UNA MANCHA EN EL EXPEDIENTE
Estoy seguro que muchos recordarán que todos los que alguna vez fuimos estudiantes en Cuba temblábamos de miedo al escuchar esta frase.
Y es que los alumnos de primaria, los estudiantes de secundaria y preuniversitario no teníamos un "Coco", ni un "Hombre del saco-come niños malcriados" a quien tenerle miedo.
Teníamos a los profesores que, ante cualquier travesura o desliz o problema, nos lanzaba a pleno rostro la temida frase: "Te estás buscando una mancha en el expediente".
Y era terrible. Porque, además, alrededor de aquel expediente (Expediente Acumulativo del Escolar) existía toda una mística, un síndrome de secretismo, que resultaba un fantasma omnipresente incluso para los niños que éramos, que pasábamos la mayor parte del tiempo intentando anteponer nuestros juegos al mundo de consignas y responsabilidades educacionales, políticas y sociales que nos imponían, sin tener en cuenta que a esa edad el ser humano lo que desea es dejar que su mente vuele detrás de mundos hermosos de ensoñación y aventuras que nada tienen que ver con supuestos países sitiados por ogros capitalistas.
El expediente estaba ahí, como el ojo del Gran Hermano, velándonos a todos, recordándonos que si resbalábamos nos íbamos a embarrar con una mancha en sus páginas que arrastraríamos para la eternidad.

Porque eso era parte del mito:
primero, el expediente era inaccesible. Es decir, era nuestro, en él otros recogían cada paso en nuestras vidas, pero jamás podíamos tenerlo en nuestras manos (excepto si cambiábamos de escuela y, en esos casos, nos lo entregaban con un sello de seguridad que sólo podría abrir el responsable de recibirnos en la otra escuela). E incluso recuerdo que en mi infancia alguien comentaba que se guardaban dentro de una inmensa caja fuerte en la oficina del director (luego supe que aquello era falso porque, como mi madre era maestra) pude entrar con ella al sitio donde, apilados sobre dos mesas, evidentemente desordenados y abandonados allí hasta la hora de la evaluación, estaban los expedientes de las pocas aulas de mi escuela en el Poblado Antonio Maceo, en Holguín);
segundo, lo que se escribía en las páginas de aquellos cuadernos llamados expedientes era absolutamente "Top Secret" y los "dueños" jamás teníamos idea de qué se había escrito allí aunque lo imaginábamos porque, siempre, los maestros y profesores nos recordaban, una y otra vez, que todo, TODO, TO-DO lo que hiciéramos iba al expediente, con lo cual, por ejemplo, al zurdo Manolo, que acostumbraba a tirarse pedos en cualquier momento le asegurábamos que allí, en su expediente, hasta sus nietos podrían leer lindezas como esta: "El día 13 de…, a las 7:45 am, se tiró un gas en la fila del matutino, provocando un desorden contrarrevolucionario cuando sus compañeritos quisieron huir del hedor, apartándose subrepticiamente del culpable";
y tercero, la escritura en el expediente era hasta la muerte.
Los más optimistas aseguraban que cuando se llegaba a la Universidad, una comisión revisaba el expediente y, si todo lo que en sus páginas se había escrito era bueno, entonces se procedía a destruirlo, para empezarte uno nuevo, donde se consignaría que durante tus tiempos de alumno fuiste un buen revolucionario, pero si tenías alguna de aquellas temidas "manchas", se trasladaba ese "error" al próximo expediente (el Universitario o el Laboral, según fuera el caso).
Lo cierto es que, perdidos en nuestros juegos, en las diabluras típicas de los niños, en la persecución de los sueños (cosa tan normal en esas edades), encandilados por los primeros "amores bobos", caíamos en pequeñas indisciplinas e, inmediatamente, alguien se encargaba de que escucháramos la voz siniestra de nuestro "Hombre del saco-come niños malcriados": "Te voy a poner una mancha en el expediente"… y así volvíamos al redil, tranquilos, como ovejas mansas, tristes y aterrorizadas.
"¿Quieres que nos pongan una mancha en el expediente?", decía Tatai, un querido amigo de mi infancia, cuando le proponía, por ejemplo, fingir un dolor de estómago para irnos a bañar al río a la hora en que el sol da sobre la piedra donde nos gustaba acostarnos a los muchachos del barrio después de los chapuzones.
"Si te ponen una mancha en el expediente por desaprobar por pasarte el día con la cabeza en las nubes, no te vas a ir de vacaciones", decía mi madre y me hacía temblar aún más pensando que, si eso sucedía, no podría irme a Guantánamo, a la inmensa casa de mis abuelos, mi castillo soñado.
"Como llegues tarde otra vez a la marcha hacia la laguna para echarle flores a Camilo, ni el médico chino te va a quitar la mancha en el expediente", me dijo una de las maestras (de quien más feos recuerdos tengo porque era la única que nos trataba como a soldados) aquella tarde en que, un domingo, de camino a la escuela para echarle flores al Comandante Camilo Cienfuegos, me encontré con un nido de gallinuelas y me entretuve contando los huevos y pensando que compartiría el secreto con Bernardo y Betty, mis inseparables amigos de ese momento, para así ver, juntos, el nacimiento de los polluelos.
La mancha, en simples palabras, una anotación crítica sobre algo que supuestamente habíamos hecho mal, gravitaba sobre todos. Era un modo jodidamente terrible y venenoso de hacernos sentir impotentes ante ese poder que, aún sin saberlo entonces, quería controlar (y controlaba) cada uno de los segundos de nuestras vidas.
Hoy todavía lo recuerdo y siento un leve estremecimiento de miedo… y rabia… ¿cuántos sueños perdimos en nuestra niñez por culpa de aquel "te vas a ganar una mancha en el expediente" con el que maniataron nuestra infancia?
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