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domingo, 11 de septiembre de 2016

El terror revolucionario. Los fusilados por Raúl Castro en Santiago de Cuba

Penúltimos Días » El terror revolucionario. Los fusilados de Santiago de Cuba



EL MOVIMIENTO BLOGGER, ESTA LLAMADO A SER EL CATALIZADOR MORAL DE LOS GOBIERNOS, ANTE LOS OJOS DEL MUNDO



El terror revolucionario. Los fusilados de Santiago de Cuba







Fue en Oriente, poco tiempo antes de la toma del poder, donde se
tomaron las decisiones que debían sellar el futuro del nuevo régimen. La
primera de ellas fue el castigo a los “esbirros” de la dictadura. Una
“justicia severa”, según la expresión reiterada constantemente por Fidel
Castro, y reportada por el comandante Huber Matos, hoy día exilado en
Miami:


“Tenemos que aplicar la justicia revolucionaria para que
nunca más se cometan crímenes desde el poder. No nos puede dar pena, no
nos puede causar preocupación, porque nosotros tengamos que fusilar,
tengamos que castigar a los criminales de guerra. Hay que establecer las
bases para que en la Cuba del futuro nunca más haya esbirros.”
Además de Fidel y Raúl Castro, asistían a esta reunión decisiva, que
tuvo lugar en El Cobre, algunos comandantes del Ejército Rebelde. Entre
ellos estaba Huber Matos quien, algunos meses más tarde, debió
comparecer él mismo ante un tribunal revolucionario para ser condenado a
20 años, y que explicaba de este modo el proceso.


“La justicia revolucionaria es la primera etapa del
terror revolucionario. Es el condicionamiento de la mente del cubano.
Con el pretexto de castigar a los grandes culpables, se va creando en la
mentalidad del pueblo cubano la idea que se puede aplicar una justicia
severísima porque el poder lo puede todo.”
“Medidas severas” y “terror” iban parejos. Para ello, la pena de
muerte fue restablecida y casi sistemáticamente aplicada a aquellos que
los nuevos gobernantes señalaban como “criminales de guerra”. Las
ejecuciones no fueron la respuesta revolucionaria a una amenaza real,
sino un acto político deliberado, programado incluso antes de la caída
de la dictadura de Batista, como uno de los pilares del régimen que
debía instaurarse. Y todos los responsables deberían adherirse a esos
principios, unos practicando ellos mismos esas ejecuciones, otros
presidiendo los tribunales revolucionarios, y otros más haciendo la
apología de los fusilamientos en la prensa.


El primero en poner en práctica las consignas fue Raúl Castro. ¡Y con qué celo!


“¡EXCLUSIVA! ¡VEA LA LISTA DE LOS FUSILADOS EN SANTIAGO!”
El diario Revolución, órgano del Movimiento del 26 de julio,
publicaba ese anuncio en primera plana el 14 de enero de 1959. ¡Los
condenados a muerte y fusilados en la madrugada del 12 de enero eran
efectivamente 72! Se trataba de soldados y oficiales del cuartel
Moncada, el mismo que los hermanos Castro habían intentado atacar, sin
éxito, en 1953. Menos de seis años más tarde, tomaban su revancha, por
medio de ese acto simbólico. Los militares que los habían puesto en fuga
y que habían torturado o asesinado a varios de sus compañeros ya no
estaban probablemente en funciones en ese cuartel. Pero poco importaba.
Ellos también eran considerados “esbirros” a sueldo de Batista. Su
muerte había sido ordenada por un Tribunal Revolucionario constituido
apresuradamente por Raúl Castro. Fue la primera manifestación del terror
puesto en práctica por la revolución cubana.


El pelotón de fusilamiento funcionó a tiempo completo ese día.
Anteriormente, durante el juicio, uno de los más expeditos que hayan
tenido lugar en los primeros días de la revolución, Raúl Castro
intervino para afirmar que todos eran culpables, con el mismo nivel de
responsabilidad: todos merecían la muerte.


El periodista Antonio Llano Montes, de la revista Carteles,
cuenta, años más tarde, en 2002, el proceso que había ido a cubrir,
junto con otros dos reporteros, Bernardo Viera, de la revista Bohemia, y Julio César González Rebull, del diario El Crisol:


“Fuimos a reportar el juicio que se les hacía a 72
infelices. Estábamos presentes cuando Raúl Castro interrumpió al
tribunal y dijo: “Si uno es culpable, los demás también lo son. Los
condenamos a todos a ser fusilados”.

Más tarde me dijeron que estaban abriendo la zanja en el campo de tiro,
en el campamento militar de Santiago de Cuba, frente a donde iban a
fusilar a esas 72 personas. En la tarde yo me dirigí hacia allí, para
retratar la zanja, y saludé al sacerdote que iba a asistir a los
condenados a muerte. Después de tomar la foto, comenzaron a llegar los
prisioneros en camiones, y yo no quise presenciar el macabro
espectáculo, y me fui atravesando a pie todo el campo de tiro, y tomando
un taxi que me llevó de nuevo al hotel. En honor a la verdad, nosotros
no presenciamos el monstruoso crimen de Raúl Castro.

Al día siguiente volví al campo de tiro, y vi que la zanja con los
cadáveres de aquellos 72 infelices, había sido tapada con tierra, y pude
ver algo que me horrorizó, la mano de uno de los fusilados que salió
fuera de la tierra y se agarraba a una piedra, esto indicaba, que a
muchos de los fusilados, los habían enterrado vivos. Y en aquellos días,
en que fusilaban a cualquiera por cualquier cosa, yo tuve la osadía de
publicar el reportaje de la zanja, de los fusilados, y de los que
enterraron vivos.”
El cura encargado de acompañar en su muerte a los condenados les
confió a los periodistas presentes que “ése fue un espectáculo macabro,
que nunca será superado en crueldad, y que él estuvo a punto de vomitar
en varias ocasiones”.


Por haber reportado esos detalles siniestros, el periodista Antonio
Llano Montes —que más tarde tomaría el camino del exilio— recibió
mensajes de intimidación por parte de algunos de sus colegas, sobre todo
de Carlos Franqui, el director de Revolución, quien lo
calificó de “agente del imperialismo y enemigo de la Revolución”. El
órgano del Movimiento 26 de julio, no obstante, estuvo entre los
primeros, junto con Bohemia, en desplegar en múltiples
ocasiones, con gran lujo de detalles, los últimos momentos de los
fusilados. Franqui tomó también la decisión de irse de Cuba en 1968.


Esa ejecución masiva se efectuó bajo las órdenes de Raúl Castro, y no
de Fidel. Éste pretendió ir más allá. Desde entonces, no cejó en
superar la hazaña de su hermano, ordenando él mismo nuevos procesos y
nuevas ejecuciones, por miles. Pero ni él ni su hermano debían asistir a
las futuras ejecuciones, al menos públicamente. Dejaron esa ingrata
tarea entre las manos (sucias) de Ernesto Che Guevara, en la fortaleza
de La Cabaña en La Habana, y entre las de sus subordinados en todas las
provincias del interior del país.


Años más tarde, en 1966, Raúl Castro tomó la precaución de hacer
desaparecer los cuerpos que permanecían en la fosa común del campo de
tiro de Santiago de Cuba. Hizo construir grandes ataúdes de cemento, que
fueron llevados en barcos para ser largados en alta mar, lo más lejos
posible de la costa sur de Oriente, en aguas muy profundas. Jamás
volverían a la superficie las huellas del crimen. El tiempo se
encargaría del resto. Así, los cuerpos del delito podrían ser olvidados.


Jacobo Machover

París


* Capítulo del libro Raúl et Fidel. La tyrannie des frères ennemis, recientemente publicado en París por las ediciones François Bourin. Foto: Time/Life Archive Inc.


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