Era el peor momento del llamado periodo especial. Los rusos habían suspendido su ayuda. El inclemente verano castigaba al país con saña. Faltaban la comida, el transporte, la electricidad. Todo. De aquella época, recuerdo con especial repugnancia a un vecino español que iba a Cuba a intercambiar sexo por pastillas de jabón. En el periódico español El País apareció el reportaje de un periodista que negoció con una jinetera el precio más bajo que podía lograr por los servicios íntimos de aquella infeliz muchacha. Finalmente, ella estaba dispuesta a pasar por la cama del "cliente" por la oportunidad de darse una ducha caliente y dormir unas horas en una habitación con aire acondicionado. Una vez establecido el precio, el periodista le reveló la verdad, creo que le regaló 20 dólares y ella se marchó confundida.
Comencemos por aclarar que los motines callejeros son la forma más primitiva y nefasta de protesta social. Carecen de organización, jefatura y propósitos morales o ideológicos. Estallan espontáneamente y, con frecuencia, evolucionan hacia el pillaje y el vandalismo. Suelen suceder cuando se produce un vacío de poder. Los cubanos vivieron algo de esto en 1933 tras la huida del dictador Gerardo Machado y, con mucha menos intensidad, en enero de 1959, durante las primeras 24 horas tras la fuga de Fulgencio Batista.
A la policía, tanto a la convencional como a la política, el Maleconazo la tomó por sorpresa. El motín no estaba organizado por la disidencia conocida y la motivación principal no era derrocar al Gobierno, sino aprovisionarse de comida, bebida, papel higiénico, ropa, ventiladores, de cualquier cosa inaccesible a quienes carecían de dólares. Los amotinados, además, en general formaban parte de los estratos más bajos y menos educados de la sociedad, estaban desarmados y podían ser fácilmente controlados por un pelotón antimotines.
Fidel Castro, sin embargo, se sintió en peligro. Fidel es un gran paranoico y lo pone muy nervioso cualquier hecho sobre el que no tenga un control minucioso, pero es un buen estratega y vio una oportunidad de rentabilizar políticamente los hechos. El inesperado Maleconazo le proporcionaba una vía de lograr dos objetivo.
Lo que sigue me lo contó el general José Quevedo Pérez, exiliado en Estados Unidos en el 2003, cuando llegó a Miami con un permiso especial del Gobierno cubano y una visa humanitaria concedida por Washington porque uno de sus hijos se estaba muriendo en un hospital de esta ciudad. Quevedo, con quien desarrollé una cierta amistad, me relató mil historias interesantes de los entresijos del poder cubano. Murió en 2011.
Fidel, en suma, convocó a la plana mayor de los servicios de inteligencia y del Ejército —jefatura a la que pertenecía el general Quevedo, aunque no mandaba tropas—, y les entregó fusiles a sus miembros para que lo acompañaran a reprimir el motín, por si era necesario terminar a tiros con aquellos revoltosos.
Era evidente que ese trabajo sucio podía hacerlo la policía, pero durante décadas Fidel había insistido en que una de las pruebas de que los cubanos daban su consentimiento de buena gana al Gobierno revolucionario era que no se rebelaban.
Su plan aparente era presentar el aplastamiento de los amotinados como una batalla heroica de los líderes de la revolución contra la escoria que, otra vez, se colocaba al servicio del imperialismo. Su plan real, en cambio, tenía, al menos, dos propósitos: primero, darle un contundente escarmiento al pueblo para que nadie más se atreviera a participar en actos de esa naturaleza; y, segundo, dentro de la mejor tradición mafiosa, comprometer en la represión a los jefes militares para que ningún oficial con rango tuviera la tentación de ablandarse y desobedecerlo.
Entonces se discutía si, llegado el momento, el ejército dispararía contra el pueblo. Era una buena oportunidad de demostrar que el ejército mataba a quien le fuera ordenado eliminar.
Preparado para esa hecatombe, Fidel se presentó ante los amotinados que, como era previsible, se llenaron de miedo y comenzaron a aplaudirlo. El supuesto vacío de poder había desaparecido. El síndrome de indefensión volvía a imponerse. No era posible oponerse al invencible Estado cubano. La policía arrestó a algunos de los más vehementes, disolvió al resto, y a todo el mundo le quedó claro —incluidos los miembros de la cúpula dirigente—, que si surgían otras protestas callejeras inexorablemente habría una masacre.
Cuando el general Quevedo terminó de hacerme la historia le hice la pregunta obligada:
—¿Tú les hubieras disparado a los amotinados aunque estuvieran desarmados?
Fue muy honrado en su respuesta:
—Por supuesto: yo y todos los que estábamos allí hubiéramos disparado. Le temíamos a Fidel y a los que se habían lanzado a las calles. Los militares estamos adiestrados para obedecer.
Llegado el momento, en efecto, el ejército mataría. Ya no había dudas. A Fidel le parecía útil que se supiera con absoluta claridad.
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