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La Hora en Cuba

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Marti por siempre!!

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martes, 2 de noviembre de 2010

CUBA: DIEZ VECES YOANI SÁNCHEZ

EL MOVIMIENTO BLOGGER, ESTA LLAMADO A SER EL CATALIZADOR MORAL DE LOS GOBIERNOS, ANTE LOS OJOS DEL MUNDO


DIEZ VECES YOANI SÁNCHEZ. UNA PROSA SENCILLA, LIVIANA Y CLARA, COMO GOLPE DE PLUMA DE PALOMA EN LA CARA

Mi pedacito

cangrejo
Cinco décadas de “nosotros”, de adoctrinarnos en el comportamiento del albergue o del pelotón y sin embargo esta mañana –en el parque– un joven afirmaba: “Es que yo quiero tener mi pedacito”. Lo dijo como quien confiesa el pecado de codiciar algo lejano, de satisfacer un deseo maldito por el que podría recibir el escarnio público. Mientras hablaba de sus “ambiciones”, gesticulaba con las manos atrayendo hacia su cuerpo ensoñaciones invisibles que también nombraba: “un techo”, “un salario decente”, “permiso para viajar”.
La colectivización no ha borrado en nosotros ese anhelo humano de tener un trozo propio y el forzado igualitarismo sólo ha incentivado las ansias de diferenciarnos.
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Pasillos vacíos

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Diez de la mañana. Por aquellos pasillos, donde hace una semana la gente se amontonaba y conversaba en horario laboral, hoy no transita ni un alma. ¿Qué ha ocurrido en los 17 pisos del Ministerio de la Agricultura para que nadie deambule fuera de las oficinas? La respuesta es sencilla: muchos temen estar en la lista del próximo recorte, de manera que evitan mostrarse fuera de su puesto de trabajo y así parecer prescindibles. Si antes merodeaban por todos lados con los brazos cruzados, la estrategia del momento es parecer ocupados, aunque para ello tengan que quedarse tras el buró durante ocho horas.
La escena no es exagerada. Me la ha contado una amiga que trabaja en una de esas dependencias estatales donde el exceso de personal es un mal crónico. Me explica que tampoco frente al bebedero se ve la larga cola de antaño, pero que ni siquiera eso los va a salvar del desempleo. La institución les ha anunciado que sólo quedarán los indispensables y ya algunos han sido notificados de su cesantía. Mi amiga entorna los ojos y se ríe. “De seguro no botarán al director, ni al secretario del núcleo del Partido Comunista y mucho menos a la mujer que dirige el sindicato”, concluye con sorna.
Me sorprende la mezcla de temor y de desdén con que los cubanos han tomado la drástica reducción de personal que ya se está implementando. Por un lado, nadie quiere perder su puesto de trabajo, pero por otro hay una sensación de que el paro no puede ser peor que trabajar para el Estado. Cuando le recomiendo a mi amiga que saque una licencia de cuentapropista para forrar botones o hacer percheros, salta de la silla negando con las dos manos. “Si mi nombre está en la próxima lista –afirma– voy a dar un escándalo que se va a oír en la oficina del ministro y en todos los pasillos”. Pero no le creo, como tantos otros prefiere esconderse que reclamar.
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De la miel a la hiel

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Llevaba una gorra encasquetada hasta las orejas, pero aún así reconocí en su rostro los rasgos del otrora vicepresidente. Carlos Lage pasó frente a mí en la intersección de las calles Infanta y Manglar, con ese andar típico del defenestrado, con esa cadencia que tiene el caído cuando ha perdido la esperanza de que lo reivindiquen. Sentí pena por él, no por verlo caminar bajo el sol cuando hasta hace poco tenía chofer, sino porque todos lo miraban con un silencio castigador, con un mohín de desquite. Una mujer pasó por mi lado y la oí decir: “El pobre, mira que tuvo que poner la cara para que al final le hicieran esto”.
Un año y medio después del despido de Carlos Lage y Felipe Pérez Roque todavía no se aclara la razón que condujo a su final político. En un gesto de inusitada discreción, el video que se les proyectó a los militantes del Partido Comunista –explicando los motivos del truene– nunca se filtró hacia las redes alternativas de información. Tampoco nos convencieron aquellas fotos en que aparecían ambos en una fiesta, tomando cerveza y sonriendo, pues si esa fuera la causa para perder el cargo no quedaría un solo ministro en su puesto y la silla presidencial estaría vacía. La frase de que tanto el canciller como el vicepresidente se habían vuelto adictos a “las mieles del poder”, escrita por Fidel Castro en una de sus reflexiones, más parecía la confesión de quien conoce bien la jalea real de un gobierno sin límites que la explicación del error cometido por otros. De manera que nos hemos quedado sin conocer qué llevó esta vez a que Saturno se comiera a sus hijos, con ese regusto de quien se está devorando la última camada, la generación que pudiera sustituirlo.
Sentí compasión por Carlos Lage al verlo con su gorra tapándose el rostro, con su paso apurado para que no lo advirtieran. Tuve el impulso de llamarlo para decirle que al expulsarlo le habían evitado el escarnio futuro y lo habían convertido en un hombre libre. Pero pasó tan de prisa por mi lado, el asfalto despedía tanto calor y aquella mujer lo miraba con tanta burla, que sólo atiné a cruzar la acera. Dejé al defenestrado con su soledad, aunque créanme que tuve ganas de acercarme y susurrarle que no estuviera triste: al botarlo en realidad lo habían salvado.
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Sajarov tropical

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Es difícil imaginar que dentro del cuerpo enclenque de Guillermo Fariñas, bajo su rostro sin cejas, exista un a voluntad a prueba de desánimos. Sorprende también que en los momentos de mayor gravedad para su salud no haya dejado de estar atento a los problemas y dificultades de quienes lo rodean. Incluso ahora, con la vesícula extirpada y unos dolorosos puntos quirúrgicos que le atraviesan el abdomen, siempre que lo llamo, en lugar de quejarse, me pregunta por la familia, por mi salud y la escuela de mi hijo. ¡Qué manera de vivir para los otros tiene este hombre! No en balde cerró su boca a los alimentos para lograr que 52 presos políticos –de los cuales él no conocía a muchos– fueran excarcelados.
Hay premios que prestigian a una persona, que arrojan luz sobre la valía de seres hasta ayer desconocidos. Pero también hay nombres que le dan lustre a un galardón y este el caso del Sajarov otorgado a Fariñas. Después de este octubre, los próximos homenajeados con el máximo lauro del Parlamento Europeo tendrán un motivo más para sentirse orgullosos. Porque ahora tiene mayor realce gracias a que lo ha obtenido este villaclareño entregado a los demás, este ex militar que renunció a las armas para volcarse en la lucha pacífica.
Quién mejor que él, que se trazó una meta inmensa y la logró, que nos dio a todos una lección de entereza y sometió su cuerpo a dolores y privaciones que le dejarán una secuela de por vida. Ningún nombre más adecuado para ser incluido en la misma lista donde están Nelson Mandela, Aung San Suu Kyi y las Damas de Blanco que el de este periodista y psicólogo cuya principal característica es la humildad. Una llaneza que ni los micrófonos de todos los periodistas que lo han entrevistado en estos días, ni los destellos de las cámaras han logrado cambiar. Con esa sencillez que sus amigos tanto admiramos en él, Coco –porque hasta su apodo es humilde– ha logrado que el Premio Sajarov parezca mucho más importante.
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Terapia ocupacional

macrame
Unos hacen figuritas de papel, otros unen cuentas de colores en un collar que nunca se termina o pegan trocitos de tela en una sobrecama infinita. Terapia ocupacional le llaman: mantener las manos trabajando para que la mente no se desboque, diría yo. De vez en cuando, una de esas repetitivas ocupaciones logra sacarme de la cotidianidad aunque no la haga con agujas o pegamento, sino auxiliándome de destornilladores y pinzas de corte. Me da por desarmar circuitos, recomponer cables, abrir todo tipo de elementos electrodomésticos a ver si su diagrama de funcionamiento tiene más lógica que nuestra absurda realidad. Hago y rehago la tecnología.
Quizás un día logre crear ese artilugio que no sólo relaje tensiones, sino que sirva –finalmente– para conectarnos a Internet.
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Tarará

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"Bienvenido Mr. Marshall" (1952) filme del director español Luis García Berlanga
Dos semanas en el campamento de pioneros Tarará y mi hermana y yo regresaríamos a casa contando las zambullidas en la playa. Pero esa vez sería distinto, pues íbamos a formar parte de una actividad para mostrar a alguien muy importante que la villa de casonas particulares era ahora una zona para el disfrute de los hijos de obreros. Sobre el césped –en la rivera ribera del río– formaríamos cinco grandes círculos que representaban los continentes y nos tomaríamos de las manos vestidas con los trajes típicos de cada región. A mí me tocó ser lituana.
Mi madre alquiló los disfraces en una tienda de la calle Galiano de la cual sólo queda hoy una fosa albañal drenando hacia la acera. Debía usar una blusa de mangas largas, sobre ella un chaleco de tela gruesa con bordados de colores, además de una diadema en la cabeza y polainas sobre los zapatos. El traje no era nada adecuado para el agobiante sol de aquel julio de 1984, pero resistí varios días de ensayo por la curiosidad sobre quién sería el distinguido visitante. Cerca de mí, unas colegas de la misma escuela rabiaban de calor, embutidas en un multicolor atuendo mongol. El guía tocaba el silbato y dábamos vueltas en una dirección o en otra sobre la hierba cortada, a la espera de esos encumbrados ojos que nos mirarían girar.
El día planeado para representar en directo nuestra danza mundial, yo descubrí que en el albergue me habían robado una polaina y mi hermana mostraba los primeros síntomas de una insolación. Bailamos en redondeles con desgano, mientras se propalaba el rumor que el hermano del Máximo Líder llegaría en cualquier momento. Una caravana de autos veloces cruzó el puente sobre el río Tarará, eran tres Alfa Romeo color vino tinto. Un minuto después nos dijeron que podíamos abandonar la formación; el eminente visitante ya había pasado. Raúl Castro, como en el filme español Bienvenido Mr. Marshall, nos había dejado con la ropa puesta y la coreografía ensayada.
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Neoliberalismo

Con el comienzo de los despidos masivos, nuestras autoridades han anticipado la peor pesadilla que el propio aparato de propaganda oficial había anunciado para el día en que se produjera un derrumbe del sistema. La drástica medida ha sido justificada como parte del perfeccionamiento o la actualización del modelo económico cubano, eufemismos con los que se trata de enmascarar el aumento de las reglas del mercado en el funcionamiento de la economía.
Que lo hagan los actuales gobernantes es un alivio para los políticos del futuro, a quienes corresponderá anunciar la parte hermosa de la transición, donde estarán en primer plano las libertades ciudadanas y los derechos económicos. Al revés de lo que habían anunciado los propagandistas del régimen, las rocas donde se estrellaría la nave de la revolución con todas sus conquistas a bordo no estaban en la dirección donde cantaban las sirenas del capitalismo, sino en el espejismo de la utopía.
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Cola loca

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Se gritan de balcón a balcón y en un primer momento pienso que se insultan, pero no. La del edificio de la esquina le dice a la otra señora que han sacado “cola loca” en la tiendecita de Boyeros y Tulipán. Ambas abren los ojos, gesticulan, “es que estaba perdida”, “no había en ninguna parte”, afirman. Me río entre dientes mientras miro la punta de mi zapato, necesitada también de ese pegamento instantáneo que las vecinas anuncian como si hubiera venido carne de res por la libreta. Si llego a tiempo para alcanzar un tubo de la mágica cola, podría pegar la tecla de la computadora que anda dando vueltas por ahí y el timbre de la puerta, que apenas lo escuchamos cuando alguien toca.
En medio de mi enumeración de cosas rotas, me da por preguntarme si habrá estadísticas de cuánta cola loca se consume al año en esta Isla. No es un producto básico, pero intuyo que hay una relación entre la necesidad de reparar nuestras pertenencias y el grado de crisis económica que vive el país. Si no, por qué todo el mundo está corriendo detrás de un adhesivo que se anuncia como capaz de recomponerlo todo. Frecuentemente, tengo trozos de goma en los codos o sobre la ropa después de hacer uno de esos arreglos a los que la cotidianidad me obliga. La última vez que me dediqué a esas faenas se me quedaron pegados el índice y el pulgar, hasta que con agua caliente logré separarlos perdiendo un trozo de piel en el intento.
En muchas tiendas, cuando abastecen con ese “cemento de contacto” tal pareciera que hay rebaja de productos. La gente compra decenas de tubos, como si su gran poder adherente pudiera pegar una realidad resquebrajada por la frustración. No somos un pueblo excesivamente austero que no quiere desechar lo inservible, sino que entre nosotros es difícil hacerle caso a la fecha de caducidad que ponen los fabricantes. Cuando se rompe algo rara vez tiene sustituto. Por eso, dejo este post aquí y me voy a comprar mi porción de cola loca, mi necesaria dosis de instantáneo remiendo. Quizás unas gotas me sirvan para juntar los trozos de ese futuro que se nos ha caído al piso, regando añicos por todos lados.
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Mario Vargas Llosa: Un Nobel largamente postergado

mariovargasllosa
La literatura de Mario Vargas Llosa ha causado varios giros esenciales en mi vida. El primero fue hace 17 años, en un verano con apagones y crisis económica. Bajo el pretexto de conseguir “La guerra del fin del mundo”, me acerqué a un periodista expulsado de su profesión por problemas ideológicos con el que todavía comparto mis días. Conservo aquel ejemplar de carátula deshecha y páginas amarillentas, pues decenas de lectores descubrieron con él a ese autor peruano censurado en las librerías oficiales.
Después vino la universidad y mientras preparaba mi tesis sobre la literatura de la dictadura en Latinoamérica, apareció su novela “La fiesta del chivo”. La inclusión en mi análisis de aquel texto sobre Trujillo no fue del agrado del tribunal que me evaluaba. Tampoco les gustó que entre las características de los caudillos americanos yo resaltara justo aquellas que también ostentaba “nuestro” Máximo Líder. De ahí que por segunda vez un libro del hoy Premio Nobel de Literatura marcó mi existencia, pues me hizo darme cuenta de lo frustrante que resultaba ser filóloga en Cuba. Para qué necesito un título –me dije– donde se anuncia que soy una especialista en el idioma y las palabras, cuando ni siquiera puedo unir frases libremente.
Así que Vargas Llosa y su literatura son responsables, de una manera directa y “alevosa”, de mucho de lo que soy ahora: de mi felicidad matrimonial y de mi aversión a los totalitarismos, de haber renegado de la filología y de acercarme al periodismo.
Me estoy preparando desde ahora, pues temo que la próxima vez que un libro suyo caiga en mis manos su efecto durará otros 17 años o volverá a significar el portazo a una profesión.
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Valijas autónomas

Debajo del asiento se veía un maletín de agarraderas remendadas, de aquellos que les daban en los años 80 a quienes salían en misión. Cada vez que el ómnibus caía en un bache, varios ojos lo miraban para comprobar que su contenido no se había derramado a través del zíper roto. Cerca de la carretera hacia el poblado de Candelaria, una patrulla de policía detuvo el viaje y ordenó a todos que bajaran con sus pertenencias. Al final del pasillo se quedó, junto a otras igual de huérfanas, la zurcida valija que de seguro una vez había estado en Europa o en algún país de África. Nadie hizo el mínimo ademán de tomarla.
Dos oficiales revisaron cada hilera y amontonaron en la escalerilla los bultos que ningún cliente reclamaba. Los abrieron sin mucho cuidado, cortando las esquinas, arrancando los broches, para dejar al descubierto esos productos que en esta Isla son más perseguidos que las armas o las drogas: leche, queso, langosta, camarones y pescado. Un perro pastor, entrenado en detectar mariscos, lácteos y carne de res, buscaba entre los bolsos que las personas habían llevado consigo hacia la cuneta, bajo el sol. “Todos van detenidos hasta que aparezcan los dueños de estos paquetes”, gritó uno con grados de mayor que comenzó a llenar el maletero del carro policial con las mercancías confiscadas.
Aunque en la estación les hicieron preguntas y amenazas por más de dos horas, no se pudo imputar delito alguno a los viajeros, pues no hubo forma de probar a quiénes pertenecían esos kilogramos de alimentos que de seguro iban a parar al mercado negro. Fue imposible relacionar aquellos maletines que viajaban “solos” con alguna persona. Extrañamente, los ómnibus que recogen el país van cargados con esas pertenencias que nadie quiere reconocer como propias. Valijas, jabas y cajas autónomas que sólo tendrán propietario si logran llegar a su destino, si alcanzan a pasar indemnes los puntos de control, las requisas y el olfato de los perros.

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