Achtung, Baby: Un Susurro de Libertad en 360°
Por: Ernesto Morales (Blog El Pequeño hermano)Yo quise no escribir sobre Bono, pero no pude. Yo quise, por ejemplo, escribir sobre algo más global: la música, mi indomable aliada, mi rescoldo y refugio en los tiempos sin paz. Y hacerlo, digamos, a través de U2, a través del brutal concierto que me regaló U2.
Pero supe que me traicionaría: yo no escojo los temas, los temas –como los cuentos a Cortázar- me eligen a mí, y no hay nada más que hacer.
Porque justo cuando pienso cómo empezar a teclear, y necesito regresarme las imágenes, pulsar la memoria afectiva, justo en ese segundo escucho a Bono con su voz mitológica inundando el stadium, repiqueteando en setenta y cinco mil oídos con un noble susurro: decirles a los cubanos que un hombre hermoso, un buen doctor como Oscar Elías Biscet, era importante para U2. Decirles a los cubanos que ellos estaban al tanto de Cuba, que algún día les llegaría la libertad, y que U2 los observaba. Que nos observaba a los cubanos.
Y entonces no tengo más opción que abdicar y escribir sobre cuatro irlandeses que por una noche, por dos horas y media, me hicieron el pobre diablo más feliz del planeta. Escribir sobre la banda que desveló al Ernesto de 14 años la primera vez que escuchó una canción hipnótica como One, sin saber que 12 años después sus músicos la cantarían para él.
¿Hay alguna mala noticia detrás de esas palabras fascinantes pronunciadas por un Bono en el éxtasis de su arte? ¿Hay algo para lamentar, luego de verle-escucharle-saberle decir que al igual que tantos, él también desea ver a Cuba libre alguna vez? Sí, al menos para mí: mis amigos de Cuba no podrán escucharlo más en las radioemisoras. Mi madre, fan de Bono -gracias a su hijo-, no verá más su interpretación del Ave María junto al enorme Pavarotti, clip predilecto de “De la Gran Escena”, un programa televisivo nocturno de mi país.
No me cabe la más mínima duda de que desde anoche, U2 engrosa la lista de músicos prohibidos por los dueños del pensamiento, las preferencias sexuales y musicales de los cubanos. Una pequeña anécdota: veinticuatro horas después de las declaraciones anti-Chávez de Alejandro Sanz en 2003, cuando lanzaba su álbum “No es lo Mismo”, desaparecía toda su música de las emisoras nacionales. Hasta hoy. Y las palabras del español son bebés lactantes junto a las de nuestro irlandés.
El verdadero impacto de ese pronunciamiento de U2, el pedido de libertad para la Isla y el homenaje a un cubano a quien le arrebataron su estabilidad emocional y varios años de vida, no estriba en que su autor sea un rockstar cuyo efecto mediático sea comparable al de un Elvis o un Lennon décadas atrás. No estriba, siquiera, en la fascinación que genera U2 con sus 190 millones de discos vendidos, y sus 22 Premios Grammys; o en que el mismo Bono sea la única persona nominada al Nobel de la Paz, a los Oscars, a los Globos de Oro, y a los Grammys.
El punto es otro: el clamor de libertad salió de un humanista admirado por tirios y troyanos, un hombre con una reputación espléndida, cuyos millones en lugar de aislarle del planeta lo llevan, por ejemplo, a emprender una campaña a brazo partido por liberar al Tercer Mundo de su deuda externa, y que ha puesto su nombre en función de causas unánimemente aclamadas, llámense Greenpeace, International Amnisty, o Feed the World.
¿Cómo desconocer entonces su voz? ¿Cómo contrarrestar, con una “propaganda revolucionaria”, encargada de repetir el himno de “Cuba, paraíso socialista”, el grito de libertad proferido desde el escenario por alguien que sobrevuela el bien y el mal, que hace mucho ganó la inmortalidad con su arte?
Me aventuro a buscar una “explicación oficial”: Bono se estaba congraciando con los ultraderechistas de Miami. Eso.
Lo complicado de entender es para qué querría congraciarse uno de los músicos más ricos y venerados del planeta, con un puñado de políticos a quienes les encantaría tener al menos un tercio de su influencia universal. Cuando uno factura 195 millones de dólares tan solo en el 2010 junto a su banda, puede darse el lujo de no congraciarse ni con Dios. (Aunque antes de dormir, se le agradezca.)
Yo estoy seguro que para el resto de los asistentes no cubanos el concierto de U2 en Miami tuvo otra connotación. Fue el mega-espectáculo de esplendor a ratos aplastante, con un escenario de ciencia ficción en 360 grados, una pantalla que lo mismo sirvió para mostrarnos el bello rostro de la activista birmana Aun San Suu Kyi tras ser puesta en libertad, que a Mark Nelly, el esposo de la senadora baleada Gaby Giffords, hablándonos al público de Miami desde la Estación Espacial Internacional.
Para los ecuatorianos que compartieron abrazos y lágrimas conmigo, llegados desde su país sólo para ver actuar a los míticos U2, el concierto fue ese exceso que se espera encontrar en la banda que ha logrado un imposible: gustarle lo mismo a los rockeros pura raza, que a los no rockeros de este mundo.
Para mí, que en mi juventud de descubrimientos soñé hasta el delirio con escucharles cantar álbumes como “Achtung, Baby” y “All that you can´t leave behind”; para mí que entiendo a la música como ese complemento esencia sin el cual no sabría respirar con comodidad, las dos horas y medias ante el desborde de U2 tuvieron un significado irremediablemente superior.
Las lágrimas que me arrancaron, expresiones de esos sentimientos confusos a medio camino entre el dolor y la inconformidad, entre la melancolía y la impotencia; mis lágrimas entre la no resignación al país que me tocó vivir y la no resignación a que mis amigos de mil batallas no pudieran disfrutar conmigo de aquella música sublime; y sin dudas, esas lágrimas de hilarante felicidad que desobedecieron mi contención recordándome que estoy vivo, fueron mi agradecimiento más básico, más primariamente humano, ante cuatro hombres cuyas canciones todavía escucharán mis hijos, y los hijos de mis hijos. Como dijera otro escritor sobre los Beatles.