alcances, las limitaciones de cada una de éstas.
Todo se complicó después de 2008, cuando comenzaron a abrirse numerosas cuentas de Twitter al margen de las instituciones oficiales cubanas. Con torpeza al principio y fascinación después, varios ciudadanos reparamos en el potencial de los 140 caracteres. Parecía algo inalcanzable para los desconectados in- ternautas del patio. Vale la pena recordar que a lo largo de esta Isla de 111 mil kilómetros cuadrados no hay ninguna oficina donde un nacional pueda ir a contratar una conexión a Internet doméstica. Ese es un privilegio del que gozan sólo los extranjeros residentes en territorio nacional (¡qué sintomático!) o los más confiables artistas y funcionarios del patio. Por suerte, muchos no se conforman a esa división ideológica de los kilobytes y se aventuran a comprar una cuenta de acceso a la gran telaraña mundial en el mercado negro, los menos tocan a la puerta de algunas embajadas que proveen de acceso a la web a sabiendas de que la propaganda oficial les hará pagar un alto costo político por ello, y otros se atreven a utilizar caminos más ingeniosos para llegar hasta el ciberespacio.
Pero ese pajarito azul, esa red social que tantos usan en el mundo, revolotea aquí de otra manera. Mientras la gran mayoría de los usuarios de Twitter lo utiliza desde un ordenador (con el vistoso TweetDeck u otras aplicaciones), aquí sólo unos pocos disfrutan de esa posibilidad. Se puede elegir entre acceder a este servicio desde una conexión institucional que —inevitablemente— conlleva concesiones ideológicas, o declararse un twit-cimarrón y agenciárselas como cada cual pueda. En este último camino se erige como una posibilidad el publicar en Twitter desde mensajes de texto, servicio que brinda esta red social para los desposeídos de un acceso a la web, pero que también puede usar cualquier individuo ubicado en cualquier punto del mundo. Desde Lisboa hasta Sidney, alguien que tenga una cuenta de Twitter y un teléfono móvil lograría actualizar su estado con sólo enviar mensajes de texto, aunque con la limitación de no poder leer lo que otros twitteros escriben y no saber las últimas tendencias temáticas que se mueven en la red. No obstante es una opción.
Si se elige twittear desde la comodidad material de una institución oficial el contenido estará de muchas maneras condicionado por las directrices ideológicas de estos lugares.
Que quede claro que este texto no pretende caracterizar a todo aquel que utiliza una conexión estatal como un “blogger o twittero oficialista”… ¡No!, porque eso sería caer en el mismo esquematismo de definiciones que maneja la propaganda gubernamental. Entre esas personas, algunas escapan de esa camisa de fuerza, manteniendo cuentas de Twitter totalmente desligadas de la realidad social o política, con textos al estilo “Hola, amigos… qué hermoso está el sol está maña-na… a que no tienen un mar tan hermoso frente a los ojos, eh?”. Otros, están sentados frente a ese ordenador oficial, con un salario incluido, precisamente para arremeter en Internet contra las voces críticas al sistema. ¿No lo cree? ¿Por qué entonces cuando pasa el horario laboral la curva de las “voces oficiales” se desploma? ¿Por qué muchos de los que atacan a los críticos del gobierno no se atreven a dar la cara y se esconden detrás de la protección de un seudónimo? ¿Por qué a veces publican informaciones que sólo podrían haber sido obtenidas a través de servicios de inteligencia, de la policía política? ¿No se ha preguntado usted por qué tantos utilizan en automático una etiqueta un mismo día a una misma hora, como si ésta estuviera orientada, mandada a utilizar “desde arriba”? En Twitter las posiciones de soldado dejan huellas. En medio de la espontaneidad de esta red social, las posturas partidistas se pueden detectar fácilmente.
De manera que expresarse en la web, ser un twittero en Cuba, está indisolublemente unido al bolsillo o a la ética… porque vivimos en un país donde no sólo está penalizada la discrepancia sino también la prosperidad. Supongamos por un minuto que usted es un exitoso trabajador por cuenta propia —algo difícil en medio de los altos impuestos y la ausencia de un mercado mayorista, pero aún así pongamos ese utópico ejemplo— y leamos el hipotético timeline que usted generaría. Lo más probable es que se reduciría a hablar de las recetas que prepara en su restaurant, las bellas habitaciones que ofrece como alojamiento o el increíble servicio de reparador de autos que brinda. Poco, muy poco o nada, dirá usted de crítica social. Pues sabe que con ello se jugaría hasta la licencia para trabajar de forma privada que tan cara ya le sale. Desde pequeño bien que le enseñaron en la escuela que todas esas opiniones revoloteando dentro de su cabeza deben quedarse justo ahí, donde nadie las escuche o si acaso decírselas en voz baja a un amigo, a su pareja mientras descansan sobre la almohada. ¿Por qué iba usted a poner en riesgo su pequeña sobrevivencia cotidiana y arrojar sobre sí la enorme lupa del poder? ¿Por unos simples tweets lanzados como una botella al mar en el ciberespacio? Yo lo entiendo, pero no le aplaudo esa actitud… Lo siento, es que ya encontré mi voz y ahora no puedo volver a enmudecer.
Sigamos tomándolo como ejemplo a usted —no piense en escaparse— y conjeturemos que, a pesar de su salario de 13 USD o de las exiguas ganancias de su cafetería privada, usted no quiere renunciar a expresarse en las redes sociales. Un amigo le hace llegar los pasos para conectar su móvil a Twitter, su hermano que vive en Costa Rica le promete que le recargará vía Internet su móvil para que pueda publicar a través de mensajes de textos… Y usted tiene tanto que decir, ha callado durante tanto tiempo… Una vez comenzado el exorcismo en 140 caracteres, enseguida Cubacel le da algunos regaños cortándole el servicio brevemente, empiezan a aparecer rostros nuevos en su barrio —detrás de las columnas y las escaleras—, sus amigos ya no llaman a su casa porque usted se ha vuelto un “ciber-guerrero” de esos que salen en la televisión nacional tecleando en una laptop mientras de la pantalla brota un helicóptero artillado. Respira profundo. Aferra el móvil a su mano y se pregunta si lo mismo le ocurrirá a twitteros que se pasan el día tecleando consignas. ¿Será que ella también logra actualizar su estado desde un móvil que le costea algún pariente exiliado? ¿O por el contrario goza de uno de esos ordenadores conectados permanentemente a internet que no trastocan kilobytes transmitidos en los correspondientes pesos convertibles?
Comienza a comprender entonces —o ya lo intuía— que todo el sistema está diseñado para que usted se sienta culpable de tener un móvil, se averguence de mantener una cuenta de Twitter y, sobre todo, evite usar ésta para que su pequeña vocecita —singular y diferente— se haga oír en la aldea global. Su hermano de Costa Rica pasa a ser representado por la propaganda oficial como un empleado de la CIA y varios lectores que a cada rato le recargan el teléfono son algo menos —sólo un poco menos— que Satán. Y usted está en medio de la sala, a punto de lanzar el celular por el balcón, de llamar a ETECSA y decirle que se metan el servicio por los entresijos de su cable coaxial, pero se aguanta. No va a dejarse atrapar en la mentalidad del opresor, no va a dejar que la mano que le extiende un alpiste menguado y húmedo, le haga creer que la jaula es preferible al arriesgado vuelo de la libertad.
Yoani Sánchez
La Habana
La Habana
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