Vine y me quedé
Por
estos días hace tres años que hice mis maletas en Zürich y junto a mi
hijo –por aquel entonces de 8 años- decidí regresar a quedarme en mi
país. Hasta ahí puede parecer una simple historia del regreso de un
emigrante a su terruño, sino fuera por el detalle de que ambos teníamos
salida definitiva. No voy a explicar lo que encierra ese retorcido
concepto que empieza a cumplirse una vez pasados los 11 meses de
estancia en el exterior, pues todos –los de adentro y los de afuera- lo
conocemos muy bien.
Una vez tomada la decisión de virar pá la isla, compramos boletos de ida
y vuelta, enviamos nuestros pasaportes al consulado en Berna, para que
nos colocaran el recién estrenado sellito de la habilitación del
pasaporte, y tomamos el avión con escala en París. En el aeropuerto
cubano las consabidas preguntas del motivo del viaje, a las que mi hijo y
yo contestamos con el aprendido guión de “venimos por dos semanas a
visitar a la familia”. En los escasos 20 kilos de cada equipaje venían
todas nuestras pertenencias personales, cuidando que ninguna delatara
que se trataba de un viaje sin retorno.
Pasaron las dos semanas incluidas en el boleto y de seguro nuestros
nombres resonaron en los altavoces del aeropuerto José Martí, sin que
llegáramos a ocupar nunca los asientos comprados. Comenzó entonces la
búsqueda de información, para conocer los riesgos y posibles resultados
del “arrebato de quedarnos”. A todo el que le preguntaba si sabía de
algún otro caso que me pudiera servir de guía para actuar, abría los
ojos y me decía “tú estás loca”. Pues sí, de una locura inusual, poco
vista, raramente documentada… pero delirio al fin.
Mis amigos creyeron que les hacía un chiste, mi mamá se negó a aceptar
que ya su hija no vivía en la Suiza de la leche y el chocolate, y mis
vecinos creyeron que regresaba de Mata Hari desde Europa. La clave me la
dio alguien con quien me topé: “Lo único que tienes que hacer es romper
tu pasaporte, sin pasaporte no pueden montarte obligada en el avión”.
Con ese acto pude experimentar por unos meses lo que es estar
indocumentado en el propio país.
Justo el 12 de agosto de 2004 me presenté en inmigración provincial para
anunciar “Soy yo, aunque no tengo documentos que lo prueben y he venido
a quedarme”. Tremenda sorpresa cuando me dijeron, pide el último en la
cola de los “que regresan” y dile a la teniente Sarahí que te de el
modelo para solicitar el carné de identidad. Así que encontré, de
pronto, otros “locos” como yo, cada uno con su truculenta historia de
retorno. Un señor que regresaba de España con su esposa e hija, después
de cinco años de vivir allá, me dijo: “No te preocupes, van a tratar de
forzarte a irte pero tienes que negarte. Lo más grave es que tengas que
estar dos semanas detenida, pero la cárcel es aquí mismo y los colchones
están de lo más buenos “. Respiré aliviada… al menos lo de dormir
estaba garantizado.
Me hicieron un expediente de “quedada”, me advirtieron que “nunca más
volvería a salir del país” y me aclararon que iban a ser
condescendientes porque había un niño de por medio. No llegué a probar
los famosos colchones, pues no podían incluir al menor de edad junto
conmigo y tampoco dejarlo en la calle. La clave, para que todo
“caminara” más rápido la daba el hecho de que nunca había tenido
propiedades -que hubieran sido confiscadas con mi salida- (¿quién de la
“Generación Y” tiene alguna propiedad en Cuba?) y que además contaba con
la posibilidad de ser nuevamente acogida en el núcleo familiar de donde
me había ido. Cada semana debía presentarme en Inmigración para un
control de rutina, así hasta que en octubre del mismo 2004, nos
expidieron otra vez nuevos documentos de identidad. La cuota del
racionamiento la tuvimos de vuelta a mediados de diciembre… ya todo
estaba otra vez como antes.
No quiero con esta historia explicar lo que muchos todavía siguen
calificando como un acto insensato, sino decirle a aquellos que alguna
vez lo han pensado hacer, que es posible. No es tan irrealizable ni tan
inusual como los enmarañados decretos y leyes migratorios quieren
hacernos creer. Durante meses –desde Zürich- navegué en Internet a la
búsqueda de un testimonio que me dijera: “se puede”, sólo encontré
palabras de extrañeza, suspicacia y negativa. Así que pensando en otros
dementes como yo que están barajando la idea de arremeter y quedarse he
escrito esta “crónica de un regreso”.
estos días hace tres años que hice mis maletas en Zürich y junto a mi
hijo –por aquel entonces de 8 años- decidí regresar a quedarme en mi
país. Hasta ahí puede parecer una simple historia del regreso de un
emigrante a su terruño, sino fuera por el detalle de que ambos teníamos
salida definitiva. No voy a explicar lo que encierra ese retorcido
concepto que empieza a cumplirse una vez pasados los 11 meses de
estancia en el exterior, pues todos –los de adentro y los de afuera- lo
conocemos muy bien.
Una vez tomada la decisión de virar pá la isla, compramos boletos de ida
y vuelta, enviamos nuestros pasaportes al consulado en Berna, para que
nos colocaran el recién estrenado sellito de la habilitación del
pasaporte, y tomamos el avión con escala en París. En el aeropuerto
cubano las consabidas preguntas del motivo del viaje, a las que mi hijo y
yo contestamos con el aprendido guión de “venimos por dos semanas a
visitar a la familia”. En los escasos 20 kilos de cada equipaje venían
todas nuestras pertenencias personales, cuidando que ninguna delatara
que se trataba de un viaje sin retorno.
Pasaron las dos semanas incluidas en el boleto y de seguro nuestros
nombres resonaron en los altavoces del aeropuerto José Martí, sin que
llegáramos a ocupar nunca los asientos comprados. Comenzó entonces la
búsqueda de información, para conocer los riesgos y posibles resultados
del “arrebato de quedarnos”. A todo el que le preguntaba si sabía de
algún otro caso que me pudiera servir de guía para actuar, abría los
ojos y me decía “tú estás loca”. Pues sí, de una locura inusual, poco
vista, raramente documentada… pero delirio al fin.
Mis amigos creyeron que les hacía un chiste, mi mamá se negó a aceptar
que ya su hija no vivía en la Suiza de la leche y el chocolate, y mis
vecinos creyeron que regresaba de Mata Hari desde Europa. La clave me la
dio alguien con quien me topé: “Lo único que tienes que hacer es romper
tu pasaporte, sin pasaporte no pueden montarte obligada en el avión”.
Con ese acto pude experimentar por unos meses lo que es estar
indocumentado en el propio país.
Justo el 12 de agosto de 2004 me presenté en inmigración provincial para
anunciar “Soy yo, aunque no tengo documentos que lo prueben y he venido
a quedarme”. Tremenda sorpresa cuando me dijeron, pide el último en la
cola de los “que regresan” y dile a la teniente Sarahí que te de el
modelo para solicitar el carné de identidad. Así que encontré, de
pronto, otros “locos” como yo, cada uno con su truculenta historia de
retorno. Un señor que regresaba de España con su esposa e hija, después
de cinco años de vivir allá, me dijo: “No te preocupes, van a tratar de
forzarte a irte pero tienes que negarte. Lo más grave es que tengas que
estar dos semanas detenida, pero la cárcel es aquí mismo y los colchones
están de lo más buenos “. Respiré aliviada… al menos lo de dormir
estaba garantizado.
Me hicieron un expediente de “quedada”, me advirtieron que “nunca más
volvería a salir del país” y me aclararon que iban a ser
condescendientes porque había un niño de por medio. No llegué a probar
los famosos colchones, pues no podían incluir al menor de edad junto
conmigo y tampoco dejarlo en la calle. La clave, para que todo
“caminara” más rápido la daba el hecho de que nunca había tenido
propiedades -que hubieran sido confiscadas con mi salida- (¿quién de la
“Generación Y” tiene alguna propiedad en Cuba?) y que además contaba con
la posibilidad de ser nuevamente acogida en el núcleo familiar de donde
me había ido. Cada semana debía presentarme en Inmigración para un
control de rutina, así hasta que en octubre del mismo 2004, nos
expidieron otra vez nuevos documentos de identidad. La cuota del
racionamiento la tuvimos de vuelta a mediados de diciembre… ya todo
estaba otra vez como antes.
No quiero con esta historia explicar lo que muchos todavía siguen
calificando como un acto insensato, sino decirle a aquellos que alguna
vez lo han pensado hacer, que es posible. No es tan irrealizable ni tan
inusual como los enmarañados decretos y leyes migratorios quieren
hacernos creer. Durante meses –desde Zürich- navegué en Internet a la
búsqueda de un testimonio que me dijera: “se puede”, sólo encontré
palabras de extrañeza, suspicacia y negativa. Así que pensando en otros
dementes como yo que están barajando la idea de arremeter y quedarse he
escrito esta “crónica de un regreso”.
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