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En ascuas el estatismo en las economías de libre mercado
Por Dr. Darsi Ferret
La Habana, Cuba. 9 febrero de 2012.
En
la Cumbre de Lisboa del 2000, los miembros de la Unión Europea se
comprometieron a lograr la zona económica más competitiva del mundo
antes del 2010. Esos anuncios parecen haberse transformado en polvo ante
la profunda crisis que sacude buena parte de las economías de
Occidente.
Acaso,
¿comenzó el fin del capitalismo, sacudido en estertores de una
contradicción insalvable, como en tantas ocasiones anunciaran los
agoreros y enemigos de la economía de libre mercado? O, ¿se trata del
advenimiento de un orden económico más justo, con la riqueza distribuida
de manera equitativa, según piden a gritos Indignados del mundo
desarrollado? Al final, ¿tenía razón el apocalíptico Carlos Marx?
Nada
más lejos de esos sueños feroces de la izquierda internacional. De
hecho, lo que está en crisis no es la economía de mercado sino la
distorsión de la misma, sustituida por el Estado Benefactor. En los
sonados quiebres económicos desatados recientemente en Grecia, Portugal,
Irlanda, España, Italia y hasta en EEUU, se repite el mismo factor
desencadenante; el agotamiento de la insostenible práctica del
intervencionismo estatal. Se trata pues de la inviabilidad del Estado al
asumir funciones para las que no fue diseñado, como las de creador
desmandado de empleo estatal y burocracia, garante de “conquistas
sociales”, proveedor de subvenciones, aventurado empresario con
dinero público, y caprichoso interventor de la propiedad privada a
nombre del bien social.
El
modelo político europeo nació en su patrón actual del parlamentarismo
socialdemócrata alemán establecido en el Imperio del Káiser Guillermo I y
el canciller Bismark, donde el Estado empezó a concebirse como el
principal protagonista en la búsqueda de soluciones a las miserias
provocadas por los desajustes sociales de la época. Hasta entonces, la
sociedad civil, acompañada de la caridad de las organizaciones
religiosas, se organizaba por si misma, recabando recursos del mecenazgo
privado y la buena voluntad de los que se apiadaban de aquellos que
sufrían pobreza y falta de cuidados. La enorme capacidad del aparato
estatal para recaudar fondos a través del mecanismo de
los impuestos superó pronto las posibilidades económicas con las que
contaba la sociedad civil y paulatinamente fue ocupando un mayor espacio
en estos menesteres.
Pero
no fue hasta la solución keynesiana del New Deal, propuesto por la
administración Roosevelt en Estados Unidos, que el Estado asumió en
grandes proporciones la función de empleador en un país occidental. Se
emprendieron grandes obras sociales como carreteras, puentes y presas
que dieron trabajo a cientos de miles de parados por la larga crisis que
provocara el crack del año 1929. Esto hizo aumentar en pocos años la
plantilla de trabajadores directos del gobierno norteamericano de un 4%
del total de la fuerza laboral hasta alcanzar el 10-11%. El
intervencionismo gubernamental a gran escala en la economía de mercado,
según criterio de muchos analistas de la denominada
Escuela Austríaca, trajo como consecuencia que la crisis, que pudo
haberse solucionado con los mecanismos naturales surgidos de la propia
sociedad mediante el uso flexible y dinámico de compensaciones y
ajustes, se prolongara por más de doce años, hasta el estallido de la
2da Guerra Mundial.
Tras
la victoria de los Aliados, el área oriental de Europa quedó bajo la
bota soviética y de inmediato en esos países se estableció el modelo
totalitario del Estado absoluto, tan único generador de empleo y
subsidios como dueño de cualquier manifestación de simple
individualismo. El espectacular derrumbe de ese engendro inhumano llegó
con la Perestroika promovida por Gorbachov y la garantía de que el
Ejército Rojo no intervendría más en los asuntos internos de las
naciones que integraban su Bloque de ideología marxista-leninista.
Veinte
años después, al desvanecerse la terrible sombra del modelo totalitario
que conformara el llamado Campo Socialista, fueron quedando al
descubierto las limitaciones y fallas del componente estatista que se
abrió paso en el esquema democrático de las naciones respetuosas del
Estado de Derecho y el libre mercado, alineadas en el mundo Occidental
de Europa, Norteamérica, Japón... En sus inicios esa práctica fue
promovida indirectamente por la influencia bienhechora del Plan
Marshall, mecanismo liderado por los EEUU para sacar a Europa Occidental
de la miseria y devastación que provocó la guerra.
El
acomodo de este procedimiento en las sociedades democráticas colaboró
en gran medida a que los partidos políticos evolucionaran hacia una
especie de populismo pausado, donde en sus plataformas programáticas
calaron las crecientes propuestas de avances sociales, sustentadas en
los caudales públicos salidos de los impuestos. Una vez en el poder, los
partidos han llevado a efecto dichos planes, lo que genera el aumento
del empleo estatal para administrar y controlar los nuevos servicios de
bienestar. Todo ello a costa de dos fenómenos que se fueron consolidando
indirectamente con sus propios intereses: la burocracia y el
clientelismo popular. Los pueblos europeos y del resto de
Occidente se han acostumbrado a recibir beneficios cada vez mayores de
los gobiernos de turno.
La
alarmante crisis de insolvencia de Grecia es un buen ejemplo. Demuestra
como los sucesivos gobiernos griegos y los partidos en el poder han
promovido el empleo estatal y la burocracia, las subvenciones
económicas, el clientelismo como promotor de votos, el aventurerismo en
proyectos de supuesta utilidad social que han sido seleccionados desde
las élites que conforman la partidocracia y el funcionariado corrupto.
La irresponsabilidad que esto generó se fue acumulando por años de
mentiras sobre el verdadero estado de las finanzas públicas y, al final,
no se ha podido mentir más. El país ha vivido en una ilusión de falsa
prosperidad, por encima de lo que verdaderamente
produce. Y es el pueblo acostumbrado a la tutela estatal el que
mayormente sufre las consecuencias y no quiere aceptar disminuir su
nivel de vida a bases más reales. El hecho de que su moneda fuese el
euro contribuyó a promover y asentar la crisis en otros países que
parecían estables, pero que en su estructura interna tienen, en mayor o
menor medida, los mismos defectos estructurados por las malas costumbres
de la injerencia estatal.
El
desatino económico en estos países industrializados parece imparable,
por lo menos a corto plazo. Buena parte del pecado original, más que la
crisis inmobiliaria y financiera, se debe a la resistencia a los cambios
que impone la nueva época que vive la Humanidad. La Globalización y sus
fuerzas renovadoras convierten en obsoletos muchos de los esquemas que
fueron efectivos durante la época industrial, y que ya no se ajustan a
las dinámicas de las redes sociales, el Internet, la TV por cable, los
teléfonos celulares, los satélites y la fibra óptica. Así lo demuestra
la falta de curación de los males económicos, a pesar de los reiterados
paquetes de medidas
que incluyen la inyección de grandes sumas de dinero, el incremento de
la subvención social por los Estados, y el rescate financiero de grandes
Bancos y de los mastodontes quebrados de las industrias tradicionales.
Es
un buen momento para aceptar las reglas de juego del nuevo contexto
mundial, y cambiar de rumbo desmontando el estatismo y su andamiaje
burocrático en los asuntos económicos. Y buscar soluciones desde la
perspectiva de garantizar más democracia con énfasis en los derechos
individuales libertarios, entre los que ocupa un lugar preponderante el
respeto a la propiedad privada, y facilitar mayor participación y
protagonismo de la sociedad civil.
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