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Del Otro Lado de las Ruinas
Por:Ernesto Morales Licea
Cada vez que he conocido las historias de viajes prolongados y separaciones familiares por parte de algunos amigos extranjeros, me ha surgido, inevitable, la misma pregunta: ¿por qué a los cubanos nos afecta de manera tan cruel separarnos de nuestros amigos y seres queridos?
Conozco casos de jóvenes europeos que estudian en universidades fuera de su país, o latinoamericanos que encuentran trabajo en los Estados Unidos y se quedan a vivir allá de forma permanente. Nunca he sentido en sus testimonios la misma nostalgia desgarradora, el mismo sufrimiento agónico que cuentan los exiliados de mi país.
Analizar las causas de este hecho nos llevaría por complejas rutas donde la idiosincrasia y las peculiaridades históricas de nuestra nación desempeñan un rol decisivo.
Sin embargo, una de las explicaciones prácticas que constantemente me ha surgido al valorar este fenómeno, podría exponerla así: los cubanos hemos vivido tanto tiempo juntos, tan cerca de los nuestros, en la misma casa de siempre, que el concepto de familia y Patria para nosotros posee un alcance muy estrecho.
Los cubanos de esta época, salvo raras excepciones, nacen y viven sus vidas de adultos en el mismo hogar. Coexisten dos, tres, y a veces cuatro generaciones bajo el mismo techo.
Además, desde que tienen conciencia dan por sentada la imposibilidad casi absoluta de mudarse de país o conocer otras partes del mundo. Así pues, el marco de lo que asumimos como “lo nuestro”, ¿a qué se limita en muchos casos?: pues a la porción de Universo que vemos cada día alrededor de nosotros.
Cambiarnos de casa, separarnos de la familia con la que nacemos y compartimos todos los años de nuestras vidas, es un impacto devastador cuyo alcance sería incomparablemente más restringido si la existencia del cubano fuera diferente.
Es por ello que el fenómeno de la vivienda en este país posee una connotación que por momentos rebasa lo normal. Hablar de una casa hoy, en Cuba, tiene una carga de significados tan grande que hacen del tema un abismo de posibilidades.
Lo mismo investigando los esfuerzos, sumisiones, chantajes y padecimientos que son capaces de soportarse en esta tierra con tal de acceder al divino privilegio de cuatro paredes entre las que dormir; que valorando hasta qué punto la ausencia de inmuebles ha condicionado a la sociedad cubana tal y como la conocemos hoy.
Sin embargo, no es en este punto en particular donde pretendo adentrarme. O sea: no intento describir la situación de un sector que constituye hoy una de las piedras angulares de la miseria en que se ha sumido a mi país. De eso se han encargado, con notable éxito, documentalistas, escritores, fotógrafos y artistas de la plástica.
Prefiero, más bien, volver la cara en otra dirección, mirar del otro lado de las ruinas y preguntarme en qué se gastan hoy muchos de los recursos, los materiales y la mano de obra que podrían destinarse a solucionar, o cuando menos aliviar, la dantesca situación de los hogares cubanos
¿En qué obras de fantasía, de absurdos, y de desatinos gubernamentales, son invertidos los recursos que miles de familias podrían emplear en construirse una vivienda digna, o reparar sus maltrechas paredes?
He querido hacer un “tríptico”, un incompletísimo y epidérmico recuento de mi realidad circundante. Cada cubano, desde su entorno, podría aportar sus propios testimonios de irresponsabilidad gubernamental a la hora de administrar recursos, sin embargo, estos que aquí refiero resaltan, en mi ciudad, no sólo por su escandalosa insensibilidad, sino además por ser un referente claro de hasta dónde llega hoy en la Isla el hábito de pensar en cualquier cosa, excepto en el bienestar real de la población.
TRECE CASITAS DE MARTÍ AL ALCANCE DE TODOS
Hace cerca de cuatro años tuvo lugar en Bayamo un hecho que trascendió las fronteras del silencio que el Estado impone a estos actos: el desalojo ordinario y brutal de asentamientos “ilegales” en zonas semi rurales de la ciudad.
Se trataba de cientos de personas que, sin posibilidades de una vida digna en el campo, pretendían acercarse a la urbe provincial en busca de mejores condiciones de trabajo y sustento. Habían construido casuchas de lástima. Habían adaptado paredes de almacenes y viejos cobertizos, para a partir de ahí comenzar a fabricarse casas con duro esfuerzo.
Una madrugada, luego de advertencias inamovibles sobre la imposibilidad de permanecer allí, las autoridades les despertaron con bulldozers y carros de policía. Fueron estrictamente desahuciados, y sus hogares tercermundistas fueron echados abajo.
Pues, bien, justo en esas fechas acababa de aprobarse en esta provincia un proyecto que a mi entender ostenta el lauro de ser el derroche más risible de los últimos tiempos.
Se trataba de construir una réplica de la casa natal de nuestro Apóstol, en cada municipio de Granma. Léase: 13 casitas de Martí, al alcance de todos.
La idea, según me cuentan, surgió de quien entonces era el Primer Secretario del Partido Comunista en el agrícola municipio de Yara. El innovador directivo decidió trascender en la historia local como aportador de una idea culta y sensible. Por desgracia, los proyectos más locos e incomprensibles, siempre encontrarán entre los dirigentes partidistas a entusiastas seguidores.
Algunas no se terminaron siquiera. Se quedaron a medias, por diversas razones. Otras fueron inauguradas con bombo y platillo (léase: con cámaras de televisión y aplausos partidistas), y en la actualidad nadie sabe qué uso darles. Y otras, como el notorio caso de mi ciudad, variaron la idea original en aras del “ahorro” necesario: en lugar de la casa toda, erigieron sólo la fachada. De la puerta hacia adentro, se trata de un local semi vacío, donde rara vez sucede algo de impronta cultural, y que según vecinos ha servido lo mismo para cópulas de media noche, que para refugio de borrachines trasnochados.
PREPARADOS PARA LA GUERRA DE TODO EL PUEBLO
Bayamo debe poseer, en toda Cuba, el mayor kilometraje de refugios por área. Es un dato que me gustaría precisar, pero que de antemano me aventuro y afirmo.
Dudo mucho que ciudades más pequeñas puedan ostentar un número superior de vías subterráneas destinadas a refugios de guerra, que las que oculta hoy esta urbe de trescientos mil habitantes.
Según el Jefe de Obra de uno de los más amplios y extensos refugios de esta capital provincial (que desde luego, me solicitó absoluto anonimato), ni siquiera los inversionistas podrían ofrecerme el número exacto de cemento, hierro, cabillas, madera y aluminio empleado en la construcción de los pasadizos subterráneos.
“Sucede que la construcción de todo esto empezó a principios de los años ´90 – precisa- cuando se decía que en pleno Período Especial los yankis nos iban a atacar, y ha pasado tanto tiempo que han cambiado los obreros y los supervisores, sin que podamos medir el gasto en sentido real”.
Porque sí, de eso se trata: según el discurso oficial nuestra Cuba es blanco permanente de una invasión norteamericana, ergo tenemos que prepararnos para “la guerra de todo el pueblo”.
Con este fin, y bajo esta consigna, se destinan millonarios recursos a ensayar repliegues y enfrentamientos militares en los conocidos “Días de la Defensa”. Y se destinan millonarios recursos, además, a construir estos “búnkeres tropicales”, que el día que puedan ser fotografiados o filmados, revelarán el tamaño del desatino guerrerista de quienes comandan la nación.
LOS HOMBRES DE PIEDRA PRIMERO, LOS HOMBRES DE CARNE DESPUÉS
En el año 2005 un fenómeno natural llamado Huracán Dennis se ensañó, entre otros, con los habitantes de la más pobre región del sur oriental de Cuba.
En Granma, los residentes en municipios costeros como Pilón, Niquero, Media Luna (poblados humildísimos donde a simple vista resaltan la delgadez de hombres y animales) perdieron salvajemente sus casas luego de la madrugada en que el Dennis masticó todo a su paso.
Corría el mes de Julio, temporada vacacional, y yo preferí destinar mis días a contribuir en lo posible a la recuperación de aquellos coterráneos que vivían un infierno de proporciones demenciales. Toqué a las puertas del Obispado de mi ciudad. Me presenté como un joven no católico que en su vida habría entrado un par de veces a una parroquia, pero que quería sumarse a los esfuerzos de la Iglesia para ayudar a los desamparados.
Dos días más tarde me encontraba en un camión rodeado de jóvenes católicos, armados de casas de campaña y ropas recogidas entre todos, y donadas por iglesias norteamericanas, rumbo a esos poblados que la naturaleza había arrasado sin piedad.
Recuerdo los campos amarillentos, los troncos de árboles partidos y las cercas arrancadas del suelo. Recuerdo las caras de los desposeídos que encontrábamos en la carretera, y las miradas de tristeza que exhibían hasta los perros vagabundos. Recuerdo la desesperanza, la terrible sensación de locura, de suicidio, de hambruna, que gravitaba tras cada imagen que contemplábamos desde el vehículo.
Sin embargo, algo captó de manera especial nuestra atención, al punto de solicitarle al conductor detener la marcha.
Algunos nos bajamos: queríamos comprobar que no nos engañaban nuestros ojos. Ante nosotros, a un costado de la carretera rumbo a Pilón, rodeados de tablas derruidas y campesinos durmiendo a la intemperie, una brigada de constructores -obedeciendo órdenes superiores- destinaba grandes cantidades de cemento a erigir nuevamente cientos de tarjas con los rostros de algunos asaltantes al Cuartel Moncada.
Antes del ciclón, habían “decorado” la carretera con imágenes de héroes revolucionarios, y grandes vallas con mensajes ideológicos. Ahora que la depresión y el descrédito comenzarían a campear entre los afectados, había que levantar rápidamente la propaganda fervorosa.
Recuerdo haberle preguntado a uno de los constructores, conteniendo la indignación bajo un tono displicente, por qué ese mismo cemento no lo utilizaban fabricándoles casas a los indigentes que les observaban trabajar en silencio. Su respuesta me hizo bajar la cabeza:
“Ojalá pudiera, muchacho, porque empezaría por construirme una casa para mí. Mi esposa y mis tres hijos están durmiendo debajo de las tablas de lo que fue mi techo. Yo también me quedé sin casa”.
Todavía hoy, cinco años después, un número impreciso de aquellos afectados no ha conseguido reparar sus daños. Unos han levantado chozas nuevamente, pero jamás consiguieron hacerse de otro televisor, otro refrigerador. Muchos no han podido construirse siquiera el entramado de maderas, cemento y cinc en que pernoctaban antes de la furia del Dennis, en 2005.
Pero la carretera rumbo a sus desolados caseríos, en el Pilón oriental, exhibe con un orgullo vergonzoso cientos de vallas inmensas, cientos de rectángulos de cemento donde el rostro de un mártir mira hacia el infinito. El rostro de un hombre que, probablemente, jamás habría permitido que su imagen se robara los materiales con que un obrero, un campesino, un maltratado por la vida y por sus jefes, podría lograr un poco de comodidad para sus huesos.
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