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miércoles, 6 de agosto de 2014

El Maleconazo visto desde las persianas Por 14yMedio

El Maleconazo visto desde las persianas



El Maleconazo visto desde las persianas

IGNACIO VARONA, La Habana | Agosto 05, 2014



(Karel Poort)(Karel Poort)



Amalia
Gutiérrez vivía en la calle Gervasio, en pleno barrio de San Leopoldo,
cuando escuchó aquella gritería al otro lado de sus persianas. Roberto
Pascual era un paciente que aguardaba por una hemodiálisis a las afueras
del Hospital Hermanos Ameijeiras. Y Vivian Bustamante vendía pizzas
ilegales cerca de la Embajada de España. Los tres fueron testigos
ocasionales, aquel 5 de agosto de 1994, de la mayor explosión social
ocurrida en Cuba en los últimos 55 años. Ninguno sabía lo que sucedía,
pero los tres sintieron miedo, curiosidad y angustia.

"Vi
venir corriendo un montón de gente con poca ropa, bueno de la forma en
que todos nos vestíamos en aquellos años", cuenta la vendedora furtiva.
"Yo cogí miedo, me mandé a correr y me escondí en una escalera en la
misma calle Malecón", refiere la mujer que aquel viernes dice haber
visto "la cosa más impresionante" de su vida. En la entrada de un casa
en altos encontró una concavidad, que alguna vez sirvió para un motor de
agua, y allí se escondió. Por una ranura de la puerta pudo ver el
"corre-corre" y la posterior represión. No salió de aquel hueco hasta
que cayó la noche.

Todo había comenzado días atrás. Las
lanchas que hacían el trayecto de La Habana a Regla y a Casablanca
fueron secuestradas en tres ocasiones en menos de quince días, con el
objetivo de servir para emigrar hacia Estados Unidos. Por toda la ciudad
se corría el rumor de otro posible Mariel y de una apertura de las
fronteras para todo aquel que quisiera marcharse.

La
propia Vivian lo narra con sus palabras. "Estábamos viviendo momentos
muy duros, yo tenía el truco de lavarme la boca para hacerme creer que
había comido y poderme acostar a dormir con aquel estómago vacío, pero
hubo un momento que hasta la pasta dental me faltó". Su historia es
común entre quienes vivieron el Período Especial. Sin embargo, el
estallido social la tomó desprevenida. "Nunca me imaginé que aquello era
una protesta, primero pensé que la gente estaba corriendo para ver
alguna bronca, pero después me di cuenta que pasaba algo más grave".

"Primero pensé que la gente estaba corriendo para ver alguna bronca, pero después me di cuenta que pasaba algo más grave”

Roberto
murió hace diez años, pero su anécdota de aquellos días ha quedado
dando vueltas en la familia. Su hijo nunca había visto a su padre tan
asustado como ese 5 agosto de hace ya veinte años. "Esperábamos que lo
dializaran cuando las enfermeras empezaron a cerrar las puertas del
Cuerpo de Guardia y llamaron a los pacientes para que nos guareciéramos
adentro", explica sobre aquellos primeros minutos en que comenzaron a
darse cuenta de que algo ocurría. "Se armó tremendo tropelaje y nadie
sabía decirnos qué pasaba".

Varios doctores iban y venían
cuchicheando. Una señora de la limpieza, que había hecho buenas migas
con Roberto, lo llamó a un lado. "La gente se tiró para la calle", dijo
la mujer con una sonrisa de lado a lado, "ahora sí se puso malo esto",
completó. Después sabrían que algunos doctores y empleados del más
grande hospital de Cuba habían subido hasta los pisos más altos para
mirar desde las ventanas la batalla campal que se desarrollaba allá
abajo. Ese día Roberto se quedó hasta tarde allí, hasta que le
realizaron su procedimiento.

Amalia lo vivió con mayor
intensidad. Las ventanas de su casa daban directamente a la calle
Gervasio cerca de San Lázaro. Su puerta estaba abierta cuando empezó a
ver a la gente correr y gritar. "Los más recalcitrantes del CDR se
escondieron, mucha gente cerró las puertas para no meterse en
problemas", recuerda al hablar sobre aquel día en que todo estuvo a
punto de cambiar. "Eran especialmente personas muy pobres, se les veía
en la manera de vestir, gritaban y algunas blandían palos o piedras".
Cree haber identificado a varios vecinos de su zona también entre la
multitud.

La represión corrió a manos de paramilitares escondidos bajo las vestimentas de trabajadores de la construcción

La
represión de aquella protesta popular corrió a manos de la policía y
también de paramilitares escondidos bajo las vestimentas de trabajadores
de la construcción. El contingente Blas Roca jugó un papel protagónico
en sofocar la rebelión. Los constructores lo hicieron a sangre y
ladrillo, como les habían enseñado. "Fue criminal lo que hicieron,
dieron golpes con cabillas y trancas de metal, frente a la puerta de mi
casa cayó un joven con la cabeza tinta en sangre, nunca supe ni cómo se
llamaba". Amalia fue de las que tampoco se atrevió a salir.

Uno
de los motivos del fracaso del Maleconazo fue precisamente la ausencia
de muchos actores sociales en la explosión popular. Los motivos de
Amalia, Roberto y Vivian pueden resumirse en miedo a salir lastimados
físicamente, falta de información sobre lo que ocurría y temor a perder
las pocas pertenencias que el Período Especial aún no les había
arrebatado.

Coda y lecciones

El
Maleconazo fue demasiado breve para conocerse a tiempo. Ocurrió en una
Habana sin teléfonos móviles, con un transporte totalmente colapsado y
donde los propios vehículos privados tenían serias dificultades para
encontrar combustible que les permitiera echar a andar. Barrios con
altos índices de pobreza e inconformidad, como San Miguel del Padrón,
Cerro, Guanabacoa, Arroyo Naranjo y las zonas de Centro Habana más
próximas a la calle Zanja, sólo se enteraron de lo ocurrido horas
después de que la sublevación estuviera apagada.

La falta
de refuerzos agotó a los que prendieron la chispa y los dejó cercados
por una tenaza represiva que se cerró sobre ellos, sin que nuevas
fuerzas llegaran en su auxilio. El hecho de que la revuelta se
desarrollara en un lugar tan expuesto como la avenida del Malecón
demuestra su espontaneidad. Los manifestantes estaban acorralados contra
el muro del malecón. No había salida. El lugar que debió haber sido su
escapada y su horizonte se transformó en la peor ratonera.

De
haber derivado aquella turba incontrolada por calles como el Paseo del
Prado, la avenida Galiano o Belascoaín se hubiera visto alimentada por
barriadas con un alto sentimiento antigubernamental.

El
motor impulsor de la revuelta no fue el cambio político sino la
emigración, y eso fragilizó al Maleconazo. Cuando muchos de los que
participaban en la protesta comprendieron que no habría lancha para
marcharse, entonces se alejaron de la multitud y en el peor de los casos
se dedicaron a saquear tiendas y hoteles. No los unía un objetivo
democrático, sino los instintos más primarios del ser humano: el miedo,
el hambre, la huida como protección.
La ausencia de un liderazgo
articulado también conspiró contra la revuelta. A falta de un guía que
gritará "¡Vamos por aquí!" o "¡Vamos por allá!", el alud de gente se
dispersó y fue blanco fácil de las tropas represivas. Tampoco a "cuello
pelado" era posible hacer mucho en medio de una multitud que se
desplazaba por kilómetros de malecón y no recibía orientaciones.

El
Maleconazo estaba condenado a ser aplastado. Sin embargo, fue un
llamado de atención, una sacudida, que obligó al Gobierno a abrir las
fronteras al éxodo masivo de unas 30.000 personas y a tomar una serie de
medidas flexibilizadoras de la economía que dieron un respiro a la
población. Las pequeñas burbujas de autonomía y de desenvolvimiento
material que llegaron después, se las debemos a esos hombres y mujeres
que enfrentaron los golpes y las injurias.

El Maleconazo
demostró también la apatía de una población aletargada, que observó más
que participó en esos acontecimientos. En lugar de unirse a la revuelta,
Amalia, Roberto y Vivian se escondieron detrás de las persianas y
esperaron "a que pasara, lo que tenía que pasar".


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