Por Maria Sengal
Maria Senegal agregó 2 fotos nuevas.
Duele ser médico en Cuba !!!!!!!
El gobierno cubano paga a sus médicos con migajas. Éstos, a la menor
oportunidad, escapan hacia otros países.............
oportunidad, escapan hacia otros países.............
¿Qué realidades pueden esconderse detrás de las
“deserciones” de los médicos cubanos que cumplen “misiones” en el
extranjero? ¿Cuánto de manipulación de las aspiraciones personales y
las necesidades básicas de un ser humano se oculta tras el disfraz de un
gesto solidario?
En conversación con Marisel Martínez,
esposa de Jesús Eduardo Peña, un médico cubano con cerca de veinte años
de servicio, pudimos conocer algunos pormenores del ejercicio de la
medicina en Cuba desde la perspectiva de las experiencias personales,
del entorno cotidiano.
Especialista en cirugía cardiovascular, Jesús abandonó hace dos años la
misión médica en Ecuador y, después de muchas vicisitudes, logró llegar
a República Dominicana donde intenta rehacer su vida profesional.
Marisel, que fue enfermera intensivista hasta hace muy poco, ha accedido a conversar con nosotros:
“Es bueno que se conozca que nada es color de rosa y que, hasta cierto
punto, los médicos y enfermeras somos como propiedades del Estado,
sobre todo los que hemos hecho una especialidad, como mi esposo y yo.
(…)
Desde que me casé con Jesús he vivido en este apartamento, que era de
los padres de él, aquí nació. (…) Antes de Ecuador, él estuvo en dos
misiones más, una en Venezuela y otra en Haití, y lo que ganó en esos
años no nos alcanzó para salir de este edificio que un día de estos se
derrumba de lo viejo que está (…). Nadie en el Ministerio (de Salud) nos
ofreció ayuda para salir de este lugar, y como Jesús y yo hay miles de
profesionales en nuestra situación. (…) Con el dinero que ganó en
Venezuela hicimos un par de cambios. Compramos, a un vecino, un cuarto
colindante para ampliar la cocina, el baño y hacer el cuarto de la niña
y, lo más importante, instalamos los tanques para el agua y pusimos el
motor porque aquí el agua llega hasta la planta baja solo un par de
horas en días alternos. (…) Pasamos años en que Jesús tenía que llegar
por las tardes directo a cargar agua desde la cisterna del edificio de
al lado hasta aquí. Todos los días. La niña era chiquita y yo soy
asmática. Así que él tenía que dar como diez o doce viajes con un par de
cubos en cada brazo. Al otro día se levantaba muerto de cansancio, con
dolor en todo el cuerpo y así mismo entraba al salón, daba consulta en
el policlínico, impartía docencia. (…) Si no hacía todo eso, entonces no
podía aspirar a salir de misión, que es la única oportunidad de ganar
dinero de verdad.”
“Yo trabajé en hospitales hasta el otro día y sé que siempre está el que
te saca un sable y entonces porque no hiciste una guardia o te negaste a
ir a un trabajo voluntario te dejan fuera. (…) Jesús no quería ir a
Venezuela porque Zusel (la hija) era muy chiquita y él quería estar con
nosotras. Pero el salario no nos alcanzaba. Incluso a veces comíamos
gracias a lo que nos regalaban algunos pacientes (…). Llegan a la
consulta y, como eres buen médico, te regalan un pollo o una pierna de
puerco, un tallo de plátano, malanga, cualquier cosa, como
agradecimiento. (…) Entre Jesús y yo, lo que ganamos al mes nunca llegó a
los 80 dólares. (…) Él ya no aguantaba más. La cosa aquí está al
revés. Todo es muy absurdo. En mi hospital solo había tres médicos que
tenían carro. Ninguno era moderno. Moskovichs y Ladas de los años 80 y
cosas así, sin embargo, hay una enfermera que tiene un carro moderno,
nuevecito (…) porque estuvo en un equipo médico que atendió a no sé qué
presidente de África, solo por eso. (…) Jesús y yo teníamos que salir
todos los días caminando hasta el hospital. Llegábamos hechos una sopa.
(…) Fue el mejor graduado de su año y hay gente que estudió con él, que
se hicieron médicos a puñetazos, como se dice, y como eran dirigentes
de la FEU (Federación Estudiantil Universitaria) o de la UJC (Unión de
Jóvenes Comunistas), unos comecandelas, después se la pasaban de misión
en misión. Jesús no se metía en política, por eso nunca quiso estar en
el Partido. Si lo hacía, iba a reuniones y gritaba “Viva Fidel”, como
hay quienes lo hacen, enseguida lo iban a mandar a Brasil o a Sudáfrica,
que es donde van los más “destacados” y donde pagan más. (…) Por eso es
que cuando algunos logran irse, se quedan y, los que regresan,
rápidamente empiezan a buscar otra misión para volver a salir. Jesús
regresaba a Cuba por nosotras, por Zusel, pero se cansó. Bueno, mejor
dicho, lo cansaron”.
Anisia González, residente en un barrio marginal de Arroyo Naranjo, de
esos que llaman “llega y pon”, es madre de Fernando Rivero, un
profesional joven que hace solo ocho meses decidió abandonar la misión
médica que cumplía en Sudáfrica. Aunque conversa regularmente con su
hijo por vía telefónica, lo extraña y teme que habrán de pasar muchos
años para un reencuentro. Anisia, con visibles marcas de sufrimiento en
su rostro a pesar de la alegría que sin dudas finge para no preocuparlo,
no le reprocha al hijo una decisión que ella misma califica como “lo
mejor que pudo hacer”.
“Quisiera tenerlo aquí conmigo pero sé que está bien. Yo sabía que se
iba a quedar porque siempre me decía que estaba cansado de verme pasar
tanto trabajo. (…) Esto se quedó a medias y tal vez no aguante un
ciclón. Mi difunto esposo y yo levantamos este bajareque a pulmón. Tabla
por tabla. Cuando el papá de Fernandito murió, él estaba en segundo año
de la carrera y nos la vimos bien negra, sin un quilo. (…) Yo siempre
he trabajado limpiando casas y lavando para la calle, entonces el niño
me
dijo que iba a dejar la carrera para empezar a trabajar. Me tuve que
poner dura y casi amenazarlo con un palo para que estudiara. Fernandito
lo decía porque veía que la casa se nos venía encima y él no tenía ni un
par de zapatos, no tenía ni novia, pobrecito. Para colmo se iba la luz
todos los días y le daba la madrugada estudiando con una vela o
haciendo artesanías con otro amigo para venderlas a los turistas en el
malecón. También vendió maní. Me daba todo el dinero que ganaba por ahí
(…). Él pensaba que al graduarse iba a cambiar, pero nada. Lo ubicaron
en un consultorio en Las Guásimas, allí estuvo dos años, y después lo
trajeron para el policlínico, pero con un salario malísimo, así que tuvo
que continuar haciendo artesanías y vendiéndolas por la calle. Después
encontró una gente que se las compraba todas para revenderlas. Pero yo,
lavando para la calle, ganaba más que él.”
“Un día me dijo que no había director en el policlínico, porque se había
ido de misión, y que, como a él le estaban haciendo el proceso para el
Partido (Comunista) lo habían propuesto para el cargo. Le dije que lo
pensara pero él aceptó porque le subían el salario y también podía salir
del país mucho más rápido. (…) como al año lo mandaron a Haití, eso fue
como en el 2009, y estuvo allá hasta principios del 2011. (…) Cuando
vino trajo cantidad de ropa y un poco de dinero y con eso levantamos la
parte de alante de la casa, el baño y echamos el piso. También me
compró la lavadora porque yo lavaba a mano. El refrigerador (…). En
menos de un año se acabó el dinero. Habíamos pasado tanta hambre y tanto
trabajo que todo se fue en comida y en levantar lo poco que pudimos,
porque el cuarto y la mitad de la sala se quedó como estaban, con las
mismas tablas de antes. (…) Volvimos a estar arrancados, con una mano
alante y la otra atrás. Como a los meses tuvo que vender la computadora
que había traído y estaba como loco. Hasta que cogió la subdirección del
policlínico para salir otra vez de misión pero tuvo que meterse en eso
hasta enero de este año que lo mandaron para Sudáfrica. Ahí fue que supe
que no iba a regresar. Cuando me llamó para decirme que no venía, ya lo
esperaba. (…) Tengo ganas de verlo pero no quiero que regrese para
quedarse aquí. Él tiene que lograr salir alante, hacer lo que su padre y
yo no pudimos. Ninguna madre se alegra cuando se va un hijo. (…) Pero
yo me siento en paz sabiendo que está bien, mucho mejor que aquí, así
que si me vas a tirar una foto, que me vea contenta, riendo”.
En Cuba, a pesar de los recientes aumentos salariales en el sector de la
salud y de las millonarias ganancias del Estado con la exportación de
los servicios médicos a otras naciones, numerosos profesionales de la
medicina viven en condiciones muy cercanas a la miseria y, lo que
resulta aún mucho más grave, desempeñan sus oficios en instalaciones
hospitalarias que no reúnen las condiciones mínimas para ofrecer un
servicio de calidad a los pacientes.
El salario promedio de cualquier especialista ―que además está obligado
a impartir docencia y estar dispuesto a cumplir misiones riesgosas en
otros países―, promedia los 60 dólares mensuales, sin contar que las
esperanzas de obtener una vivienda decorosa se tornan prácticamente
nulas si antes no demuestra, con años de sometimiento, su fidelidad a
ese mismo gobierno que manipula sus penurias y que, bajo la máscara de
la “solidaridad”, comercia con su talento científico como si se tratara
de mercancías baratas.
Las prohibiciones de viaje al exterior por razones personales, el
carácter de rehén que adquieren las familias de aquellos que logran
viajar, las amenazas de suspensión del derecho a ejercer la medicina por
razones políticas e ideológicas, las retenciones de una parte de los
salarios en divisas que pagan las naciones donde prestan servicios, los
tortuosos procesos para ganar el derecho a “cumplir” estas “misiones”,
son algunos de los métodos muy cercanos al chantaje y la extorsión que
emplea el gobierno cubano para retener a los médicos en la isla y para
manipularlos a su antojo.
“deserciones” de los médicos cubanos que cumplen “misiones” en el
extranjero? ¿Cuánto de manipulación de las aspiraciones personales y
las necesidades básicas de un ser humano se oculta tras el disfraz de un
gesto solidario?
En conversación con Marisel Martínez,
esposa de Jesús Eduardo Peña, un médico cubano con cerca de veinte años
de servicio, pudimos conocer algunos pormenores del ejercicio de la
medicina en Cuba desde la perspectiva de las experiencias personales,
del entorno cotidiano.
Especialista en cirugía cardiovascular, Jesús abandonó hace dos años la
misión médica en Ecuador y, después de muchas vicisitudes, logró llegar
a República Dominicana donde intenta rehacer su vida profesional.
Marisel, que fue enfermera intensivista hasta hace muy poco, ha accedido a conversar con nosotros:
“Es bueno que se conozca que nada es color de rosa y que, hasta cierto
punto, los médicos y enfermeras somos como propiedades del Estado,
sobre todo los que hemos hecho una especialidad, como mi esposo y yo.
(…)
Desde que me casé con Jesús he vivido en este apartamento, que era de
los padres de él, aquí nació. (…) Antes de Ecuador, él estuvo en dos
misiones más, una en Venezuela y otra en Haití, y lo que ganó en esos
años no nos alcanzó para salir de este edificio que un día de estos se
derrumba de lo viejo que está (…). Nadie en el Ministerio (de Salud) nos
ofreció ayuda para salir de este lugar, y como Jesús y yo hay miles de
profesionales en nuestra situación. (…) Con el dinero que ganó en
Venezuela hicimos un par de cambios. Compramos, a un vecino, un cuarto
colindante para ampliar la cocina, el baño y hacer el cuarto de la niña
y, lo más importante, instalamos los tanques para el agua y pusimos el
motor porque aquí el agua llega hasta la planta baja solo un par de
horas en días alternos. (…) Pasamos años en que Jesús tenía que llegar
por las tardes directo a cargar agua desde la cisterna del edificio de
al lado hasta aquí. Todos los días. La niña era chiquita y yo soy
asmática. Así que él tenía que dar como diez o doce viajes con un par de
cubos en cada brazo. Al otro día se levantaba muerto de cansancio, con
dolor en todo el cuerpo y así mismo entraba al salón, daba consulta en
el policlínico, impartía docencia. (…) Si no hacía todo eso, entonces no
podía aspirar a salir de misión, que es la única oportunidad de ganar
dinero de verdad.”
“Yo trabajé en hospitales hasta el otro día y sé que siempre está el que
te saca un sable y entonces porque no hiciste una guardia o te negaste a
ir a un trabajo voluntario te dejan fuera. (…) Jesús no quería ir a
Venezuela porque Zusel (la hija) era muy chiquita y él quería estar con
nosotras. Pero el salario no nos alcanzaba. Incluso a veces comíamos
gracias a lo que nos regalaban algunos pacientes (…). Llegan a la
consulta y, como eres buen médico, te regalan un pollo o una pierna de
puerco, un tallo de plátano, malanga, cualquier cosa, como
agradecimiento. (…) Entre Jesús y yo, lo que ganamos al mes nunca llegó a
los 80 dólares. (…) Él ya no aguantaba más. La cosa aquí está al
revés. Todo es muy absurdo. En mi hospital solo había tres médicos que
tenían carro. Ninguno era moderno. Moskovichs y Ladas de los años 80 y
cosas así, sin embargo, hay una enfermera que tiene un carro moderno,
nuevecito (…) porque estuvo en un equipo médico que atendió a no sé qué
presidente de África, solo por eso. (…) Jesús y yo teníamos que salir
todos los días caminando hasta el hospital. Llegábamos hechos una sopa.
(…) Fue el mejor graduado de su año y hay gente que estudió con él, que
se hicieron médicos a puñetazos, como se dice, y como eran dirigentes
de la FEU (Federación Estudiantil Universitaria) o de la UJC (Unión de
Jóvenes Comunistas), unos comecandelas, después se la pasaban de misión
en misión. Jesús no se metía en política, por eso nunca quiso estar en
el Partido. Si lo hacía, iba a reuniones y gritaba “Viva Fidel”, como
hay quienes lo hacen, enseguida lo iban a mandar a Brasil o a Sudáfrica,
que es donde van los más “destacados” y donde pagan más. (…) Por eso es
que cuando algunos logran irse, se quedan y, los que regresan,
rápidamente empiezan a buscar otra misión para volver a salir. Jesús
regresaba a Cuba por nosotras, por Zusel, pero se cansó. Bueno, mejor
dicho, lo cansaron”.
Anisia González, residente en un barrio marginal de Arroyo Naranjo, de
esos que llaman “llega y pon”, es madre de Fernando Rivero, un
profesional joven que hace solo ocho meses decidió abandonar la misión
médica que cumplía en Sudáfrica. Aunque conversa regularmente con su
hijo por vía telefónica, lo extraña y teme que habrán de pasar muchos
años para un reencuentro. Anisia, con visibles marcas de sufrimiento en
su rostro a pesar de la alegría que sin dudas finge para no preocuparlo,
no le reprocha al hijo una decisión que ella misma califica como “lo
mejor que pudo hacer”.
“Quisiera tenerlo aquí conmigo pero sé que está bien. Yo sabía que se
iba a quedar porque siempre me decía que estaba cansado de verme pasar
tanto trabajo. (…) Esto se quedó a medias y tal vez no aguante un
ciclón. Mi difunto esposo y yo levantamos este bajareque a pulmón. Tabla
por tabla. Cuando el papá de Fernandito murió, él estaba en segundo año
de la carrera y nos la vimos bien negra, sin un quilo. (…) Yo siempre
he trabajado limpiando casas y lavando para la calle, entonces el niño
me
dijo que iba a dejar la carrera para empezar a trabajar. Me tuve que
poner dura y casi amenazarlo con un palo para que estudiara. Fernandito
lo decía porque veía que la casa se nos venía encima y él no tenía ni un
par de zapatos, no tenía ni novia, pobrecito. Para colmo se iba la luz
todos los días y le daba la madrugada estudiando con una vela o
haciendo artesanías con otro amigo para venderlas a los turistas en el
malecón. También vendió maní. Me daba todo el dinero que ganaba por ahí
(…). Él pensaba que al graduarse iba a cambiar, pero nada. Lo ubicaron
en un consultorio en Las Guásimas, allí estuvo dos años, y después lo
trajeron para el policlínico, pero con un salario malísimo, así que tuvo
que continuar haciendo artesanías y vendiéndolas por la calle. Después
encontró una gente que se las compraba todas para revenderlas. Pero yo,
lavando para la calle, ganaba más que él.”
“Un día me dijo que no había director en el policlínico, porque se había
ido de misión, y que, como a él le estaban haciendo el proceso para el
Partido (Comunista) lo habían propuesto para el cargo. Le dije que lo
pensara pero él aceptó porque le subían el salario y también podía salir
del país mucho más rápido. (…) como al año lo mandaron a Haití, eso fue
como en el 2009, y estuvo allá hasta principios del 2011. (…) Cuando
vino trajo cantidad de ropa y un poco de dinero y con eso levantamos la
parte de alante de la casa, el baño y echamos el piso. También me
compró la lavadora porque yo lavaba a mano. El refrigerador (…). En
menos de un año se acabó el dinero. Habíamos pasado tanta hambre y tanto
trabajo que todo se fue en comida y en levantar lo poco que pudimos,
porque el cuarto y la mitad de la sala se quedó como estaban, con las
mismas tablas de antes. (…) Volvimos a estar arrancados, con una mano
alante y la otra atrás. Como a los meses tuvo que vender la computadora
que había traído y estaba como loco. Hasta que cogió la subdirección del
policlínico para salir otra vez de misión pero tuvo que meterse en eso
hasta enero de este año que lo mandaron para Sudáfrica. Ahí fue que supe
que no iba a regresar. Cuando me llamó para decirme que no venía, ya lo
esperaba. (…) Tengo ganas de verlo pero no quiero que regrese para
quedarse aquí. Él tiene que lograr salir alante, hacer lo que su padre y
yo no pudimos. Ninguna madre se alegra cuando se va un hijo. (…) Pero
yo me siento en paz sabiendo que está bien, mucho mejor que aquí, así
que si me vas a tirar una foto, que me vea contenta, riendo”.
En Cuba, a pesar de los recientes aumentos salariales en el sector de la
salud y de las millonarias ganancias del Estado con la exportación de
los servicios médicos a otras naciones, numerosos profesionales de la
medicina viven en condiciones muy cercanas a la miseria y, lo que
resulta aún mucho más grave, desempeñan sus oficios en instalaciones
hospitalarias que no reúnen las condiciones mínimas para ofrecer un
servicio de calidad a los pacientes.
El salario promedio de cualquier especialista ―que además está obligado
a impartir docencia y estar dispuesto a cumplir misiones riesgosas en
otros países―, promedia los 60 dólares mensuales, sin contar que las
esperanzas de obtener una vivienda decorosa se tornan prácticamente
nulas si antes no demuestra, con años de sometimiento, su fidelidad a
ese mismo gobierno que manipula sus penurias y que, bajo la máscara de
la “solidaridad”, comercia con su talento científico como si se tratara
de mercancías baratas.
Las prohibiciones de viaje al exterior por razones personales, el
carácter de rehén que adquieren las familias de aquellos que logran
viajar, las amenazas de suspensión del derecho a ejercer la medicina por
razones políticas e ideológicas, las retenciones de una parte de los
salarios en divisas que pagan las naciones donde prestan servicios, los
tortuosos procesos para ganar el derecho a “cumplir” estas “misiones”,
son algunos de los métodos muy cercanos al chantaje y la extorsión que
emplea el gobierno cubano para retener a los médicos en la isla y para
manipularlos a su antojo.
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