Por: Ana C. Fuentes
http://orlandozapatatamayo.blogspot.com/2010/04/el-verdadero-fraude-de-las-elecciones.html
Cualquier alma cándida o dispuesta a que le endulcen los oídos encontrará en los principios en los que está basada la Ley Electoral cubana razones para defender que se trata del sistema más democrático del mundo. Nada de partidos, es el pueblo proponiendo y eligiendo a sus representantes. Nada de campañas electorales millonarias: apenas una escueta biografía de los candidatos colgada en la puerta de algún colegio, farmacia o bodega. Vecinos conocidos por sus vecinos. ¿Hace falta más?
Aún pretendiendo ignorar el significativo hecho de cómo se pactan las nominaciones, habría que preguntarse qué poder tienen esos representantes del pueblo —sin presupuesto ni recursos ni potestad— para solucionar los problemas de sus electores, asuntos tan simples como los baches de una calle, el techo del colegio o la falta de un servicio de recogida de basura. A saber, estos representantes conforman parte de la Asamblea Municipal del Poder Popular, que a su vez elige los representantes a la Asamblea Provincial, que a su vez elige los candidatos a la Asamblea Nacional que es la que, supuestamente, “expresa los deseos soberanos del pueblo”, según reza la Constitución.
Claro que en todo esto hay cuotas. Detrás de toda esta maquinaria están las Comisiones de Candidaturas, presididas por un representante de la Central de Trabajadores de Cuba (el único y vertical sindicato cubano) e integradas por miembros de todas las llamadas organizaciones de masas (los Comités de Defensa de la Revolución, la Federación de Mujeres Cubanas, la de agricultores y las de estudiantes universitarios y de enseñanza media) que a estas alturas pocos dudarán que responden a una única voz (la del Partido Comunista) que no es precisa y necesariamente la del pueblo sino la del poder. Estas organizaciones copan, con sus propios representantes, las asambleas. De modo que el pueblo llano sólo integra como máximo el 50% del gobierno provincial y nacional. La otra parte la componen los de siempre, nominados ‘desde arriba’ por las propias estructuras de poder.
Cierto que el pueblo vota, desde la última reforma del sistema electoral (1992), cada 5 años, por los candidatos a la Asamblea Nacional. De ahí que la campaña institucional cuando corresponden estos comicios insista en el ‘voto unido’, una cómoda casilla al principio del boleto para votar de golpe por todos. La explicación oficial es que la gente no vaya a dejar de votar por algún infeliz representante desconocido, pero cualquier persona mínimamente avispada entenderá que lo que se pretende evitar es todo lo contario: que la gente no vote por los conocidos, los históricos, los que llevan 51 años prometiendo sin cumplir.
Capítulo aparte merece el asunto de la participación. La presión para ir a votar es puerta a puerta. En Cuba, aunque la ley electoral aclara que no es obligatorio ejercer ese derecho, el discurso va por un lado y la realidad por otra. Pioneritos aspirantes a ser como el Che y cederistas comprometidos con la defensa de la revolución, despliegan ese día un gardeo a presión para que nadie ‘olvide’ su compromiso ciudadano. Algunos, pocos aunque cada vez más, hartos de tanto cuento, declinan directamente la invitación o se inventan algún viaje para esa fecha, pero cualquiera que esté al tanto de la psicología del miedo instalada en Cuba entenderá que la gente vaya a votar en porcentajes que envidiaría cualquier democracia occidental: jugarse el cartel de ‘desafecto’ puede dar al traste con un puesto de trabajo o con la posibilidad de terminar los estudios o, si estás en trámite de viajar o tienes aspiración de hacerlo, con el dichoso permiso de salida. Con todo, las mesas electorales no tienen muchos reparos a la hora de alterar el censo. Recuerdo uno de los últimos procesos electorales que viví en Cuba, como miembro de una de esas mesas, cuya presidenta a la hora del cierre del colegio procedió a eliminar, convenientemente, a varias de las personas que no votaron porque “ya no vivían en el barrio”.
Tampoco se explica muy bien por qué si gran parte de los 2 millones de cubanos que vivimos fuera de la Isla tenemos derecho a ejercer el voto (tenemos inscripción consular, estamos obligados a viajar a la isla con el pasaporte cubano, por el que nos cobran un riñón, no estamos locos ni cumplimos condena y además representamos una fuente importante de ingresos para la economía del país), no hay colegios electorales en las embajadas y consulados cubanos. O sea, en la práctica no contamos como electores, o lo que es peor, el gobierno nos impide ejercer ese derecho. ¿Por qué los consulados y embajadas cubanas invitan a los cubanos residentes en el exterior a firmar manifiestos en defensa del régimen y en cambio no procuran un espacio electoral para ellos?
Cuando el lunes las alertas de Google reboten una y otra vez la propaganda oficial, el mundo amanecerá con la noticia de que más del 96% de los cubanos acudieron a las urnas, unas cifras que representan una “contundente” respuesta a la “feroz campaña mediática” desatada contra Cuba. Y voy yo y me lo creo.
“Elecciones ¿para qué?” *Yoani Sanchez
http://www.desdecuba.com/generaciony/?p=3316Qué largo camino el que me llevó de ser una pionerita custodiando las urnas a esta adulta con varios años de abstencionismo a sus espaldas. Mi hermana y yo íbamos con nuestros uniformes escolares los domingos de sufragio para hacer el saludo marcial cada vez que alguien introducía la boleta en la ranura. Recuerdo tres motivos al menos para participar en aquellas elecciones: creíamos aún en que el poder del pueblo era poder, no era posible decir un “no” si la maestra –con toda su autoridad– nos convocaba y, además, en aquellas jornadas repartían un pan con queso muy sabroso. No me perdía una, la verdad, pues nos entregaban también un jugo de frutas –en envase parafinado– que era imposible de probar en otras circunstancias, en medio de tanto racionamiento.
Con la llegada de los años noventa, muchos de aquellos niños guardianes de las elecciones pasamos a ser jóvenes que anulaban boletas con frases entre signos de exclamación. Recuerdo la primera vez que entré a un locutorio de madera y fui dispuesta a pintoretear el trozo de papel donde nos habían emplazado a “votar por todos”. Una vecina me advirtió que ni se me ocurriera escribir una consigna en lugar de marcar la dócil cruz al lado de los nombres, pues cada papeleta tenía un número que la identificaba. “Van a saber que fuiste tú”, me aseguró y sacó a colación historias de gente reprendida por haber hecho algo similar. Pero hay ciertos momentos en la vida en que ya no importan el regaño ni el castigo.
Después, al repasar el número de los amigos y familiares que habían invalidado su boleta, no se correspondía proporcionalmente con las cifras que daba la tele. O quienes decían haber hecho un grafiti en lugar de dar su consentimiento mentían o eran las estadísticas oficiales las que no coincidían con la realidad. De manera que pasé a la segunda fase del hastío, a la posición de quienes han dejado de confiar –totalmente– en el proceso de seleccionar a un candidato para el Poder Popular. Así que ahora me quedo en casa cada domingo de elecciones. No sé si todavía reparten panes con queso a los niños que vigilan las urnas, pero sí que los siguen mandando a tocar las puertas de los morosos, pidiéndoles que vayan al colegio electoral. Quizás –si todo sigue igual– algunos de ellos cumplirán 16 años y tomarán el lápiz rojo para garabatear su boleta o adoptarán –al igual que yo– el abstencionismo como forma de protesta.
* Consigna expresada por Fidel Castro durante el primer año de la Revolución para responderle a quienes pedían elecciones presidenciales en el país.
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