2009: El año en que se desvaneció el raulismo
Por Rafael Rojas
2009, año del cincuentenario de la Revolución, fue también el año en que los líderes históricos de aquella gesta confirmaron, con mayor fidelidad, su pertenencia al segmento más conservador de la clase política insular. Un segmento que monopoliza el poder de iniciar el cambio y, a la vez, las mayores resistencias al mismo. Todas y cada una de las expectativas de reforma, generadas por la sucesión de Raúl Castro, entre el verano del 2006, cuando se inició la convalecencia de Fidel, y el verano del 2008, cuando el lenguaje reformista alcanzó sus tonos mayores, fueron desvanecidas por el mismo gobierno que las creó.
El raulismo, esto es, la idea de un gobierno sucesor, encabezado por Raúl Castro, que emprendería limitadas reformas económicas, que reconduciría pragmáticamente las relaciones internacionales de la isla, que facilitaría la renovación generacional de las élites, que flexibilizaría el acceso a algunos derechos civiles, que moderaría la estridencia de los medios de comunicación y que renegociaría su popularidad frente a la población, por medio de una relativa satisfacción de necesidades básicas, evitando así una escalada violenta de desobediencia civil y represión policíaca, nunca fue una realidad. Pero el año pasado dejó de ser una promesa.
Esas expectativas de cambio se difundieron dentro y fuera de la isla, en la propia clase política, en la población insular, en la disidencia interna, en el exilio y en la comunidad internacional. Casi todos los actores políticos involucrados en el proceso cubano concedieron cierto margen de realización a las reformas raulistas. Varias iniciativas de la oposición y el exilio, decenas de congresos académicos y análisis de expertos, movimientos diplomáticos de la Unión Europea, América Latina y hasta el Departamento de Estado, dan fe de una extendida valoración positiva de las posibilidades reformistas del primer gobierno de Raúl.
Muchos dirán ahora que nunca se hicieron ilusiones, pero en aquel momento era difícil no ver la sucesión como antesala de la necesaria transición democrática cubana. El propio Raúl y varios altos funcionarios de su primer gobierno, como Carlos Lage y Felipe Pérez Roque, propiciaron aquel clima llamando a "cambios estructurales y de concepto", a la derogación de "prohibiciones absurdas", al desarrollo de una diplomacia "pluralista", a un abandono de la retórica de la "batalla de ideas", a una dirección institucional y colectiva, a un ambiente de debate interno y a un cambio en el estilo y el ceremonial del régimen.
( Raúl Castro en la inauguración de la Feria del Libro de La Habana. Febrero de 2010. )
Esos líderes, que hablaban hace dos años de reformas, han terminado llamando a la población a no hacerse ilusiones y reprochando a la ciudadanía sus constantes demandas al Estado. Ellos mismos, los principales constructores de un Estado omnipresente, que controla la sociedad y la economía de la isla, se quejan ahora de un paternalismo estatal que limita las iniciativas económicas y civiles de los ciudadanos. La única manera de revertir dicho paternalismo, como sabemos, no es el llamado a la austeridad, sino la liberación de iniciativas ciudadanas por medio de una reforma profunda, de la economía, de la sociedad y también de la política insular.
Las ilusiones perdidas
El año pasado fue la pérdida de aquellas ilusiones. La destitución de Carlos Lage y Felipe Pérez Roque, acusados de "indignos" por quien los sostuvo en el poder durante más de veinte años, y de otros funcionarios profesionales como José Luis Rodríguez y Fernando Remírez de Estenoz, fue la primera prueba de que la cúpula del régimen no estaba interesada en una renovación o en una "dirección colegiada", como se le llamó alguna vez, entre distintas corrientes del partido y el gobierno. Esas destituciones se produjeron poco después de la depuración de jóvenes "talibanes" y ejecutivos de la "batalla de ideas", dando la falsa impresión de que formaban parte del mismo proceso de reemplazo de "fidelistas" por "raulistas". Como ahora sabemos, se trató, en realidad, de una operación de ambos Castros con el fin de recuperar poderes delegados por ellos mismos.
El anuncio de la postergación indefinida del sexto congreso del Partido Comunista de Cuba fue otra señal del desinterés oficial en un clima de debate "socialista" sobre los graves problemas económicos, sociales y políticos de la isla y, a la vez, de la voluntad de diferir reformas. Dado que entre 2007 y 2008, el gobierno se limitó a liberar tímidamente el consumo y entregar tierras en usufructo a los campesinos, y la Asamblea Nacional del Poder Popular no legisló ninguna reforma de importancia, las expectativas de cambio, dentro de la militancia reformista, se proyectaron sobre el VI congreso. Muchos partidarios de un cambio más profundo, dentro y fuera de la isla, también pusieron esperanzas en ese congreso.
Varios comunistas reformistas, encabezados por el académico Pedro Campos, elaboraron un proyecto de trece propuestas programáticas para transitar hacia un "socialismo participativo y democrático", que aunque no tuvo difusión en ningún medio de la isla, reflejó el horizonte de expectativas del reformismo sistémico. Allí se proponía, por ejemplo, una relativa desestatalización de la economía nacional, por medio de formas cooperativas y autogestionadas de propiedad, y —lo que era más audaz— una reforma de las leyes electorales y del código penal para hacer más representativo y plural el sistema político. Con la postergación del congreso, el gobierno de Raúl dio un portazo, ya no a la oposición, el exilio o la comunidad internacional, sino a muchos socialistas cubanos.
Los llamados al debate y a la pluralidad, que abundaron en los primeros años, fueron apagándose poco a poco, junto con un notable incremento de la represión. Los encarcelamientos de opositores, aunque preventivos y breves, aumentaron durante todo el 2009. Un nuevo blanco de las restricciones a las libertades públicas fueron los blogueros, sometidos a arrestos express y a actos de repudio, como los que sufrieron Yoani Sánchez y Reinaldo Escobar. Tampoco salieron ilesos del rearme autoritario de la "seguridad nacional" algunos jóvenes socialistas, académicos de las ciencias sociales, activistas comunitarios y promotores culturales, que intentaron abrir los estrechos espacios de la sociabilidad estatal.
El aumento de la represión, como solía ocurrir en la primera mitad de esta década, se dio acompañado de una crispación de los medios oficiales de comunicación, similar a la de los peores momentos de la "batalla de ideas". La televisión, la radio, la prensa y, sobre todo, publicaciones electrónicas del gobierno cubano o de sus simpatizantes en la izquierda europea y latinoamericana se llenaron de artículos infamantes contra opositores y blogueros, a quienes, una vez más, se les acusó de "agentes al servicio de una potencia extranjera", por el simple hecho de cuestionar la precariedad de la vida habanera o demandar pacíficamente un cambio político.
Regresión de la política exterior
Todavía en los primeros meses del 2009, el gobierno de Raúl Castro reiteraba su disposición a construir una nueva relación con la administración de Barack Obama. La derogación de las restricciones a viajes y remesas de cubanoamericanos a la isla y el inicio del diálogo migratorio entre ambos gobiernos fueron señales alentadoras. En el segundo semestre del año, aquel clima distendido, al menos al nivel del lenguaje, se fue nublando con un ascenso del discurso antinorteamericano en los medios de comunicación y en los pronunciamientos de los máximos dirigentes de la isla.
Ya entre fines del 2009 y principios del 2010, la posibilidad de una reconducción de las relaciones entre ambos vecinos se desplomó con la agresiva posición de la Habana en las cumbres del ALBA y Copenhague, con la equivocada inclusión, por parte del Departamento de Estado, del cubano en la lista de los gobiernos patrocinadores del terrorismo y con la vuelta de la doctrina de la seguridad nacional "socialista del siglo XXI", según la cual, Cuba, junto con Venezuela, Bolivia y Ecuador, está bajo amenaza de una intervención militar norteamericana.
Tanto el aumento de la represión como la rearticulación de la retórica antiyanqui fueron parte de una regresión de la política exterior de la isla a los últimos años del gobierno de Fidel Castro. Poco antes de su viaje a Brasil, en el 2008, Raúl Castro declaró ser un comunista partidario del pluralismo internacional y aseguró que la relación más importante de Cuba en el hemisferio era con el gobierno de Lula. Ese y otros gestos de sus primeros años como gobernante interino y, luego, como presidente sucesor, fueron interpretados como búsqueda de un esquema diversificado de relaciones internacionales, en las que el vínculo con la Venezuela de Hugo Chávez y el ALBA, aunque no fuera abandonado, se vería compensado por nuevas alianzas regionales y globales.
El segundo semestre de 2009 y, específicamente, la cumbre del ALBA en la Habana, a mediados de diciembre, fue la confirmación de que ni siquiera en política exterior el actual gobierno se distanciaba mínimamente del anterior. Las señales de diversificación diplomática de 2008 facilitaron movimientos favorables a La Habana en Madrid, la Unión Europea y varios países latinoamericanos que, como México y Chile, resintieron sus agendas bilaterales luego de la represión de 2003. En todas esas cancillerías, la firma de los tratados de derechos civiles y políticos de Naciones Unidas y la liberación de algunos opositores pacíficos, injustamente encarcelados hace ya siete años, fueron vistas con buenos ojos. Hoy queda muy poco de aquella esperanza en la mayoría de las diplomacias occidentales.
Los límites de la obediencia
Diplomáticos, académicos, analistas, ciudadanos de la isla y la diáspora tratan de explicarse las razones del desvanecimiento del raulismo. Los más escépticos aseguran que nunca hubo tal proyecto raulista, que siempre Fidel estuvo en control de la situación o que Raúl nunca contempló seriamente reforma alguna y que los gestos tímidamente aperturistas fueron señales de humo, como tantas otras en cincuenta años de socialismo, concebidas para bajar la presión externa y, a la vez, incrementar el control interno. Los que creen posible una reforma desde arriba, optan por la explicación más simple: lo que sucedió fue que Fidel se recuperó y mandó a parar a Raúl.
Lo más triste es que una y otra explicación, aparentemente irreconciliables y que tanto polarizan los debates electrónicos, tienen un trasfondo común: ambas hacen depender todo lo que sucede y sucederá en Cuba de la vida de Fidel Castro. Frente al panorama de un país que pide cambios a gritos, mientras su gobierno pone todas las energías en obstruir esos cambios y no en propiciarlos, a muchos no los queda más alternativa que pensar que con el debilitamiento o la desaparición de Fidel, el gobierno sucesor retomará el camino de las reformas.
Durante medio siglo, el régimen de la isla ha justificado su aparato represivo y su permanencia en el poder con el argumento de que cualquier oposición política puede recurrir, eventualmente, a actos violentos, espontáneos u organizados, que derivarían en una intervención militar de Estados Unidos. Ahora que el propio gobierno tiene la posibilidad de iniciar reformas que impidan cualquier tipo de estallido social o desobediencia civil, se niega a hacerlo, casi, como si probara los límites de la obediencia y el consentimiento de los gobernados.
¿Cuál es la racionalidad que subyace a la negativa a emprender reformas por parte de un gobierno que ha reconocido, él mismo, la necesidad de esas reformas, cuyo carácter limitado, además, no pondría en riesgo su poder en el corto plazo? Es difícil encontrarla, pero una pista podría estar en el deseo de Fidel, Raúl y el círculo conservador que los rodea de mantener intacto el régimen mientras viva el Comandante. Cualquier cambio es visto por ellos y por sus no pocos seguidores acríticos en el mundo como una claudicación y ellos, como el reaccionario De Maistre, piensan que "imaginar cambios es el camino de la derrota".
Esos ancianos siempre han vivido en guerra, real o imaginaria, y sus mentes se han amoldado a la lógica de la confrontación. Como los guerreros que son, han comprendido que las reformas, aunque limitadas y controlables, serán la puerta a un cambio mayor, que ellos no quieren vivir. Cualquier decisión que tomen en política interna o externa, en los próximos años, estará regida por ese cálculo biológico: el tiempo que les quede de vida debe ser invertido en la perpetuación del sistema político, no en su transformación, problema que legan a los jóvenes. Eso es lo que llaman "victoria": morir sin cambiar.
La reunión fue sobria y asistieron a ella varios representantes de la sede municipal del Ministerio de Educación. Un murmullo se extendía entre los padres sentados en las mismas sillas plásticas que en las mañanas usan sus hijos. Cercanos a la fecha en que se anuncian las plazas para continuar estudios en la enseñanza media superior, parecía que en aquel encuentro nos dirían el número de preuniversitarios o tecnológicos asignados a la sede escolar. La noticia del fin de los “profesores generales integrales” nos tomó entonces de sorpresa, pues habíamos llegado a creer que la existencia de ellos se prolongaría hasta la pubertad de nuestros bisnietos.
Formar adolescentes –en cursos acelerados- para impartir clases que iban desde gramática hasta matemáticas demostró ser un categórico fracaso. No por el elemento de la juventud, que siempre es bienvenido en cualquier profesión, sino por la celeridad de su instrucción en el magisterio y el poco interés que muchos de ellos tenían por tan noble actividad. Ante el éxodo de profesionales de la educación a otros sectores con ganancias más atractivas, surgió el programa de maestros emergentes y con él la ya maltrecha calidad de la educación cubana rodó por los suelos. Los niños llegaban a casa diciendo que en 1895 Cuba había vivido “una guerra civil” y que las figuras geométricas tenían algo llamado “voldes” que los padres traducíamos como “bordes”. Recuerdo especialmente a uno de estos educadores instantáneos que confesó a sus alumnos el primer día de clases “estudien mucho para que no les pase lo mismo que a mí, que terminé siendo maestro por no haber sacado buenas notas”.
Encima de eso, llegaron las tele-clases a ocupar un porciento elevadísimo del horario escolar, desde la frialdad de una pantalla con la que no se puede interactuar. La idea era calzar, con estas asignaturas trasmitidas por televisión, la poca preparación de quienes estaban frente de los estudiantes. El teleprofesor sustituyó en muchas escuelas al de carne y hueso, mientras los salarios del personal docente aumentaron simbólicamente para no superar nunca el equivalente a 30 dólares mensuales. Enseñar pasó a ser más que un sacerdocio, un sacrificio. De ahí que, delante del pizarrón, aparecieron personas que no dominaban la ortografía, ni la historia de su propio país. Eran jóvenes que firmaban un compromiso para ser maestros, del cual estaban ya arrepentidos después de la primera semana de trabajo. Los incidentes y deformaciones educativas que este procedimiento trajo consigo están escritos en el libro oculto de los fallidos planes revolucionarios y de los ridículos anuncios productivos que nunca se cumplieron. Sólo que, en este caso, no estamos hablando de toneladas de azúcar ni de quintales de frijoles, sino de la formación de nuestros hijos.
Respiro aliviada de que el largo experimento de la educación emergente haya terminado. Sin embargo, no avizoro el día en que todas esas personas con preparación para enseñar dejen el timón del taxi, la barra del bar o el tedio de trabajar en casa para retornar a las aulas. Al menos me sentiría más tranquila si en lugar de la pantalla de un televisor, Teo pudiera recibir todas sus clases de un maestro corpóreo y que domine el contenido. Creo que para eso tendremos que esperar por los bisnietos.