Orlando Zapata Tamayo (1967-2010)
Orlando Zapata Tamayo vivió los últimos siete años de su vida en un universo donde la muerte tiene un sitio en todas las camas, un plato vacío en las esquinas de las mesas de hormigón y mensajeros especiales en las puertas intermedias, los cepos, los pasillos y las rejas de hierro de las celdas. Tenía, con esa familiaridad, una noción extraña de la noche sin fin, en la que lo más doloroso no debe de ser que se olviden de uno.
Debe de ser que ya no podamos recordar a la gente querida, ni los sitios por donde un día pasó la felicidad o tuvimos una ilusión. El preso político Zapata, después de casi una década en cárceles de mayor rigor, golpizas, hambre, distancias, humillaciones, cercas de alambres, candados y una condena de 36 años, debía de ver la muerte como una cómplice en su batalla por recibir un trato humano. O una compañera de viaje hacia la liberación definitiva.
Era un hombre que quería vivir con decencia y libertad de su oficio de albañil. Por eso comenzó a trabajar como activista de derechos humanos, a participar en una peña de debate libre en el Parque Central de La Habana y a pedir, en manifestaciones públicas, que volvieran a sus casas todos los presos encerrados por defender ideas diferentes a las de los jefes de la dictadura.
En las atmósferas violentas de las prisiones de Guanajay, en La Habana; Taco Taco, de Pinar del Río; La Provincial, de Holguín, y Kilo 8, de Camagüey, conoció las esencias y la intensidad de la mayoría de dolores físicos y los riesgos de sobrevivir en un medio en el que cortarle una mano a un hombre se paga con cuatro paquetes de cigarrillos. Fue, en esa franja de bronca y penuria que es el presidio, testigo de las salvajes auto agresiones que son más comunes que el pan escaso y duro.
En el sitio que le asignó el Gobierno de su país por trabajar pacíficamente por la democracia, tuvo que ver cómo los presos se inyectan petróleo o excremento en las extremidades. Cómo se tasajean con cuchillas de afeitar o se tragan ganchos y pedazos de peines para exigir reducciones de condena o una licencia extrapenal. Ese es el mundo que se tuvo que llevar en la memoria.
Zapata había asumido su pena de tres años impuesta por los tribunales de un país donde el policía, el carcelero y el juez usan un único uniforme y reciben instrucciones que salen del mismo gabinete. Estaba dispuesto a cumplirla aunque supiera que su prisión, y la de otros 74 cubanos, juzgados en la primavera de 2003, era el resultado de un ataque de soberbia y rabia de Fidel Castro, representante del proletariado en el planeta tierra.
Eso sí, quería que le tratara como a un ser humano. Reclamaba decencia, atención médica, alimentación, respeto por su integridad física. Exigía que se le permitiera permanecer con sus compañeros de causa y no en los destacamentos de prisioneros comunes hostiles preparados por la jefatura de la Policía Política. En el empeño por conseguir ese trato se produjeron sus desafíos y rebeldías. Su guerra privada por la dignidad.
En seis juicios sin presencia de abogados ni familiares le sumarán 33 años a su condena. Y, al final, la huelga de hambre de 86 días. A mí me habló de él, en la prisión de Canaleta, en Ciego de Ávila, su amigo Ariel Sigler Amaya (ahora en estado grave y paralítico en una cárcel) porque se conocían de la lucha en la calle y habían sido arrestados en una protesta, junto al doctor Óscar Elías Biscet (lleva 11 años preso), a finales de 2002.
Sigler lo recordaba como un muchacho silencioso y noble, empeñado en que cambiara la vida. Siempre en planos discretos. Lejos de los focos de las cámaras. Sólo hay tres o cuatros fotos de él, sacadas de un grupo de opositores o de un álbum de la familia. Es que Orlando Zapata Tamayo no quería ser un héroe ni un mártir. Aspiraba a ser nada más que un hombre libre. Ahora lo es.
Raúl Rivero