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Marti por siempre!!

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domingo, 26 de enero de 2014

Mapa dibujado por un espía, de Guillermo Cabrera Infante, Testimonio descarnado y atroz

Fidel Castro, del humanismo al totalitarismo - La Cuba de Fidel Castro |Martí, Habana, dictadura, preso, miseria, racismo, crisis, educación, salud, revolución, socialismo, castrismo, castrista, izquierdista, mentira, derechos, tiranía, película



EL MOVIMIENTO BLOGGER, ESTA LLAMADO A SER EL CATALIZADOR MORAL DE LOS GOBIERNOS, ANTE LOS OJOS DEL MUNDO



Homofobia y Lacras
Sociales

Juan
Goytisolo

14 de diciembre de 2013
 
Cabrera Infante retrató la deriva del castrismo que le obligó a expatriarse
 
Decir que he leído de un tirón, con apasionamiento, Mapa dibujado por un
espía,
de Guillermo Cabrera Infante, publicado por
Galaxia Gutenberg en una cuidada edición a cargo de Antoni Munné, es
quedarme corto. La inmersión en sus páginas ha sido para mí
retroceder en el tiempo, un salto vertiginoso de medio siglo para
vivir entre personajes que fueron mis amigos y otros muchos que
frecuenté u oí hablar de ellos durante mis dos viajes de “turista
revolucionario” a una Cuba que parecía encarnar la utopía de una
sociedad libre, justa e igualitaria. Mi librito Pueblo en marcha,
publicado en París en 1962, da buena cuenta de ello.

 
Durante
mi segunda estancia en La Habana, en plena crisis de los cohetes, con
miras a un guion de cine para Tomás Gutiérrez Alea que
nunca se llevó a cabo, Cabrera Infante no estaba en Cuba. Había sido
nombrado agregado cultural de la embajada de su país en Bruselas y allí
residía cuando en junio de 1965 recibió la noticia de
la grave enfermedad de su madre y llegó a La Habana justo para
asistir a su entierro. Tras unos días de duelo, cuando se disponía a
coger el avión de regreso, una llamada telefónica del ministro
de Asuntos Exteriores se lo impidió. Raúl Roa quería hablar con él y
no pudo embarcarse con los demás pasajeros.

 
Mapa dibujado por un espía abarca el periodo de cuatro
meses entre esta salida frustrada y su costosa autorización para dejar la isla con destino a España en donde su novela Tres tristes
tigres
había sido galardonada con el premio Biblioteca
Breve de la editorial Seix Barral: un periodo lleno de tensiones e
incidentes que desembocaron en su decisión de expatriarse con
la amarga verificación de que Cuba ya no era Cuba y de que aquel
país no era su país.

 
Ante
el rumbo inquietante de la revolución hacia un sistema totalitario que
alarmaba incluso a viejos militantes comunistas como el
poeta Nicolás Guillén a quien Fidel Castro había tildado de
“haragán” en una charla con los estudiantes (“¡Este tipo es peor que
Stalin! Por lo menos Stalin está muerto pero este va a vivir 50
años más y nos va a enterrar a todos”, dijo Guillén a Cabrera
Infante), los escritores cubanos llamados al orden desde el famoso
encuentro con Fidel en 1961 y el cierre posterior del magacín
Lunes de Revolución dirigido por Guillermo, se habían dividido entre quienes se atrevían a criticar abiertamente la deriva autoritaria
del régimen como Walterio Carbonell y Martha Frayde, los críticos cautos como Carlos Franqui y Gutiérrez Alea (cuyo filme Fresa y
chocolate
fue un prudente ejercicio de disidencia) y los
que se doblegaron a los imperativos doctrinales del “socialismo real”
en el que, como dijo un libertario de Mayo del 68, todo
era real excepto el socialismo.

 
Dada
la imposibilidad de resumir aquí la pleamar represiva que afectaba a
intelectuales, escritores y artistas reflejada en el libro,
me detendré en uno de los elementos más significativos de lo que se
conoce hoy como la Década Ominosa: la obsesión enfermiza del régimen
contra los culpables o sospechosos de homosexualismo,
calificados de “delincuentes sexuales”, obsesión que desembocó en el
envío de decenas de millares de ellos a los campos de trabajo de las
UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción) poco
después de la salida de Cabrera Infante de la isla.

 
La
creación de un departamento del Ministerio del Interior, el de Lacras
Sociales, era el vértice de una vasta pirámide de espionaje
y control que a partir de los Comités de Defensa de cada barrio
elaboraba casa por casa un censo de los sospechosos de desviación.
Obviamente, los medios literarios y artísticos se convirtieron
en el punto de mira de los celadores del orden y las buenas
costumbres impuestos por la Revolución. El Teatro Estudio, el grupo
cultural El Puente, los círculos intelectuales marginados por la
línea oficial comenzaron a sufrir las consecuencias de esa manía
persecutoria. El director de la revista Casa de las Américas,
Antón
Arrufat, había sido destituido de su cargo por haber publicado un
poema de José Triana con alusiones homoeróticas e invitado a Cuba al
icono de la Beat Generation
Allen Ginsberg. En cuanto a Virgilio Piñera, detenido ya en 1961 en la
primera redada organizada por los guardianes de la ortodoxia a
ultranza y liberado gracias a la intervención de Carlos Franqui,
vivía aterrorizado y con esa valentía suya que brotaba del miedo había
discutido con sus amigos la idea de una manifestación ante
el palacio presidencial para denunciar el acoso que sufrían por
parte de Lacras Sociales y su jauría de malsines. Dicha manifestación
que anticipaba la de los actuales activista gais en regímenes
autoritarios y que en el contexto cubano de 1965 era inútilmente
suicida no se realizó y el ministro del Interior, el comandante Ramiro
Valdés y su adjunto Manuel Piñeiro siguieron con las suyas
contra las “desviaciones y extravagancias” tanto de la santería
africana de los lucumíes y abakuás como de los estigmatizados sodomitas.

 
El
episodio más revelador de esa atmósfera paranoica que refleja el libro
es tal vez el referido al autor por Tomás Gutiérrez Alea,
mi amigo Titón: el del “juicio” al que asistió casualmente con dos
colegas en la Federación de Estudiantes Universitarios contra dos
alumnos acusados de contrarrevolucionarios, sentados en un
estrado con el juez y sus acusadores ante una asamblea vociferante
que no les concedía la palabra y exigía su expulsión. Las víctimas de
aquella siniestra farsa eran un muchacho motejado de
“raro” y una chica, de “egoísta y exquisita”. Los dos jóvenes y un
asistente al acto que no alzó el brazo como los demás (“¡ojo, aquí hay
uno que no votó!”) fueron excluidos de la universidad y
después de aquel linchamiento purificador el raro, un alumno
eminente de la escuela de Arquitectura, se arrojó del último piso del
edificio en el que vivía. La epidemia de suicidios que diezmó
las filas de la intelectualidad y la clase política cubanas durante
aquellos años, epidemia analizada por Cabrera Infante en su obra Mea
Cuba,
se cobró una víctima más.

 
No
quiero concluir estas líneas sin mencionar la digna y eficaz
intervención de Lezama Lima para quitar hierro a las palabras de
Walterio Carbonell ante un grupo de empresarios franceses salvándole
así momentáneamente de la máquina represiva que se abatiría sobre él
dos años más tarde acusado de fomentar un Poder Negro en
la isla y el ostracismo y castigo de algunos fieles de Che Guevara
como el embajador de Cuba en Bruselas Alberto Mora a quien su
excompañero de lucha antibatistiana Ramiro Valdés visitaría más
tarde en su celda de La Cabaña exhortándole a que confesara sus
imaginarios crímenes contrarrevolucionarios, y Enrique Oltuski, enviado
cuatro meses al penal de Isla de Pinos por haber
pronosticado con acierto el fracaso de uno de los grandiosos planes
agrícolas de Fidel.

 
La
transformación del “desviacionismo” sexual en político y de ambos en una
forma inicua de delincuencia constituye una de las
páginas más sombrías de una Revolución que Cabrera Infante, como la
inmensa mayoría de intelectuales cubanos, acogió con entusiasmo hasta
que las sucesivas experiencias recogidas en el libro
sobre su última estancia en la isla le convirtieron en este gran
escritor de dentro desde fuera de Cuba que todos sus lectores admiramos.

 
 
El mapa de la tristeza
Mario Vargas Llosa
15 de diciembre de 2013
 
PIEDRA
DE TOQUE. El libro póstumo de Guillermo
Cabrera Infante reconstruye los cuatro meses llenos de desaliento y
neurosis que pasó en La Habana antes de emprender el camino que lo
llevaría al exilio definitivo

 
El libro póstumo recién publicado de Guillermo Cabrera Infante se titula Mapa dibujado por un espía pero debería llamarse
más bien El mapa de la tristeza por el sentimiento de
soledad, amargura, indefensión e incertidumbre que lo impregna de
principio a fin. Cuenta los cuatro meses y medio que pasó en La
Habana, en el año 1965, adonde había viajado desde Bruselas —era
allí agregado cultural de Cuba— por la muerte de su madre. Pensaba
regresar a Bélgica a los pocos días, pero, cuando estaba a
punto de embarcarse para el retorno a su puesto diplomático junto
con sus dos pequeñas hijas, Anita y Carola, recibió en el aeropuerto de
Rancho Boyeros una llamada oficial, indicándole que debía
suspender su viaje pues el ministro de Relaciones Exteriores, Raúl
Roa, tenía urgencia de hablar con él. Regresó a La Habana de inmediato,
sorprendido e inquieto. ¿Qué había ocurrido? Nunca
llegaría a saberlo.

 
El
libro narra, a vuela pluma y a veces con frenesí y desorden, los cuatro
meses siguientes, en que Cabrera Infante vuelve muchas
veces al ministerio, sin que ni el ministro ni alguno de los jefes
lo reciba, descubriendo de este modo que ha caído en desgracia, pero sin
enterarse nunca cómo ni por qué. Sin embargo, al día
siguiente de llegar, Raúl Roa lo había felicitado por su gestión
como diplomático y anunciado que probablemente volvería a Bruselas
ascendido como ministro consejero de la embajada. ¿Qué o quién
había intervenido para que su suerte cambiara de la noche a la
mañana? Por lo demás, le seguían pagando su sueldo y hasta le renovaron
la tarjeta que permitía hacer compras en las tiendas para
diplomáticos, mejor provistas que las bodegas cada vez más
misérrimas a las que acudía la gente común. ¿Lo consideraba el gobierno
un enemigo de la Revolución?

 
La verdad es que no lo era todavía. Había tenido un conflicto con el régimen en 1961, cuando éste clausuró Lunes de
Revolución,
revista cultural que Cabrera Infante dirigió
durante los dos años y medio de su prestigiosa existencia, pero en los
tres años de su alejamiento diplomático en Bélgica había sido,
según confesión propia, un funcionario leal y eficiente de la
Revolución. Aunque algo desencantado por el rumbo que tomaban las cosas,
da la impresión que hasta su regreso a La Habana de 1965
Cabrera Infante todavía pensaba que Cuba enmendaría el rumbo y
retomaría el carácter abierto y tolerante del principio. En estos cuatro
meses aquella esperanza se desvaneció y fue allí, mientras,
confuso y temeroso por su kafkiana situación de incertidumbre total
sobre su futuro, deambulaba por sus amadas calles habaneras, veía la
ruina que se apoderaba de casas y edificios, las enormes
dificultades que el empobrecimiento generalizado imponía a los
vecinos, el aislamiento casi absoluto en que se había confinado el
poder, su verticalismo y la severidad de la represión contra
reales o falsos disidentes, y la inseguridad y el miedo en que vivía
el puñado de amigos que todavía lo frecuentaban —escritores, pintores y
músicos casi todos ellos— cuando perdió las últimas
ilusiones y decidió que, si salía de la isla, se exiliaría para
siempre.

 
No lo
dijo a nadie, por supuesto. Ni a sus más íntimos amigos, como Carlos
Franqui o Walterio Carbonell, revolucionarios que también
habían sido alejados del poder y convertidos en ciudadanos
fantasmas, por razones que ignoraban y que los tenían, como a él,
viviendo en una angustiosa y frustrante inutilidad, sin saber lo que
ocurría a su alrededor. Las páginas que describen el vacío cotidiano
de ese grupo, que trataba de atenuar con chismografías y fantasías
delirantes, entre tragos de ron, son estremecedoras. El
libro no contiene análisis políticos ni críticas razonadas al
gobierno revolucionario; por el contrario, cada vez que asoma el tema
político en las reuniones de amigos, el protagonista enmudece y
procura alejarse de la conversación, convencido de que, en el grupo,
hay algún espía o de que, de un modo u otro, lo que allí se diga
llegará a los oídos del Ministerio del Interior. Hay algo de
paranoia, sin duda, en este estado de perpetua desconfianza, pero
tal vez ella sea la prueba a la que el poder quiere someterlos para
medir su lealtad o su deslealtad a la causa. No es de
extrañar que, en estos cuatro meses, comenzara para Cabrera Infante
aquel vía crucis psicológico que, con el tiempo, iría desbaratando su
vida y su salud pese a los admirables esfuerzos de Miriam
Gómez, su esposa, para infundirle ánimos, coraje y ayudarlo a
escribir hasta el final.

 
La
publicación de este libro es otra manifestación del heroísmo y la
grandeza moral de Miriam Gómez. Porque en él Guillermo cuenta,
con una sinceridad cruda y a veces brutal, cómo combatió el
desaliento y la neurosis de aquellos cuatro meses seduciendo a mujeres,
acostándose a diestra y siniestra, y hasta enamorándose de una
de esas conquistas, Silvia, que pasó a ser por un tiempo
públicamente su pareja. Este y los otros fueron amores tristes,
desesperados, como lo es la amistad y la literatura y todo lo que
Cabrera
Infante hace y dice en estos cuatros meses, porque a lo que de veras
vive entregado en su fuero más íntimo es a su voluntad de escapar, de
cortar para siempre con un país para el que no ve, en un
futuro próximo, esperanza alguna.

 
No fue
una decisión fácil. Porque él amaba profundamente Cuba, y, en especial
La Habana, todo lo que había en ella, principalmente la
noche, los bares y los cabarets y las bailarinas y sus cantantes, y
la música, el clima cálido, las avenidas y los parques —¡y sus cines!—
por los que pasea incansablemente, recordando los
episodios y las gentes asociados a esos lugares, como para que su
memoria tomara debida cuenta de ellos en todos sus detalles, sabiendo
que no volvería a verlos, y poder recordarlos más tarde con
precisión en sus ensayos y ficciones. En efecto, es lo que hizo.
Cuando por fin, luego de esos cuatro meses, gracias a Carlos Rafael
Rodríguez, líder comunista con el que el padre de Cabrera
Infante había trabajado en el partido muchos años, Guillermo
consiguió salir de Cuba con sus dos hijas, rumbo a España y al exilio,
se llevó con él su país y le fue fiel en todo lo que escribió.
Pero nunca se resignó a vivir lejos de Cuba, ni siquiera en los
momentos en que obtuvo los mayores reconocimientos literarios y vio cómo
la difusión y el prestigio de su obra lo compensaban de la
feroz campaña de denigración y calumnias de que fue víctima durante
tantos años. Aunque decía que no, yo creo que nunca perdió la esperanza
de que las cosas fueran cambiando allá en la isla y de
que, algún día, podría volver físicamente a esa tierra de la que
nunca había logrado desprenderse. Probablemente sus males se agravaron
cuando, en un momento dado, tuvo que reconocer que no, que
era definitivo, que nunca volvería y moriría en el exilio.

 
Me ha
impresionado mucho este libro, no sólo por el gran afecto que sentí
siempre por Cabrera Infante, sino por lo que me ha revelado
sobre él, sobre La Habana y sobre esa época de la Revolución Cubana.
Conocí a Guillermo cuando era todavía diplomático en Bélgica y se
guardaba muy bien de hacer críticas a la Revolución, si es
que entonces las tenía. En la época que él describe yo estuve en
Cuba y ni vi ni imaginé lo que él y los demás personajes de este libro
vivían, aunque estuve con varios de ellos muchas veces,
conversando sobre la Revolución, y convencido que todos estaban
contentos y entusiasmados con el rumbo que aquella tomaba, sin sospechar
siquiera que algunos, o acaso todos, disimulaban,
representaban, y, debajo de su entusiasmo, había simplemente miedo.
Antoni Munné, que, al igual que los dos libros póstumos anteriores, ha
preparado esta edición con desvelo, ha puesto al final
una Guía de Nombres, que da cuenta de lo ocurrido luego con los
personajes que Cabrera Infante compartió estos cuatro meses; es una
información muy instructiva para saber quiénes cayeron
efectivamente en desgracia y sufrieron aislamiento y cárcel, o se
reintegraron al régimen, o se exiliaron o suicidaron.

 
Ha
hecho bien Antoni Munné en dejar el texto tal como fue escrito, sin
corregir sus faltas, algo que sin duda Cabrera Infante se
propuso hacer alguna vez y no le alcanzó el tiempo, o, simplemente,
no tuvo el ánimo suficiente para volver a enfrascarse en semejante
pesadilla. Así como está, un borrador escrito con total
espontaneidad, sin el menor adorno, en un lenguaje directo, de
crónica periodística, conmueve mucho más que si hubiera sido revisado,
embellecido, transformado en literatura. No lo es. Es un
testimonio descarnado y atroz, sobre lo que significa también una
Revolución, cuando la euforia y la alegría del triunfo cesan, y se
convierte en poder supremo, ese Saturno que tarde o temprano
devora a sus hijos, empezando por los que tiene más cerca, que
suelen ser los mejores.

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