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Desnudos entre las balas
Intentó de todo, hasta volar, pero el destino no siempre trae escrito finales felices, no siempre los héroes salen gloriosos de las guerras ni triunfan los amores después de la pólvora. Y ella no pudo detener la bala. Ni siquiera su cuerpo pudo. Su cuerpo de señorita pura y decente, sin marcas, ni dolores, ni dueños. Ella lo vio caer, desde la plataforma, y la última imagen de José Gregorio Martínez Medina, «el Yanqui», se le grabó para siempre en el iris.
Ella vio cómo la bala le atravesó el futuro. Ella lo vio desplomarse sobre la azotea de la Escuela de Artes y Oficios San Lorenzo, aquel 5 de septiembre de 1957. Presenció el duelo mortal entre su integridad y los aviones esbirros. Lo vio quedarse solo, al descubierto, con el arma bien empuñada y un valor que jamás le imaginó durante los piropos. Y lo comprendió todo al distinguirlo cual Quijote contra molinos demasiado enormes para él. Pero no lo vio claudicar ni flaquear.
Pudieron pasarle por la mente cada una de las imágenes de ayer. Recordarlo en el bar de la esquina, con su sonrisa de galán y estirpe de caballero. Pudieron clavársele en el alma las palabras que nunca le dijo, y los sí que jamás pronunció. Por eso intentó salvarlo, lo llamó, le ordenó bajar de aquella azotea, se quitó la ropa, quedó desnuda entre él y las balas, y ni aun así, José le hizo caso.
Se le desprendió la vida al Yanqui peleando por Cienfuegos. Y 55 años después aún viaja su esencia, su ejemplo, y aún lees las historias de aquella mañana escritas por un amigo, y se te eriza la piel. Y te das cuenta de que es necesario colocar pedestales para los héroes, y recordarlos a toda hora, incluso a deshoras. Es necesario hacerlo.
Cuentan que José Gregorio tenía el perfil de un dios, y en sus manos la candidez del mañana. Martiano por encima de muchas doctrinas, y defensor a ultranza de las ideas y la generación de Fidel. A los 25 años ya le habían tatuado el cuerpo torturas y moretones; a esa edad, ya lo habían detenido en la jefatura de la Policía Nacional.
Fue cadáver sobre los intentos, en apenas segundos. La muerte le dio la mano, no le permitió seguir de pie con el rifle, le arrebató los sueños de un golpe y lo convirtió en otra Isla.
Desde entonces coexiste al lado del mar, encima de la bahía y por debajo de todas las tierras fértiles. Cienfuegos le cambió el destino, y él: José, «el Yanqui», también le torció el destino a la ciudad.
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