NeoKaxtrizmo & Chaos: #Cuba: Treinta días viviendo como un cubanoEL MOVIMIENTO BLOGGER, ESTA LLAMADO A SER EL CATALIZADOR MORAL DE LOS GOBIERNOS, ANTE LOS OJOS DEL MUNDO
TESTIMONIO
Treinta días viviendo como un cubano 

Por: Patrick Symmes.
Los  discursos ideológicos desde los que  se defiende el supuesto éxito de   la Revolución cubana encuentran su  refutación más inobjetable en la   vida cotidiana de los cubanos de a  pie. En esta crónica, Patrick Symmes   relata el ejercicio de vivir  durante un mes en esas mismas condiciones.Creo  que en las dos primeras décadas de  mi vida no pasé nunca más de  nueve  horas sin comer. Más tarde  experimenté intervalos más largos –en  China  en los años ochenta,  viajando con insurgentes en remotas zonas de   Colombia y Nepal,  cruzando Sudamérica en motocicleta, completamente   arruinado– pero  siempre volvía a casa, me daba un atracón, comía   cualquier cosa,  cuando quería, y recuperaba el peso que había perdido y   más. Había  experimentado la trayectoria habitual de la vida americana y   ganado  medio kilo al año una década tras otra. Cuando decidí ir a Cuba  y   vivir un mes con lo que los cubanos deben vivir, pesaba 105 kilos.    Nunca había pesado tanto en mi vida. 
En  Cuba el salario  medio es de 20 dólares al mes. Los médicos pueden   ganar 30; mucha  gente gana solo 10. Decidí premiarme con el salario de   un periodista  cubano: 15 dólares al mes, los ingresos de un  intelectual  oficial. Yo  siempre había querido ser un intelectual, y 15  dólares era   sustancialmente más que los 12 dólares que ganaban los  muchachos que   construían paredes de ladrillo o cortaban caña, y casi  el doble de los 8   dólares recibidos por muchos jubilados. Con ese  dinero tendría que   comprar mi ración básica de arroz, frijoles, papas,  aceite de cocina,   huevos, azúcar, café y cualquier otra cosa que  necesitara.
 
Sabía   que me resultaría duro renunciar a la comida, así que empecé  mi dieta   cubana estando aún en Nueva York. Perdí cuatro kilos y medio en  los  dos  meses anteriores a mi partida. Una y otra vez, mientras me   preparaba  para ese viaje, amigos horrorizados especulaban sobre la   comida de la  que me iba a atiborrar y los objetos que correría a   consumir. Daban por  hecho que verse privado de alguna cosa querida   durante treinta días  era una prueba insoportable. Temían por el helado.   En mi experiencia,  nadie que pase hambre quiere helado.
 
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Mi   primera media hora en Cuba la pasé en los detectores de metales.    Después, como parte del nuevo régimen, desconocido para mí en los quince    años que llevaba viajando allí, fui sometido a un intenso pero  amateur   interrogatorio. No era nada personal: todos los extranjeros en  el   pequeño turbohélice procedente de las Bahamas fueron separados y    largamente interrogados. El gobierno cubano se mostraba nervioso con  los   extranjeros que viajaban solos porque Human Rights Watch había  estado   allí gracias a visados turísticos y un contratista del  Departamento de   Estado, que viajaba también con un visado de turista,  había sido   sorprendido distribuyendo lápices de memoria usb y  teléfonos vía   satélite a figuras de la oposición. Los turistas eran  peligrosos.
 
Como   en Israel, un agente de paisano me hizo preguntas sin  importancia en   busca de detalles (“¿A qué localidad va? ¿Dónde está  eso?”), preguntas   diseñadas para provocarme, revelar alguna incoherencia  o para que me   mostrara nervioso. No miró mi billetera ni me preguntó  por qué, si iba  a  estar en Cuba un mes, llevaba menos de veinte dólares.
 
La mirada del supervisor se posó sobre los demás pasajeros. Había pasado.
 
–Treinta días –le dije a la mujer que selló mi visado de turista. El máximo.
 
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Del   techo del aeropuerto colgaba un cartel en el que había dibujado  un   autobús. Pero no había ningún autobús. No en ese momento, me explicó    una mujer en el puesto de información. Habría un autobús –uno– esa    noche, alrededor de las ocho, para llevar a los trabajadores del    aeropuerto a casa.
 
Para  eso faltaban seis horas. El centro de  La Habana estaba a quince   kilómetros de distancia. Como los taxis  costaban 25 dólares –más que mi   presupuesto total para el próximo mes–  iba a tener que andar.
 
La  misma mujer sacó del bolsillo de su  uniforme un par de monedas de   aluminio que me dio: 40 centavos, dos  centavos de dólar estadounidense.   En la autopista, a unos cuantos  kilómetros de allí, quizá encontrara  un  autobús urbano. Y en La Habana  podía encontrar, debía encontrar, la   forma de sobrevivir durante un  mes. Tuve que echarme la mochila a la   espalda y ponerme a caminar. Las  monedas de aluminio tintineaban en mi   bolsillo. Salí de la terminal,  crucé el aparcamiento, cogí una salida  y  giré por la única carretera  dejando el mundo exterior tras de mí  con  cada paso. Cada pocos minutos  se paraba un taxi tocando la bocina,  o lo  hacía un coche privado que me  ofrecía llevarme por la mitad del  precio  oficial. Yo seguí caminando y  dejé atrás la vieja terminal  junto a  campos llenos de maleza. Los  carteles anunciaban viejos  mensajes: “Bush  terrorista”. Al cabo de  cuarenta minutos pasé por  encima de un cruce de  vías de ferrocarril,  salí de la autopista y tuve  suerte. El autobús a La  Habana estaba justo  allí. Una hora más tarde  estaba en el centro de La  Habana y buscaba a  pie a un viejo amigo.
 
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Las primeras personas con las que hablé en la ciudad
–gente a la que no conocía y que vivía cerca de la casa de mi amigo1– mencionaron el sistema de racionamiento. Sin que les instara a hacerlo, sacaron sus libretas de racionamiento y refunfuñaron.
 
La   libreta es el documento fundacional de la vida cubana. Nada   importante  del sistema de racionamiento ha cambiado: aunque ahora se   imprime en  formato vertical, la libreta es idéntica a la que se ha   emitido  anualmente durante décadas.
 
Lo  que ha cambiado es la tinta: hay  menos cosas escritas en la  libreta.  Hay menos entradas, por cantidades  menores, que en 1995,  durante la  hambrienta época del Periodo  Especial. En los años  posteriores, la  economía cubana se ha recuperado,  pero el sistema de  racionamiento  cubano no. En 1999, un ministro de  desarrollo cubano me  dijo que la  ración mensual aportaba la comida  suficiente para diecinueve  días, y  predijo que esa cantidad no tardaría  en aumentar. Pero ha  disminuido.  Aunque la cantidad total de comida  disponible en Cuba es más  grande, y  el consumo calórico ha aumentado,  eso no es gracias al  sistema de  racionamiento. El crecimiento ha tenido  lugar en los mercados   privatizados, los huertos cooperativos y las  importaciones masivas,   mientras que la producción estatal de alimentos  cayó un 13 por ciento  el  año pasado y la ración se encogió con ella.  Por lo general, se   considera que ahora una ración alimentaria mensual  solo da para doce   días. Yo estaba allí para hacer mis propios cálculos:  ¿cómo podía uno   sobrevivir un mes con comida para doce días?
 
Solo   hay una libreta de racionamiento por familia. Los bienes son    distribuidos en una serie de bodegas de barrio (una para la leche y los    huevos, otra para las “proteínas”, otra para el pan, la más grande  para   alimentos secos y todo lo demás, desde el café hasta el aceite o  los   cigarrillos). Cada tienda cuenta con un dependiente que escribe la    cantidad entregada a la familia. Los vecinos de mi amigo –marido,  mujer,   nieto– habían recibido una ración estándar de alimentos  básicos, que   constaba, por persona, de:
 
-Dos kilos de azúcar refinada
 
-Medio kilo de azúcar en bruto
 
-Medio kilo de grano
 
-Un pescado
 
-Tres panecillos
 
Se rieron cuando les pregunté si había buey.
 
–Pollo –dijo la esposa, pero eso provocó aullidos de protesta.
 
–¿Cuándo ha habido pollo? –preguntó su marido.
 
–Es verdad –dijo ella–. Hace ya meses que no hay.
 
La   ración de “proteína” era entregada cada quince días y era una    misteriosa carne molida mezclada con una gran cantidad de pasta de soya    (si la carne era de cerdo, aquello se llamaba con falsedad picadillo; si era pollo, se llamaba pollo con suerte).    Normalmente había suficiente para cuatro hamburguesas al mes, pero en    enero, hasta el momento, solo habían recibido un pescado, normalmente    una caballa seca y aceitosa.
 
Y estaban los huevos. La fuente de proteínas más fiable: los llamaban salvavidas. Antes había un huevo al día, después fue un huevo cada dos, y ahora un huevo cada tres. Yo tendría diez para el mes siguiente.
 
El   marido se gastaba una cuarta parte de su pequeño salario en la   factura  de la electricidad. La familia sobrevivía porque, en su trabajo   como  chofer del Estado, podía robar unos cinco litros de gasolina a  la   semana.
 
Al  fin, mi amigo apareció y me llevó a un domicilio  particular en el   barrio de Plaza, donde había acordado el alquiler de  un apartamento   para el mes, el único gasto que dejo fuera de la  contabilidad. Era   espartano al estilo cubano: dos habitaciones, sillas  sin cojines, un   hornillo doble sobre una encimera y un refrigerador de  la mitad del   tamaño habitual. Me vacié los bolsillos y guardé la comida  que había   comprado en el aeropuerto de las Bahamas: algunas  rosquillas, una lata   de refresco de fruta, sándwiches y –mi alijo de  emergencia– un paquete   de palitos de sésamo del avión. Tras el viaje de  catorce horas desde   Nueva York, me comí uno de los sándwiches y me fui  a dormir.
 
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El   segundo día, mordisqueé una rosquilla de sésamo y me la acabé sin    darme cuenta, como si siempre fuera a haber una más. De acuerdo con una    aplicación de mi celular que contaba calorías, la rosquilla tenía 440.    Todo lo que iba a comer en el mes siguiente sería introducido en ese    pequeño teclado, registrado, sumado por días y semanas, divido en    proteínas, carbohidratos y grasa, convertido en gráficos de barras. Un    hombre activo de mi tamaño –un metro noventa, 105 kilos– necesita    alrededor de 2,800 calorías diarias para mantener el peso. No disponía    aún de otra comida, y me acabé el desayuno cuando el empleado que    trabajaba para mi casera me dio dos dedales de café repleto de azúcar    (75 calorías).
 
Del  mismo modo en que los cubanos explotan  vacíos para sobrevivir,  yo  utilicé mi evidente carácter de extranjero  en beneficio propio: ese   día entré y salí de elegantes hoteles en los  que pocos cubanos podían   entrar. Eso me dio acceso al aire  acondicionado, papel higiénico y   música. Burlé la seguridad del Habana  Libre, el viejo Hilton, y subí en   ascensor hasta el último piso, que  ofrecía unas asombrosas vistas de  La  Habana al anochecer. El club  nocturno todavía no estaba abierto,  pero  entré de todos modos y vi que  había un ensayo. Un roquero ruso,   acompañado por más de treinta  músicos, ensayaba sus canciones en   preparación para el concierto de más  tarde. Habían recibido agua   embotellada y té, que yo consumí en  grandes cantidades. El sabor   astringente del té –matizado por una gran  cantidad de azúcar–  finalmente  tuvo sentido para mí. Aquella era la  bebida del monje  novicio, con frío  y hambriento. Mataba el hambre.
 
Se había servido el catering. Solo quedaba un sándwich y medio de queso, abandonado en una servilleta cerca de la sección de cuerdas. Durante un crescendo,    me los metí en el bolsillo. Caminé durante una hora cruzando La  Habana   hasta llegar a mi habitación. Pasé junto a docenas de nuevas  tiendas,   carnicerías, bares, cafeterías y cafés, pizzerías y otros  prolíficos   abastecedores de comida obtenible con divisa fuerte. Me  entretuve   mirando los inmensos pechos de pavo congelados que se  vendían en un   escaparate.
 
Cuando  llegué a mi habitación, los sándwiches se  habían desintegrado  en mis  bolsillos y se habían convertido en una masa  de migajas,  mantequilla y  algo parecido al queso, pero me los comí  lentamente,  prolongando la  experiencia. Siempre me había reído de los  cubanos que  halagaban el  régimen a cambio de un bocadillo, pero al  segundo día yo ya  estaba  dispuesto a denunciar a Obama a cambio de una  galleta.
 
La  mañana del tercer día paseé durante más de dos  horas por La  Habana en  busca de comida. Quemé 600 calorías, el  equivalente de  aquellos  sándwiches de queso. Erróneamente, había dado  por hecho que  podría  comprar la comida que necesitara durante ese mes.  Pero, como   americano, no tenía derecho al racionamiento, gracias al  cual el arroz   cuesta un penique el medio kilo. Como “cubano” viviendo  con 15  dólares,  no podía permitirme comprar la comida fuera del  sistema, en  las caras  tiendas que aceptaban dólares. Los cubanos  llamaban a esas  pequeñas  tiendas, que vendían cualquier cosa desde  pilas o buey hasta  aceite de  cocina y pañales, el shopping. Después de horas de frustración, incapaz de comprar comida, volví en autobús a mi apartamento.
 
No almorcé. Traté de leer, pero solo había llevado conmigo libros sobre penurias y sufrimiento, como Les Misérables. Empecé con una reflexión más fácil y cómica sobre la soledad y la privación, Sailing alone around the world, de    Joshua Slocum, y consumí 146 páginas el primer día. Slocum cruzó el    Atlántico a base de poco más que galletas, café y peces voladores, y    sentí una satisfacción especial cuando, en mitad del Pacífico, descubrió    que sus papas estaban llenas de gusanos y se vio obligado a tirar por    la borda valiosas raciones. Pero después hacía cosas desconsideradas,    como preparar un estofado irlandés o recurrir a un poco de venado    ahumado de Tierra del Fuego. A un barco con el que se cruzó, hasta le    lanzó una botella de vino español, el muy cabrón. Leyendo a ese ritmo,    también me quedaría sin libros.
 
Al  fin, incapaz de continuar  inmóvil tumbado, salí de la casa y,   siguiendo un consejo, encontré una  casa a unas pocas manzanas de   distancia en cuya puerta había un cartel  de cartón en el que decía  café.  Tras la casa había una ventana con  barrotes y metí entre ellos  el  equivalente a 40 centavos. Una mujer  sacó un panecillo lleno de  carne  procesada. Por otros doce centavos  conseguí un vaso pequeño de  zumo de  papaya. Aunque intenté comer  lentamente, la comida desapareció  en un  momento. A ese ritmo –medio  dólar la comida– todo mi dinero   desaparecería, y salí del patio  posterior prometiéndome que no comería   casi nada para cenar.
 
Por   la mañana me esperaban peores noticias cuando, al vestirme,  descubrí   que la cremallera de mis pantalones se había roto. En otro  esfuerzo   para parecer y sentirme cubano, solo me había llevado dos pares  de   pantalones. Los pantalones son uno de los artículos no comestibles  que   se distribuyen mediante racionamiento, y eso solía significar un par   al  año. La mayoría de los cubanos se arreglaban con un par de piezas de    cada tipo de ropa. Así que tendría que arreglar la cremallera. No  había   pantalones en enero. Unos cuantos débiles intentos de arreglarla  yo   mismo fracasaron. Iba a tener que gastar algo de dinero, o  intercambiar   algo, por el trabajo de sastre. Desayuno: café, dos  tazas, con azúcar.   75 calorías en total.
 
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El   cuarto día fui a comprar comida, una experiencia absurda. Por    casualidad, me había quedado con un departamento cercano al mejor y más    grande mercado de La Habana, que no era bueno ni grande. El mercado  era   un agro, un mercado para productos agrícolas. En ocasiones  son   llamados mercados de granjeros, pero no existe allí la calidez del   trato  entre granjeros y consumidores, solo un grupo de puestos   ruidosos,  atestados y sudorosos que venden una estrecha variedad de   productos a  precios marcados por el Estado: piñas, berenjenas,   zanahorias, pimientos  verdes, tomates, cebollas, yuca, ajo, plátanos, y   no mucho más. Había  un espacio separado especializado en cerdo, con   montones temblorosos de  una carne rosa claro que era cogida por hombres   con las manos desnudas y  cortada con cuchillos romos. Yo no podía   permitirme la carne, aunque la  “grasa” se vendía a solo 13 pesos (o 49   céntimos de dólar) el medio  kilo.
 
Esperé en la fila para cambiar todo mi dinero –18 pesos convertibles– en pesos cubanos normales.2    El montón de billetes raídos y sucios resultante ascendía a 400  pesos,   unos 16 dólares al cambio en las calles de La Habana. Después  me abrí   paso trabajosamente entre la muchedumbre para comprarme una  berenjena   (10 pesos), cuatro tomates (15), ajo (2) y un pequeño manojo  de   zanahorias (13). En una panadería una mujer que vendía panecillos  afirmó   que era solo para gente con libretas de racionamiento, pero  después me   dio cinco panecillos y me cogió avariciosamente 5 pesos de  la mano.  Solo  recibí un poco de amor del vendedor de tomates, que me  regaló uno.   Compré un kilo y medio de arroz por poco más de diez  centavos de  dólar, y  un poco de frijoles, lo que sumó unos  catastróficos 2 dólares,  con lo  que, a fin de cuentas, solo tendría  para unas cuantas comidas.
 
Jóvenes   jineteros me siguieron hasta la salida susurrando:  “Camarones,   camarones, camarones.” Afuera, un hombre vio que me acercaba  y se subió   a un árbol del que descendió con cinco limas que me ofreció  (no era  un  limero, sino el lugar en el que ocultaba sus productos de  mercado   negro). Volví a casa portando el peso del arroz y la verdura con  el   aspecto, como dijo mi casera más tarde, de un hombre divorciado    iniciando una nueva vida.
 
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Las   calorías acumuladas me llevaron inevitablemente a especular  sobre el   otro lado de las cosas: el dinero. ¿Cómo iba a sobrevivir un  par de   semanas más si me gastaba el equivalente a 2 dólares como si  nada?   Seguí caminando a todas partes y dedicando una hora entera a pie  para   vagar por los hoteles para turistas del Vedado (en ningún caso  volví a   ver una bandeja de sándwiches), o a apretar la cara contra los   barrotes  de algún restaurante, observando, con cuatro o cinco cubanos,   cómo el  grupo tocaba un mambo para extranjeros.
 
Cada día se me acercaban cubanos que me decían, con una frase u otra, “dame dinero”. Mis    propias opciones serían lúgubres en las semanas siguientes. ¿Debía    plantarme en una esquina y pedir dólares a extranjeros? ¿Cuánta hambre    tenías que pasar antes de convertirte en la chica adolescente que    paseaba por una acera del Vedado esa tarde y que, sosteniendo a un bebé    contra su cadera, se volteó y me dijo: “¿Quieres una chica sucky sucky?”
 
Si   yo iba a chupar algo, sabía lo que iba a ser. Me quedé observando  los   Ladas que pasaban y tratando de ver cuántos de ellos tenían tapa en   el  depósito. Con unos tubos y una jarra podía conseguir cinco litros de    gasolina y venderlos a través de un amigo en el Barrio Chino. Pero    todos los coches en Cuba tenían tapas de depósito con llave o pasaban la    noche encerrados. Demasiados hombres más duros que yo se dedicaban ya  a   eso. No es una isla para ladrones amateurs.
 
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Necesitaba café, pero en ninguna de las tiendas había. Hasta los shopping    de pesos convertibles del vecindario estaban sin café, y tras   repetidas  visitas a los supermercados de divisa fuerte en el Vedado y   varios  hoteles supe que no habían tenido café en todo el mes. En una   ocasión  había visto medio kilo de Cubacafé, esa cosa oscura dedicada a   la  exportación, en un cine de La Habana Vieja. Pero valía 64 pesos y   aunque  tuviera síndrome de abstinencia no podía pagar eso ni caminar   tan  lejos. Vi desde la ventana del baño que la tienda de racionamiento    estaba abierta, así que me dirigí hacia ella.
 
Había  cinco  sacos de café en la estantería. Era la marca doméstica  color  café  claro, Hola. La primera bolsa de dos kilos se vende a un  peso, y a  5  las siguientes. Una docena de personas estaban tratando de  hacerse  con  pan y arroz, así que tuve tiempo para estudiar las dos  pizarras en  las  que estaban escritos los bienes que había disponibles.  En la  pizarra  más grande estaban los bienes básicos del racionamiento.  Los  primeros  dos kilos de arroz costaban 25 centavos; el siguiente kilo,   90. No se  permitían más de tres kilos de arroz al mes, para impedir la   reventa  con fines de lucro. En la pizarra estaban los “productos   liberados”,  una lista más breve de cigarrillos y otros artículos que   podían  comprarse sin límites.
 
Grité  “El último” y ocupé un lugar en la  cola tras el último  cliente. No  tardó en llegar una mujer con una  bolsa de plástico, gritó  “El último”  y yo levanté un dedo. Ahora ella  era la última.
 
Me  atendió un hombre sonriente pero agitado. Era  alto, negro, con  una  barba descuidada e irregular. Agitó las manos  cuando le pedí café.  No  eran necesarias palabras: un extranjero no  podía comprar alimentos   racionados, y de todos modos no había café.  Traté de conseguir algo de   tiempo, manteniendo mi parte de la  conversación mientras él permanecía   en silencio y hacía gestos. “¿No  hay café en ninguna parte? He estado  en  toda la ciudad buscando café.  Nadie tiene. Me gusta mucho el café.   ¿Sabes qué quiero decir?”
 
–Los   cubanos beben mucho café –dijo al fin. Establecido un vínculo  entre   nosotros, meneé la cabeza hacia adelante y hacia atrás y le  pregunté si   no había ningún sitio en el que pudiera conseguir café.
 
–No –contestó.
 
¿En serio? ¿Quizá alguien tenía? ¿Aunque fuera solo un poco?
 
Él meneó la cabeza. El gesto de quizá.
 
–¿Quién?
 
–La señora... –dijo.
 
–¿Dónde la encuentro?
 
Como   si guiara a un hombre ciego, el hombre salió de detrás del  mostrador,   me cogió del brazo y me llevó a la calle. Caminamos solamente  diez   pasos por la acera. Giró hacia la primera puerta y como quien no  quiere   la cosa le tocó el culo a una mujer que pasaba. “¡Eh! –gritó  ella–.   ¿Quién es?”
 
Nos  detuvimos en un piso que estaba situado encima  de la tienda de   racionamiento. Tocó la puerta. Respondió una mujer con  un bebé.
 
–Café –dijo.
 
Saqué un billete de 20 pesos. Ella me dio una bolsita de Hola y me devolvió 5 pesos.
 
–¿Eso   es todo? –Era tres veces el precio de venta en el mostrador a  pocos   escalones de distancia, pero más tarde descubrí que también los  cubanos   pagaban ese sobreprecio.
 
Él asintió. Se llamaba Jesús.
 
Volvimos a la tienda.
 
–¿Pan? –pregunté. Consultó a su supervisor, que soltó un “No” tan alto que todos los clientes en la tienda lo oyeron.
 
Lo   pregunté de nuevo. Le volvió a preguntar a su jefe. Esta vez no  dijo   que no. Le di el billete de 5 pesos y me dio cinco panecillos.
 
A   partir de entonces, pude comprar todo lo que quise. Con Jesús de  mi   lado, no me hicieron preguntas. Nunca necesité una libreta de    racionamiento para los alimentos básicos, y durante el resto del mes    pagué el mismo precio que los cubanos por la misma comida de mierda.
 
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El   sexto día me dirigí hacia los suburbios cruzando a pie mi barrio,    Plaza, por Vedado y hacia el oeste, más allá del inmenso cementerio de    Colón, hogar de los mausoleos y los ángeles en pleno vuelo de las    familias cubanas que fueron ricas, así como los sepulcros de hormigón de    clase media. Un joven llamado Andy me acompañó un rato, entusiasmado    por oír cosas sobre América (“Todos queremos ir para allá”), y me  invitó   a una barbería propiedad de su amigo. De nuevo a solas, pasé  ante uno   que otro café y estudié cada uno de sus pequeños puestos. Uno  ofrecía   “pan con hamburguesa” por 10 pesos, el precio más bajo que  había visto   hasta el momento. Pero seguía siendo demasiado para ese  día.
 
Me   uní al mundo del peatón de largo recorrido, paseé por una docena  de   avenidas y más de veinte calles en el transcurso de una hora y  encontré   un pequeño puente sobre el río Almendares que separa La Habana    propiamente de la Gran Habana. Los exiliados rezuman nostalgia del    Almendares, cuyo retorcido curso está rodeado de parras e inmensos    árboles, pero a mí siempre me ha parecido deprimente o hasta aterrador:    una frontera húmeda y fangosa entre la ciudad enérgica y las casas    inmensas (y caras) de los suburbios occidentales. Desde un puente bajo    cercano al mar vi lo que quedaba del mundo marinero: una docena de    cascos hundidos, unas cuantas casas-barco arruinadas y casetas para    barcos abandonadas. Solo se movían dos botes: una lancha de la policía y    un microyate sin mástil de unos veinte pies, al parecer incapaz de    llegar a Florida.
 
Giré  a la derecha hacia Miramar, pasando ante  algunas de las más  grandes  mansiones de Cuba y muchas embajadas.  Aquella era “la zona de  las  bolsas de dinero, empresas extranjeras y  gente con linaje”, dice una   prostituta en el libro Havana Babylon. “Vivir en Miramar, aunque fuera en un lavabo, era un signo de distinción.”
 
Me   seguían dos mujeres que agitaban una gigantesca lata de salsa de    tomate y gritaban “¡15 pesos! ¡Para nuestros hijos!” Seguí pero después    me di cuenta de que había cometido un error. Por 15 pesos, el bote de    salsa de tomate para restaurantes habría sido un buen negocio. La  comida   robada era la comida más barata. Y nada podía ser más normal  que  pasear  por ahí con una inmensa lata de algo.
 
Unas  cuadras más  adelante me topé con el Museo del Ministerio del   Interior. El personal  del museo eran mujeres con uniformes caqui del   MININT con charreteras  verdes y faldas hasta la rodilla. La entrada   costaba 2 CUC, me dijeron.  No podía pagar eso, por supuesto. ¿Cuánto le   costaba a un cubano?,  pregunté. Pregunta equivocada. No se regatea  con  el minint.
 
Dije   que volvería en otro momento, pero me entretuve en la  recepción, que   contaba con sus propias exposiciones: hileras de  metralletas, fotos de   los inmensos cuarteles centrales del MININT cerca  de mi apartamento, e   inmensas citas de Raúl Castro y otros funcionarios  elogiando a los   patriotas del MININT por proteger a la nación.
 
Una de las mujeres, con el pelo recogido en un tenso moño, me observaba. Aunque no tomé notas ni fotos, era astuta.
 
–¿Quién es usted? –preguntó.
 
Sonreí y me volví para marcharme.
 
–¿Es usted periodista? –exigió.
 
–Turista –dije, volviendo la cabeza, y me alejé a toda velocidad.
 
–¿Tiene acreditación para estar aquí? –gritó detrás de mí.
 
Seguí   hacia el oeste a pie durante media hora más. Cuando llegué a  la casa   de Elizardo Sánchez, uno de los objetivos del MININT, estaba  cubierto   de sudor.
 
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Cuando   le dije a Sánchez que había andado hasta allí, como parte del   proyecto  de pasar treinta días viviendo y comiendo como un cubano, me   mostró su  libreta. “Lo llaman cuaderno de suministros, pero es un   sistema de  racionamiento, el más antiguo del mundo. Los soviéticos no   tuvieron  racionamiento tanto tiempo como Cuba. Ni siquiera los chinos   han tenido  racionamiento tanto tiempo.” Las carencias empezaron poco   después de  la Revolución; un sistema para la distribución controlada de   bienes  básicos se estableció en 1962.
 
Después  de cincuenta años de  Progreso, el país estaba en bancarrota.  En 2009,  los chícharos y las  papas habían sido eliminados del  racionamiento, y  las comidas baratas  en los lugares de trabajo se  redujeron a  porciones del tamaño de un  aperitivo. “Se habló de eliminar  cosas del  racionamiento, o de hacerlo  desaparecer por completo”, me dijo   Sánchez, repitiendo el rumor que  cautivaba a todos los cubanos. Pero el   rumor había muerto el 1o de  enero de 2010, cuando se entregaron  nuevas  libretas, como siempre.
 
Sánchez   era felizmente ignorante de las artes domésticas. “Dos kilos  de arroz  a  25 centavos”, dijo, tratando de recordar su asignación  mensual.  “Creo.  Y, oh, el quinto medio kilo a 90 centavos, creo.  Consultemos a  las  mujeres. Ellas dominan ese asunto.”
 
Llamó  a su esposa de hecho,  Bárbara. Aparte de ser abogada y  trabajar en  casos de prisioneros,  cocinaba y ayudaba a su madre y a otra  mujer a  llevar una panadería  desde la cocina. Habían comprado un saco  de  harina “a la izquierda”, es  decir, harina robada comprada a un   contacto. Costó 30 pesos. Con eso y  algo de buey molido comprado en la   trastienda de una carnicería,  hacían pequeñas empanadas que vendían a   tres pesos cada una, alrededor  de ocho por un dólar. Así era como Cuba   salía adelante: en las tiendas  de racionamiento trabajaban vecinos  que  robaban y revendían los  ingredientes, que después eran convertidos  en  productos acabados y  vendidos a esos mismos vecinos. Ocho  empanadas eran  una comida, pero un  dólar estaba inconcebiblemente por  encima de mi  presupuesto. Bárbara  me dio dos. Acabé con cada una de  ellas de un  bocado.
 
Ella   escuchó impertérrita mientras le explicaba mi intento de vivir  del   racionamiento. “Es un gran plan para adelgazar”, dijo. Otro  disidente   que visitaba la casa, Richard Roselló, terció. Había estado  llenando un   cuaderno con el precio de bienes en los mercados paralelos,  también   llamados mercados clandestinos o negros. “Un problema es la  comida”,   dijo Richard, “pero otro es ¿cómo pagas la factura de la luz,  del gas,   la renta? El costo de la electricidad ha subido entre cuatro y  siete   veces, comparado con antes.” Elizardo pagaba casi 150 pesos  mensuales   por la electricidad, una cuarta parte del salario medio.
 
¿Cómo   salir adelante? “Los cubanos inventan algo”, dijo Bárbara. Una  trampa   era “revender” tus artículos baratos y racionados a precios de   mercado.  Yo, finalmente, había conseguido mi asignación de diez huevos   de ese  modo. Sin una libreta de racionamiento no podía comprar huevos    legalmente. Pero al anochecer del día anterior había esperado cerca de    la tienda de huevos de mi vecindario y establecido contacto visual  con   una anciana que había salido de ella con treinta huevos, la  asignación   mensual de tres personas. Ella los había comprado por 1.5  pesos la pieza   y me vendió diez por dos pesos cada uno. Inmediatamente  se gastó el   dinero en más huevos y consiguió así un beneficio de tres  huevos y unas   cuantas monedas. Ambos nos encaminamos hacia nuestras  casas con  cautela,  temerosos de aplastar un mes de proteínas por culpa  de un  tropezón.
 
Bárbara  señaló entonces un terrible error en mi plan.  En los últimos  años, la  mayoría de las fuentes del exterior de Cuba  señalaban que el   racionamiento incluía dos kilos y medio de frijoles.  Pero hacía años  que  eso había dejado de ser cierto. Ese mes, la  asignación era de  apenas un  cuarto de kilo.
 
Diez mil calorías acababan de evaporarse de mi mes.
 
Para   compensar ese golpe, Bárbara decidió ofrecerme una “típica”  comida   cubana. Esta empezó con arroz que, con ocho o diez kilos por  persona al   mes, era la base de la dieta cubana. Cada ciudadano podía  comer al  día  casi todo el arroz cocido que cabe en una lata de leche   condensada.  Era arroz vietnamita de poca calidad y era llamado   “criollo”, “feo” o  “microjet”, esto último en burlona alusión a uno de   los planes de Fidel  para aumentar la producción agrícola mediante  riego  por goteo. Una  comida típica incluía la mitad de una lata de  arroz  cocido (la otra  mitad había que guardarla para la cena); era una  pasta  pegajosa, pero  sabía bastante bien aliñada con mi hambre.
 
Después  llegó una  sopa de frijoles. Solo contenía un puñado de  frijoles, pero  el caldo  era sabroso gracias al sabor de los huesos de  buey. (“10  pesos medio  kilo de huesos –señaló Bárbara–. Mucha gente no  puede  permitírselo.”)
 
No había probado la carne en seis días.
 
Después   me dio la mitad de una yuca pequeña. “¡Mucho mejor  nutricionalmente   que la papa!”, gritó Elizardo desde algún lugar al otro  lado del   pasillo.
 
También  hubo un huevo frito, aunque, como señaló  Elizardo con otro  grito:  “Cómete ese huevo hoy y no comerás huevo  mañana.” Ni pasado  mañana.
 
El  huevo era maravilloso. Con mi  estómago encogido, toda la comida,   incluidas dos pequeñas empanadas,  era perfectamente suficiente.  Mastiqué  los huesos para extraer pequeñas  cantidades de carne. Eso era  lo mejor  que había comido en días. Con  mucho cuidado, Bárbara guardó  el aceite de  la sartén.
 
Richard,   con su pequeña libreta de precios, señaló las implicaciones  de comer   así. Una “cesta mensual” de comida racionada (que en realidad  duraba   doce días) costaba 12 pesos por persona, según el cálculo del  gobierno.   Durante los diez días siguientes la gente tenía que comprar la  misma   comida por unos 220 pesos en el mercado libre, el paralelo y el  negro.   Eso solo te daba veintidós días. Un mes costaba unos 450 pesos,  más  que  todo el ingreso de millones de cubanos, y eso no incluía ropa,    transporte o artículos domésticos.
 
Ya  nadie podía permitirse  tazas y platos. Se robaban de empresas   estatales cuando era posible y  se vendían en el mercado negro. La ropa   tenía que comprarse usada, en  reuniones de trueque llamadas troppings en burlona alusión a los shoppings    para divisa fuerte. Los que se quedaban sin comida la rebuscaban en    contenedores o se convertían en alcohólicos para calmar el dolor, dijo.
 
Elizardo   regresó. “Esto no es Haití o Sudán –dijo–. La gente no se  desmaya en   las calles, muerta de hambre. ¿Por qué? Porque el gobierno  garantiza   dos kilos o tres de azúcar, que tiene muchas calorías, y pan  cada día, y   suficiente arroz. El problema de Cuba no es la comida ni la  ropa. Es   la falta total de libertad civil, y por lo tanto de libertad   económica,  que es la razón por la que tienes que tener libreta.”
 
Como  en  el resto del mundo, el problema de la comida es en realidad  un  problema  de acceso, de dinero. Y el problema de dinero es un problema   político.
 
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El   séptimo día descansé. Tendido en la cama con Victor Hugo, perdido  en   la prueba de la bondad del hombre, me podía olvidar durante una hora   de  que me dolían las encías, de que tenía la garganta llena de saliva.
 
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La   Habana estaba cambiando, como lo hacen las ciudades. La zona   histórica  había sido puesta bajo control de Eusebio Leal Spengler, el    historiador de la ciudad. Leal había dado especial prioridad al    abastecimiento de la construcción: mano de obra, camiones, herramientas,    combustible, canalizaciones, cemento, madera, hasta grifos e  inodoros.   Pero esa no era la razón por la que la gente lo adoraba. No,  me  explicó  mi amigo, el acceso “privilegiado” a los abastecimientos   significaba  simplemente que había más que robar.
 
Un   amiga mía estaba reformando su casa con la esperanza de alquilar    habitaciones a extranjeros, y ciertamente al cabo de unos pocos minutos    se produjo el chirrido de unos frenos de camión y se oyó un fuerte    bocinazo. Su marido me hizo una señal urgente y abrimos la puerta de    entrada. Un camión de remolque descubierto estaba esperando. En sesenta    segundos, los tres descargamos más de doscientos cincuenta kilos de    sacos de cemento Portland. El marido pasó un fajo de billetes al    camionero, que no tardó en arrancar y largarse. Había ganado dinero con    el cemento destinado a alguna construcción. Nos pasamos media hora    llevando los sacos a un rincón oscuro en la sala de atrás y los cubrimos    con una lona porque estaban impresos con tinta azul, lo que los    señalaba como propiedad del Estado. La tinta verde era para la    construcción de escuelas. Solo el cemento en sacos impresos en rojo    podía ser comprado por los ciudadanos, en tiendas estatales, por 6    dólares el saco.
 
A diferencia de la mayoría de los funcionarios cubanos, Leal había conseguido mejorar la vida de la gente. Él    reconstruyó los viejos hoteles; mis amigos consiguieron más de 250    kilos de cemento para su nuevo búngalo turístico. Él restauró un museo;    ellos robaron láminas metálicas para los tejados. Él mandó camiones de    madera al vecindario; ellos hicieron que desapareciera la mitad de la    madera.
 
El Estado era propietario de todo. La gente se apropiaba de todo. Un sistema de racionamiento al revés.
 
Ayudar   a robar el cemento fue mi primer gran éxito. A cambio de  media hora  de  trabajo, recibí un plato lleno de arroz y frijoles, con un  poco de   plátano y una pequeña porción de picadillo. Al menos 800  calorías.
 
                                                                                           •
 
La   segunda semana fue más fácil: tenía mis dos pequeñas estanterías    llenas de bolsas de arroz y frijoles, unas cuantas yucas a 80 centavos    el medio kilo y una botella de whisky de contrabando todavía medio    llena. Tenía nueve, después ocho, después siete huevos, aunque el    refrigerador estaba por lo demás vacío.
 
Había  abandonado por  completo lujos como los sándwiches (o sándwich,  en  singular: había  comprado uno, pero el gasto todavía me hace  temblar).  El décimo día  descubrí que me quedaban 100 pesos. Como con los  huevos,  imaginaba una  cuidadosa y lenta reducción durante los veinte  días  siguientes, pero mi  presupuesto y mi dieta podían verse igualmente   arruinados por un  resbalón que dejara una yema de huevo en el suelo.   Todo se reducía a la  cuestión de cuánto me duraría el arroz: con solo 5   pesos por día, no  podía permitirme compras importantes durante el  resto  de mi estancia.  Había aprendido a suprimir el apetito al caminar  junto a  las colas de  cubanos que compraban pequeñas bolas de pasta  frita por un  peso cada  una. Mi única indulgencia era una barra de  rígida mantequilla  de  cacahuate hecha a mano por granjeros, que se  vendía por 5 pesos en  los agros.  Con algunas restricciones, esa  tableta de unas seis  cucharadas de  cacahuate molido burdamente y muy  azucarado podía durar  dos días. Podía  verse a los campesinos más  pobres mordisqueando esos  bloques de  mantequilla de cacahuate y  volviendo a envolverlos después de  cada  bocado.
 
Otra  cosa que yo tenía en común con casi todos los  cubanos era que  no  trabajé absolutamente nada en mis treinta días. Es  decir, trabajé   mucho y frecuentemente en mis propios proyectos –cargué  cemento y moví   grava a cambio de dinero, y escribí mucho– pero no era  trabajo  estatal,  ese trabajo que se cuenta en las columnas de la Cuba  oficial,  en la que  más del 90 por ciento de la población es empleada  del  Estado. ¿Por qué  iba a buscar trabajo? Nadie más se tomaba el suyo  en  serio, y el chiste  más viejo de La Habana sigue siendo el mejor:  Ellos  simulan pagarnos,  nosotros simulamos trabajar.3
 
De   modo que tenía tiempo libre. Esa noche oí música y encontré una  serie   de escenarios colocados a lo largo de la calle 23 que culminaba en   una  buena banda de rock que tocaba bajo la luna ascendente. Me senté en   el  pedestal de algún heroico desconocido, la estatua de una madre que    empujaba a su hijo a la batalla. Al cabo de un rato, una niña  pequeña,   de siete u ocho años, vino y se sentó en la piedra.
 
 –¿Caramelo? –dijo.
 
–No tengo.
 
–¿No?
 
–No.
 
–¿Ni uno?
 
–No.
 
Después lo habitual: de dónde eres, dónde vives, qué haces aquí. Y de nuevo:
 
–¿Dinero?
 
–No tengo.
 
–Pero los extranjeros siempre tienen mucho dinero.
 
–Sí, en mi país tengo dinero. Pero aquí vivo como un cubano.
 
–Dame un peso.
 
No   puedo. Estoy jugando, querida. Estoy simulando estar en la ruina.    Estoy viviendo un tiempo como tus padres. No he comido en nueve horas.    En los últimos once días he ingerido 12,000 calorías menos que en mi    dieta habitual. Me duelen los dientes.
 
O, dicho en español:
 
–No.
 
Finalmente   me dirigí a casa para una celebración largamente  esperada. Era   viernes, y esa noche era la semanal Comida de Carne.  Aunque ese día   había sido hasta el momento uno de los peores –menos de  1,000 calorías a   las nueve de la noche, tras mucho andar–, estaba  determinado a   arreglarlo con un festín. Preparé arroz, puse una sola  yuca en la olla a   presión –conocida por los cubanos como “La que nos dio  Fidel”, porque   fueron entregadas en un plan de ahorro energético– y  serví un  precioso  vaso de whisky (250 calorías) con hielo, todo  acompañado con  los  frijoles y el arroz de ayer. Necesariamente, las  raciones eran   pequeñas.
 
Saqué  del refrigerador mis proteínas, una de las  cuatro chuletas  empanadas  del mes. Encendí el fuego sin fijarme y quemé  la chuleta hasta  dejarla  negra, aunque en la mesa demostró estar fría y  macilenta por  dentro.  No era pollo. Ni siquiera era el “pollo  formado”. Los  principales  ingredientes, decía, eran pasta de trigo y  soya. Una  inspección más  cercana reveló que no había nada de pollo. Me  estaba  comiendo una  esponja empanada de solo 180 calorías. Lo que  habría dado  por un  McNugget.
 
Al  final, crucé la barrera de las  2,000 calorías por primera vez en  diez  días, aunque fuera por poco.  Quitando los muchos kilómetros  caminados  y un poco de baile, eso me  dejaba en mi meta habitual de 1,700   calorías. Pero tenía el estómago  lleno cuando me fui a la cama.
 
O  eso creía. Después de dos  horas de sueño, me desperté con  insomnio,  el compañero del hambre. Me  quedé en la cama desde la una  hasta el  amanecer, cinco horas tratando  de matar moscas, dando vueltas y   leyendo a Victor Hugo y Alexandre  Dumas père.
 
Con  todo, no puedo comparar mi situación con  el hambre de verdad.  Como  señala Hugo: “Tras el arte de vivir con poco  está el arte de vivir  con  nada.” Me sumergí en miles de páginas de la  Francia del siglo XIX,   dos autores que describían la Revolución,  marchas forzadas y verdadera   hambre. “Cuando uno no ha comido –escribe  Hugo– es muy raro... Masticó   esa cosa inexpresable que se llama hambre.  Una cosa horrible, que   incluye días sin pan y noches sin sueño.” Y  llegó el amanecer, mi   duodécimo.
 
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De   repente, fortuna y felicidad. La noche siguiente, cuando estaba    sentado delante de mi vivienda contemplando la calle, mi vecino se    acercó por el callejón sosteniendo un teléfono. Una llamada. Para mí.
 
Era   una amiga de un amigo que visitaba Cuba con su novio. Eran    verificables americanos de pies a cabeza y al instante olí la comida    gratis. Habían aterrizado en La Habana y, como no conocían la ciudad ni    el idioma, me invitaban a cenar con ellos.
 
Fuimos  a pasear por  el Vedado y yo evité cuidadosamente pedir  comida,  haciéndome el  estoico. Decidieron cenar en un restaurante para   turistas y por primera  vez comí cerdo.
 
La  tarde siguiente nos encontramos de nuevo.  Les llevé a ver una   iniciación a la santería, una hora de vaporoso  tamborileo en un pequeño   apartamento completado con tres actos  distintos de posesión. Siguió  otra  invitación a cenar en un restaurante  elegante.
 
¡Más cerdo!
 
El  lechón marinado de los  cubanos, el inocente cerdito, con ajo y   naranja amarga y cocinado  lentamente que hasta te lo puedes comer con   una cuchara. Junto a la  refulgente grasa y la proteína, nos sirvieron  un  plato de arroz y  frijoles, exactamente lo que yo comía dos veces al  día  en mi cocina. El  plato daría para cuatro de mis comidas,  expliqué.
 
–Discúlpame –dijo el novio, sirviéndose–. Voy a comerme tu jueves.
 
Como   los centenares de cubanos a los que he dado de comer en el  transcurso   de los años, algo tuve que hacer a cambio de mi cena. Las  tradiciones   de los cultos afrocubanos. La historia de edificios que yo  nunca  antes  había visto. Paseos siguiendo los pasos de Capone, Lansky,   Churchill y  Hemingway. Bromas socialistas. El arte del racionamiento.  El  secreto  del daiquiri. Ambas noches tomé cerdo, arroz con frijoles y  un  par de  cocteles.
 
A  pesar de la carne apenas estaba mejor –solo 2,100  calorías cada  día,  comparadas con mis 1,700 habituales. Pero las  comidas contribuyeron  a  mi bienestar psicológico. Había tenido un  alivio, unas vacaciones, de   la consumidora ansiedad de ver cómo mis  alimentos secos se evaporaban.
 
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La   mañana siguiente encontré a una mujer rebuscando en mi basura.  Quería   botellas de cristal o cualquier cosa de valor: le di mis  pantalones   rotos. Tenía ochenta y cuatro años, la misma edad que mi  madre, y vivía   con una pensión de 212 pesos al mes, un poco más de 8  dólares.  Buscaba  en la basura cosas –para furia de mi casera, que  consideraba  que la  basura era un recurso suyo– y trabajaba como  “colera”, haciendo  cola  por los demás, para cinco familias de la  manzana. Llevaba sus  libretas  de racionamiento a la bodega, recogía y  entregaba el  abastecimiento del  mes y recibía a cambio un total de 133  pesos por  ello. Sorbía un  inhalador para el asma que costaba 20 pesos,  unos 75  centavos de dólar,  pero solo el primero tenía ese precio: los  demás  tuvo que comprarlos  en el mercado negro por varios dólares cada  uno.
 
A  cambio de  mis pantalones, mencionó que la panadería “libre” tenía   pan. Se trataba  de la panadería que operaba fuera del racionamiento,   donde cualquiera  podía comprar una hogaza. El precio era cuatro veces  el  de las  panaderías del racionamiento, pero tenían mucho más pan.  Cogí  una bolsa  de plástico, caminé ocho cuadras (pasando frente a tres   panaderías de  racionamiento vacías) y compré una hogaza por 10 pesos.
 
Mientras caminaba de vuelta a casa, una mujer que iba en dirección contraria me preguntó:
 
–¿Tienen pan?
 
Dobló el paso.
 
Después, cuando pasé junto a un juego de ajedrez a la sombra de una higuera, un hombre alzó la mirada y me preguntó lo mismo.
 
–Sí, hay pan –le dije.
 
Derribó las piezas, enrolló el tablero y ambos jugadores se marcharon hacia la panadería.
 
El   desayuno había sido un pequeño plátano duro comprado a un hombre  en  un  callejón. Con café y azúcar, eran menos de 200 calorías. La comida   era  un huevo y dos rebanadas del nuevo pan, 380 más.
 
Tenía tres dólares en la cartera y diecisiete días por delante.
 
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Un   error catastrófico. Había andado a pie toda la tarde, el azúcar  de mi   sangre estaba descendiendo y al pasar por un callejón vi un  pequeño   pedazo de cartón en el que decía pizza, me detuve y me compré  una. La   pizza básica –un disco de masa de treinta centímetros con cátsup  y una   cucharada de queso– costaba 10 pesos. Pero impulsivamente pedí la    versión con chorizo. Era ahora un tentempié de 15 pesos.
 
En  mi  apartamento, puse sobre la mesa la pequeña pizza y la miré   horrorizado.  Quince pesos eran unos increíbles 60 centavos de dólar que   echarían  por tierra mi presupuesto. Me podría haber comprado kilos de   arroz por  esa cantidad.
 
Mirando  esa cosa raquítica, más pequeña que una  sola porción en  Estados  Unidos, me puse a temblar. Tuve que sentarme.  Después me eché a   llorar. Lo hice durante unos buenos diez minutos,  maldiciéndome.   ¡Idiota! ¡Estúpido! ¡Imbécil!
 
Me  había gastado  una quinta parte del dinero que me quedaba   impulsivamente. Ahora solo  tenía 64 pesos para sobrevivir durante los   diecisiete días siguientes.  ¿Qué iba a ser de mí? ¿Cómo iba a comer   cuando me quedara sin frijoles,  de los que ya no había muchos? ¿Y si   cometía otro error? ¿Y si me  robaban? ¿Cómo llegaría al aeropuerto el   último día si no tenía ni unos  cuantos peniques para el billete de   autobús?
 
Llorar  no solo  libera tensión y miedo, sino también endorfinas.  Cuando la  pizza se  hubo enfriado, también lo había hecho yo. Comí con  cuidado,  con tenedor  y cuchillo, y me bebí un vaso de agua helada. Esa  “comida”  duró menos  de dos minutos. Era el punto bajo de mi mes.
 
Una hora más tarde llamaron a la puerta. La hija de uno de mis vecinos estaba fuera. “¡Patri! –gritaba– ¡Patri!”
 
Salí.   Me dio una caja de zapatos. Pesaba y estaba cubierta de cinta    aislante. Alguien se había detenido –otro americano de visita en Cuba– y    la había dejado. En la cocina corté la cinta y la abrí y encontré una    nota de mi mujer y mi hijo pequeño y tres docenas de galletas de té    hechas en casa.
 
Me comí diez galletas. Emboscada para escapar. Lágrimas para la paz. Maldición para la alegría.
 
Racioné   el resto de las galletas: cinco por día hasta que se  reblandecieran;   después dos al día, y al fin desarmé la caja con un  cuchillo y me comí   las migas.
 
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Una   vez al día cedía a mi vanidad, me quedaba sin camisa delante de  un   espejo y miraba al hombre que no había visto en quince años. Había    perdido dos, luego tres, luego ocho kilos. Pero el estómago y la mente    se ajustan con una aterradora facilidad. La primera semana había estado    asustado y muerto de hambre. La segunda, dolorido y hambriento.  Ahora,   en mi tercera semana, comía menos que nunca pero estaba bien  física y   mentalmente.
 
Había  pasado mi peor día hasta el momento, con  solo 1,200 calorías.  Eso era  lo que comía un prisionero de guerra  americano en Japón durante  la  Segunda Guerra Mundial.
 
Volví   con mis amigos los ladrones de cemento y, después de mucho  esperar,  la  mujer me hizo una cena generosa, riéndose a carcajada  batiente de  “mi  experimento”. Había frito (en aceite robado de una  escuela) un  poco de  pollo molido (comprado a un amigo que lo robó) que  me sirvió  con el  arroz “feo” de una ración y una única y minúscula  remolacha.  Después de  la comida, hasta me hizo un poco de ponche, pero a  la  manera cubana:  una sola cucharada en una taza de café expreso.  También  hubo algunas  cucharadas de papaya (a un peso cada una, en un  mercado  barato que me  recomendó) cocinada con jarabe de azúcar.
 
“Es  imposible”, dijo  de mi intento de ser oficialmente cubano. Para   sobrevivir, todo el  mundo tenía que tener “un extra”, algún ingreso   fuera del sistema. Su  marido alquilaba una habitación a un turista   sexual noruego. Su vecina  vendía comida a los trabajadores que habían   perdido el almuerzo  gratuito de las cantinas. Su madre vagaba por las   calles con jarras de  café y una taza, vendiendo dosis de cafeína. Su   amigo de la esquina  robaba el aceite de cocina y vendía a 20 pesos el   medio litro. Otro  vecino robaba pollo molido y vendía a 15 pesos el   medio kilo. (“Buena  calidad, a muy buen precio, deberías comprar”, y lo   hice.)
 
Su   comida fue la única que tomé aquel día y las calorías se  consumieron  en  un asombroso paseo no solo de una punta a otra de La  Habana, sino a  su  alrededor, más allá de una gigante circunvalación  hasta llegar a  las  calles purulentas, pasando por los grandes hoteles,  las casas  oscuras,  entre gente que dormía sin techo, sentada en cajas de   embalar, siempre  hacia adelante, horas en rotación durante el mediodía,   la tarde, el  anochecer, en anchas avenidas y estrechos callejones,  por  Plaza,  Vedado, Centro, Habana Vieja, Cerro, por Plaza de nuevo,  Vedado  de  nuevo, cuatro, seis, ocho, diez, doce kilómetros, junto a la  estación   de autobuses, el estadio de deportes, agujeros ardientes en  mis   zapatos, después la cama.
 
Me dolían los pies. Pero no sentía la menor queja de
mi estómago.
 
                                                              •
 
Yo   tenía por costumbre decir que un 10 por ciento de todo era robado  en   Cuba, para ser revendido o reutilizado. Ahora creo que la cifra real   es  un 50 por ciento. El delito es el sistema.
 
Un día, en la acera, delante de mi tienda de racionamiento, vi a un adolescente con corte de pelo punk    paseando en su brillante Mitsubishi Lancer y jugando con lo que tomé    por un iPhone. “Esto no es un iPhone –me corrigió–. Es un iTouch.”
 
Se   venden por 200 dólares, 5,300 pesos. Algunas personas tienen  dinero,   incluso aquí. La única certidumbre es que no han conseguido ese  dinero   legítimamente.
 
Caminé  hasta la amplia Riviera, donde la sala de  juego fue  nacionalizada un  año después de su apertura. (Meyer Lansky,  el  propietario, dijo, como  es célebre, que la había “cagado”.) En el   gimnasio me pesé: 95 kilos.  En 18 días había perdido cinco kilos, un   ritmo que en los Estados  Unidos conlleva hospitalización.
 
De camino a casa, una mujer me preguntó dónde se cogía el autobús P2. Farfullé la respuesta.
 
–Oh, creía que era cubano –dijo.
 
Pierdes peso y cambias de nacionalidad. Me reí por su error y seguí caminando, pero un instante después ella me perseguía.
 
–Eh, invíteme a comer –dijo–. Donde sea.
 
Negué con la cabeza.
 
–A comer –me gritó–. A cenar. Como quiera.
 
En casa, abrí el refrigerador y conté: cinco huevos.
 
Como   la mujer que buscaba elP2, me volví directo. Caminé tres  kilómetros   hasta Cerro, un mal barrio. Eso me llevó directamente a un  callejón en   cuyos lados había sendas líneas de camiones oxidados, junto a  un   estadio de deportes que se caía a trozos, por un parque dejado y una    arboleda, hasta la puerta de entrada del Ministerio del Interior. Es el    famoso edificio con un gigante Che Guevara. Estaba vigilado por un par    de soldados con boina roja. El edificio del MININT es fotografiado    constantemente por la singular escultura del Che, pero no quieres estar    dentro. Ignoré a los guardias y seguí hasta el vasto y descuartizado    asfalto de la Plaza de la Revolución. 
 En    el otro lado, caminando con cuidado, pasé junto a la entrada de un    edificio bajo pero inmenso situado en la cima de una grandiosa entrada.    Era el Consejo de Estado, el núcleo del sistema revolucionario, en el    que Raúl Castro supervisaba a los funcionarios de mayor rango.  Soldados   de fuerzas especiales con pistolas y porras vigilaban la  rampa de   entrada; el gobierno se siente suficientemente seguro como  para que solo   un par de pistolas se interpongan entre Raúl y yo.
 
Paseando,  a  veces en círculos, pasé por Cerro y otros vecindarios  hasta que   encontré la casa de Oswaldo Payá, uno de los disidentes más  importantes   de Cuba. Hablamos sobre política, cultura, neoliberalismo y  derechos   humanos, pero lo que me llamó la atención fue su economía  personal.  “Mi  salario es de 495 pesos al mes –dijo–. Eso son diez  comidas para   cuatro o cinco personas. Los sueldos no cubren una quinta  parte de   nuestras necesidades alimentarias. Un sándwich de 10 pesos y  una bebida   de 1 peso es la mitad de mi salario diario. Entre mi ir y  venir del   trabajo, y el viaje a la escuela de mis tres hijos, nos  gastamos 12   pesos al día en transporte, es decir, un 50 o 60 por ciento  de nuestros   ingresos totales.” Él sobrevivía gracias a un hermano en  España que  le  mandaba dinero. “La paradoja es que los trabajadores son  la gente  más  pobre de Cuba. Todos estamos peor que el tipo que vende  perritos   calientes en la gasolinera de la esquina (una empresa de divisa    fuerte).” La mayoría de la gente no tenía CUC y pasaba hambre cada    noche. “No digo que todo en Cuba sea malo, o terrible. Porque tenemos    planes de distribución para alimentar a los pobres, para dar beneficios.    Pero hay otra forma de dominación, mantener a la gente eternamente    pobre. Si me liberan las manos, abriré una empresa y me alimentaré por    mí mismo.”
 
Le  pregunté dónde podía alguien conseguir dinero  para un iPod Touch,  o  cualquiera de los aparatos, bienes de lujo,  coches modernos, sistemas   de sonido y ropa elegante que eran cada vez  más comunes en Cuba. “Un   salario... es igual a pobreza –dijo–. Todos  tienen que robar al sistema   para sobrevivir. Es la tolerada corrupción  de la supervivencia.” Una   pequeña clase media había emergido: “Hombres  de negocios, la mayoría  ex  funcionarios, gente que lleva restaurantes.  Todos gente del  régimen. La  mayoría ex militares o del Ministerio de  Exteriores, y  demás. Todos  tienen conexiones. Todos están dentro del  sistema. Son  intocables.” Y  había un tercer grupo, increíblemente  pequeño pero  “indescriptiblemente”  rico en el interior del liderazgo,  “con grandes  casas, viajes al  extranjero, todo. El pueblo cubano sabe  que este  grupo existe, pero  nunca los verás, es imposible”.
 
Durante   nuestra charla de una hora, su mujer, Ofelia, otra activista  pro   derechos humanos, me trajo un vaso de zumo de piña. Oswaldo dio fin  a   la conversación y me dijo que volviera a comer y tomar un mojito  cuando   quisiera.
 
Me quedé en la silla. Toda esa charla sobre comidas futuras me había llenado la boca de saliva. Ofelia lo vio y no tardé en oír cómo freía pollo en la cocina.
 
Comimos   sopa de tomate, tomates, arroz y unas lentejas amarillas.  Sirvió un   poco de proteína, un puré gris que tomé por picadillo del  gobierno   porque sabía a soya y pedazos de algo que en el pasado había  sido un   animal. Pero Ofelia sacó el envoltorio de la basura. Era carne  de pavo   “separada mecánicamente” de Cargill, en Estados Unidos, parte de    cientos de millones de dólares en productos agrícolas vendidos a Cuba    cada año bajo una exención del embargo. Era casi incomible, incluso en    mi estado hambriento, pero Ofelia estaba refulgente. “Es mucho mejor  que   el pavo que teníamos antes”, dijo.
 
De  camino a la salida,  Oswaldo trató de darme 10 pesos. “Todos los   cubanos harían esto por  usted”, dijo. Me dijo que me lo gastara en   comida, pero lo rechacé  apartando los billetes. No podía recibir dinero   de una fuente, aunque  no había tenido escrúpulos con la comida.   Insistió. Al final, para  evitar volver a casa caminando, acepté una   moneda de un peso para el  autobús.
 
Oswaldo me acompañó por su arenoso vecindario, lleno de observantes adolescentes, hasta una parada de autobús.
 
–Póngase pantalones largos –fue su último consejo. Solo los turistas andan por ahí con pantalones cortos.
 
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Hacía   mucho tiempo que me había acabado el whisky y no me era fácil    disfrutar de Cuba sin una copa. Oswaldo Payá me había puesto la mosca    detrás de la oreja al decir: “Tomar una copa es uno de los derechos que    todos tenemos.” Había llegado el momento de conseguir algo de licor.
 
El   único alimento que tenía en abundancia era el azúcar. Ni siquiera  me   había molestado en recoger mi asignación de azúcar bruto, porque en    tres semanas apenas había consumido la mitad de dos kilos y cuarto de    azúcar refinada. El proceso de hacer ron es simple, al menos en teoría.    Azúcar más levadura es igual a alcohol. Destilación es igual a alcohol    más fuerte. Nunca había destilado antes, pero recientemente había    visitado la destilería Bushmills en Irlanda del Norte y, reconfortado    por las notas de Chasing the white dog, de Max Watman, me abrí paso hacia la felicidad.
 
El   primer paso era preparar una solución con bajo contenido  alcohólico.   Ya tenía el azúcar. Fui a la panadería libre, donde una  muchedumbre   decepcionada esperaba que las máquinas produjeran otra  hornada de pan.   En la puerta de atrás, le hice un gesto a una panadera y  le pregunté  si  podía comprar un poco de levadura. “No –dijo–. No  tenemos  suficiente  para nosotros.” En un ritual ahora familiar, insistí  un  poco, charlé  con ella, y no tardó en sacar media bolsa de levadura   –hecha en  Inglaterra– por la reja. Traté de pagarle, pero se negó.
 
Después   traduje la prosa de Watman con una calculadora y convertí  las medidas   al sistema métrico con la esperanza de acertar. Un kilo de  azúcar   requeriría poco menos de cuatro litros de agua. Como era propio  de La   Habana, el agua era el mayor obstáculo: el agua del grifo de la  ciudad   contiene mucho magnesio. Mi casera tenía un purificador de agua    coreano, pero estaba roto. Tardé treinta y seis horas en gorronearle    cuatro litros de agua purificada. Después limpié a conciencia mi olla a    presión, la probé, reparé sus sellos de goma, la esterilicé y eché en    ella el agua y el azúcar. Watman no menciona cuánta levadura usar;    decidí que “la mitad” con la idea de que si metía la pata seguiría    quedándome lo suficiente para un segundo intento.
 
Mezclar,   cerrar, esperar. En cuatro horas la olla a presión –“La que  nos dio   Fidel”– casi rezumaba una espuma marrón cuyo olor era mortal.
 
Destilar   requiere un alambique. Lo intenté en una ferretería de un  centro   comercial de divisa fuerte en el Malecón, después en un shopping    ferretero, y al final le pregunté al dependiente de una gasolinera. Me    dijo que buscara a un hombre que estaba junto a una pequeña mesa de    cartas en la 3a avenida. Después de mucha discusión sobre el alcohol,    ese hombre cubierto de brillantina, un fontanero del mercado negro de  la   calle de Brasil me dio casi un metro de mugriento tubo de plástico.  Me   pasé dos horas tratando de limpiar la grasa endurecida del tubo.   Calor,  jabón y una percha desmontada no sirvieron de nada. No podía   permitir  que mi alcohol supiera como un viejo Chevy.
 
Finalmente   le pedí a un jardinero que trabajaba en un jardín del  vecindario si   podía conseguirme un tubo que sirviera para destilar  aguardiente. Le   pareció que esa petición era la cosa más natural del  mundo y volvió en   media hora tras haber despojado algún jardín de su  manguera.
 
Durante   los dos días siguientes comprobé la espumilla de estanque de  mi olla.   Atraía a las moscas de la fruta y emitía un débil silbido.
 
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Los   dioses sonreían, y también lo hacían las prostitutas. Durante  más de   una semana había estado despertando las atenciones de una joven  dama   que caminaba frente a mi vivienda. Era un clásico ejemplo de la    economía en acción cubana: pantalones apretados, cadenas de oro, sombra    de ojos azul, sandalias con plataforma y uñas acrílicas de centímetros    de longitud pintadas con los colores de la bandera cubana.
 
–Pst   –me decía, llamando mi atención sobre esos atributos.  Con frecuencia   me sentaba fuera de mi pequeño apartamento para aliviarme  de la   sensación de estar atrapado dentro. Ella me miraba a través de la  verja   de hierro que había junto a la calle y me llamaba.
 
Pst.
 
Me   resistí. Pero ella era, como la mayoría de las prostitutas  cubanas  con  las que hablé, una superviviente encantadora y lista bajo  las  toscas  proposiciones jewwanafuckeefuckee. Habíamos hablado en   una  ocasión y volvimos a hacerlo unos días después, y nuestra tercera    conversación duró mucho tiempo. Seguía intentando meterse en mi    apartamento –¿tenía fuego para su cigarrillo?, ¿café?, ¿una cerveza o un    refresco?– y yo seguía dándole cuerda, disfrutando con sus historias.
 
Su   escote había empezado a sonar y ella sacó un celular. Siguió una    conversación enconada en inglés. Cuando colgó, dijo: “Quiere cogerme el    culo.” Los cubanos, especialmente las prostitutas, son muy    directos con el sexo. También con la raza. “Los negros siempre quieren    hacerlo por el culo –prosiguió–. No me gustan los negros, aunque yo me    considero negra. Soy la más clara de mi familia, mi madre es negra, mi    hermana es negra, pero yo creo que la gente negra huele mal. Ese  chico   tiene mucho dinero. Es alguien importante en las Islas Caimán,  un hombre   muy rico. Me ha ofrecido 150 dólares, pero le he dicho que  no. Ahora   dice que me va a pagar 300 solo para cenar.”
 
–No lo creo –dije.
 
–Lo sé. Le digo que llame a mi prima. A ella le encantan los negros.
 
Todas   nuestras conversaciones empezaban y acababan con una  proposición.  Como  durante una semana la había rechazado repetidamente,  me dijo:  “Creía  que eras un pato.”
 
–¿Un qué?
 
–Maricón. Un gay. Homosexual.
 
Era   una enfermera de veinticuatro años de Holguín. Trabajaba turnos  de   doce horas para conseguir vacaciones, y después, durante cuatro o  seis   meses, iba a La Habana para “dedicarme a esto” un largo periodo de    tiempo, decía. En un raro eufemismo, decía que era una dama de    acompañamiento.
 
–La mayoría de las chicas tienen chulos, pero yo no, así que tengo que cuidarme.
 
Además del teléfono, su escote escondía una pequeña navaja que abrió y agitó de un lado a otro.
 
–¿Sabe   por qué hacemos esto –dijo–, verdad? Es la única forma de  sobrevivir.   Tengo una hija. La quiero mucho, es preciosa. La echo de  menos. Así  que  hago esto por ella. ¿Por qué no me da un billete de cien y  vamos   arriba ahora mismo?
 
(Finalmente me ofreció el “precio cubano” de 50 dólares.)
 
Le   dije que no tenía dinero. Le expliqué lo que estaba haciendo. El    racionamiento. El salario. Que ya había perdido cinco kilos. “No tengo    un peso”, le dije. Me pidió un bolígrafo, escribió su número de  teléfono   y me lo dio. Después sacó de uno de los minúsculos bolsillos  de sus   apretados pantalones una sola moneda de un peso y me la dio.
 
–Para que puedas llamarme –dijo.
 
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Ese   fue otro día terrible para la comida, el peor hasta el momento.  Entre   el amanecer y la media noche comí arroz, frijoles y azúcar que   sumaban  un total de 1,000 calorías. Me desperté a las tres de la   madrugada y me  acabé el arroz. No quedaba más que un puñado de  frijoles,  dos yucas,  unos cuantos plátanos, tres huevos y una cuarta  parte de  calabaza.
 
Quedaban nueve días.
 
Fui   a la tienda de racionamiento, encontré a Jesús y compré café,  medio   kilo de arroz y un poco de pan, todo a precio cubano, 14 pesos en    total, alrededor de 60 centavos de dólar. Ese fue el fin del dinero.    Pero con restos de comida y la generosidad de varios cubanos y un    estómago encogido hasta el tamaño de una nuez, sería suficiente. Sabía    que iba a conseguirlo.
 
El  día siguiente caminé hasta la casa de  Elizardo Sánchez, el  activista  pro derechos humanos. Una hora y diez  minutos cada trayecto.
 
–Todo está bien ahora –dije, delirando por el bajo nivel de azúcar en la sangre–. Hasta las prostitutas me dan dinero.
 
Estuve en su casa una hora. Me ofreció un vaso de agua.
 
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Finalmente   había llegado el día de la gran huida. No mi marcha, para  la que   todavía faltaban ocho días, sino el alcohol. El líquido  fermentado   marrón había dejado de borbotear tras cuatro días –cuando el  contenido   alcohólico alcanza el 13 por ciento desactiva el resto de la  levadura.   Esterilicé la manguera de jardín y, utilizando una percha  doblada, la   fijé sobre la rejilla de la olla a presión. Encendí una  cerilla y en   diez minutos tenía vapor de alcohol, y después un goteo  regular de   condensación hacia el interior de la botella de whisky vacía  que tenía   en un cuenco con hielo.
 
Era  un ignorante y una deshonra para  mis raíces en Virginia porque   calenté demasiado el líquido fermentado y  no conseguí deshacerme del   primer vino de baja graduación, un alcohol  áspero e incluso tóxico.  Pero  después de cuatro horas el alambique  había producido un litro de  bebida  lechosa y yo tuve la ingenua idea de  dejarlo antes de que los  posos la  envenenaran. Debería haber procedido  a una segunda  destilación, para  refinarlo, pero me daba igual. A las  cuatro de la  tarde finalmente me  senté con un vaso de alcohol blanco y  tibio.
 
Treinta  segundos después de empezar a beber me dolió la  panza. El  contenido  alcohólico era bajo, pero también lo era mi  tolerancia, y no  tardé en  marearme. Vino el jardinero y probó un poco,  con una expresión  triste.  Me desperté a medianoche con dolor de cabeza y  así seguí la  última  semana de mi estancia. Dolor de barriga  instantáneo, levemente   borracho, dolor de cabeza. Las primeras dos o  tres horas valían la  pena.  Cuando me fui de La Habana no quedaba una  sola farola encendida.
 
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Tampoco   quedaba mucho de mí. A mediados de febrero me encaminé una  última vez  a  la Riviera y me pesé en el gimnasio. Había perdido seis  kilos y  cuarto  desde mi llegada.
 
Más  de seis kilos en treinta días. Había  perdido unas 40,000  calorías. A  ese ritmo, en primavera estaría tan  delgado como un cubano. Y  muerto  en otoño.
 
Acabé  con unas  pocas comidas pequeñas –lo que quedaba del arroz feo,  una  última yuca y  una cuarta parte de una calabaza. El día antes de mi   marcha irrumpí en  mi alijo de emergencia y me comí los palitos de  sésamo  del avión (60  calorías) y abrí la lata de refresco de fruta que  había  llevado de las  Bahamas (180). El sabor del líquido rojo me  estremeció:  amargo con  ácido ascórbico y lleno de azúcar para imitar  los sabores del  zumo de  verdad. Era como beber plástico.
 
Mis  gastos totales en comida  fueron durante todo el mes de 15.08  dólares.  Al final había leído nueve  libros, dos de ellos de unas mil  páginas, y  escrito la mayor parte de  este artículo. Había estado  viviendo con  los ingresos de un intelectual  cubano y, de hecho, siempre  escribo  mejor, o al menos más rápido,  cuando estoy en la ruina.
 
Mi  última mañana: no desayuné después  de no haber cenado. Utilicé la   moneda de la prostituta para coger un  autobús al aeropuerto. Tuve que   caminar los últimos minutos hasta mi  terminal y casi me desmayo en el   camino. Se produjo un momento  tragicómico cuando un hombre de uniforme   me apartó de la fila en los  detectores de metales porque un agente de   inmigración creía que me  había quedado más de los treinta días que me   permitía el visado. Fueron  necesarias tres personas, contando   repetidamente con los dedos, para  probar que seguía en el trigésimo  día.
 
Cené  y desayuné en las  Bahamas y gané dos kilos. De vuelta en  Estados  Unidos, engordé otros  tres y medio. Cambias de nacionalidad y  cambias  de peso. ~
 
 
 
Traducción de Ramón González Férriz
 
 
 
 
 
 
 
1 Para su protección del Estado cubano, este artículo no mencionará el nombre de algunas personas.
 
2   Cuba dispone de dos monedas: el peso convertible, llamado   oficialmente  CUC, y conocido como chavito, o fula; fue introducido para   eliminar la  presencia de moneda extranjera y tiene un valor   aproximadamente  equivalente al dólar estadounidense, al menos antes del   20 por ciento  de comisión de cambio. Después está el peso. A los  cubanos  les pagan en  pesos y para obtener cualquier cosa importante  deben  cambiar  veinticuatro de esos pesos por un CUC. Una pequeña caja  de  fideos  fritos en el Barrio Chino de La Habana tenía el precio de   “75/2.5” en  pesos y CUC. En ambos casos representa un 15 por ciento del   ingreso  mensual medio.
 
3  Los cubanos que ignoran las  llamadas al trabajo oficial  pueden ser  acusados de “peligrosidad”, una  vaga acusación que se puede  castigar  hasta con cuatro años en la  cárcel. La peligrosidad es  “precrimen”,  dijo Elizardo Sánchez: la  policía corta de raíz tu mala  actitud antes  de que tengas la  oportunidad de cometer un verdadero  delito. Hay  campañas regulares para  detener a jóvenes que tratan de  evitar el  trabajo o el reclutamiento, y  este año ha sido particularmente   implacable, señal de nerviosismo. “No  es fácil ocultarse del gobierno   –me dijo Sánchez–. Los niños deben  registrarse por sí mismos para el   servicio militar a los quince. A  veces cambian su dirección, pero eso  no  funciona. Es muy difícil para  un joven ocultarse. Cuba es una  sociedad  de expedientes. Desde el  primer curso en adelante, la policía  detiene a  los niños y les pide la  identificación. Pueden comunicarse  por radio y  conseguir cualquier  cosa.”
 
2 comentarios:
Gracias x ilustrarnos la verdadera vida en Cuba, tenia mis ideas, pero realmente me dejaste pasmada y agradecida con Dios de lo poco o lo mucho que tenemos y que muchas veces no valoramos Saludos.
Excelente Articulo y Vivido ,,Muchas gracias por vivir Cuba a diario y a la dura como el pueblo Cubano ,,Merci !!
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