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miércoles, 1 de enero de 2014

Estrepitosa y ridícula derrota ante la mujer Manuel Cuesta Morúa

Estrepitosa y ridícula derrota ante la mujer

Manuel Cuesta Morúa

LA HABANA, Cuba, enero, www.cubanet.org -Las múltiples derrotas de la llamada Revolución Cubana son tema de inventario. La más visible -pero menos comentada- es la derrota estratégica frente a los Estados Unidos. Quiero referirme, no obstante, a una derrota inexplorada: la que le propina la mujer cubana.

En términos sociológicos, la Revolución ha perdido la batalla, resultado del papel específico de la mujer como sujeto clave en el cambio y la mutación de la sociedad. Desde el hogar a la calle, pasando por la escuela, el espacio público y laboral y los códigos sutiles de relacionamiento social, la mujer ha sido una potencia subversiva de un modo que resulta inevitable.

La mayor y mejor resistencia a la austeridad de Ernesto Guevara de la Serna la ofrecieron las mujeres. Ellas fueron las que rompieron en los comienzos la misoginia profunda que se instaló desde aquellos orígenes, portando lazos en el pelo, usando sayas cortas y ajustadas, y llevando esas medias largas que seducían desde la más tierna juventud a los machos-jefes.

El niño y la niña que acudían a la escuela con perfumes de contrabando, correctamente vestidos y con el pelo cortado, según la moda de los 60s, eran ataviados desde pequeños por la madre popular y común que poco entendía de gestos adustos. La mujer fue la primera cuyos actos propios revelaron, desde la más temprana edad, que los cubanos no podíamos ser como el Che, en la cara misma de sus padres y maridos comandantes, policías o militares. Y con muy buen criterio.

La mujer y la hipocresía social

Las cocinas repletas del mercado informal, el mercadeo permanente en las sombras, el pregón constante de lo prohibido y la retaguardia, cuando no la vanguardia, de la corrupción —que en Cuba no constituye un dato moral sino estructural— tienen a la mujer como centro, suma y compendio. Sin ella, nuestra supervivencia habría sido meramente vegetal; gracias a ella ha sido vital e imaginativa.

La contrarrevolución en Cuba —en el sentido técnico, no ideológico, de ir contra el impulso entusiasta, arrollador e irracional de la Revolución— es de género. Por eso la mujer en nuestro país ha sido una sana fuerza conservadora que, paradójicamente, hizo posible aquí una organización del tipo de la Federación de Mujeres Cubanas: una institución de mujeres de estilo burgués y pequeño-burgués dedicada a la filantropía, las tareas de costura y bordado, y al arropamiento de los hombres que vienen de la guerra o de cumplir las tareas del Partido, enfundadas, eso sí, en un chal: el atuendo por excelencia para mostrar que en términos públicos la mujer cubana no se dedica mucho a la hipocresía social. Es abiertamente burguesa.

Esta subversión de género continúa en la gran sociedad. No olvidemos nunca uno de los hechos sociales más importantes asociado a la mujer cubana: ella es la que más se parece a sus congéneres del mundo occidental desde el momento en que se hace y muestra profesional: elegancia, distancia, buenas maneras, modulación del lenguaje y carrera a las boutiques, como concepto, no siempre como espacio. Por eso, cuando la Revolución ha necesitado a la mujer para el griterío y la chusmería de los actos de repudio ha tenido que acudir a las mujeres-hembras que no han pasado por el refinamiento y la expresión exquisita de las sensibilidades que desarrollan la educación aristocrática y las aulas universitarias. Y constituye un infortunio y un desafío cultural ver cómo las mujeres-hembras listas para la violencia y el alboroto revolucionarios son de mayoría afrodescendiente.

Mujer sujeto y objeto

Esta distinción es clave: entre mujer y mujer-hembra. La primera es un sujeto, cuando la segunda es un mero objeto. La primera moldea, la segunda sigue; la primera sujeta, la segunda es sujetada; la primera es conservadora, la segunda es sumisa; la primera empuja obras, la segunda es empujada a empujar; la primera hace, la segunda no sabe qué hacer; la primera manipula, la segunda es manipulada; la primera funda la titimanía de los 80s —un hecho profundamente contrarrevolucionario, y un derecho por supuesto, que unió en la carne y en las noches, como en las épocas típicamente cortesanas, a la gerontocracia con sus hijas generacionales— , mientras la segunda reproduce a la mujer maltratada, capaz de maltratar, a su vez, a otra mujer. Al final, ambas subvierten, cada una a su manera, el proceso revolucionario.

Y la mujer prosigue su obra positivamente corrosiva por otros caminos. Ante todo, el feminismo. Éste entra con dos variantes contradictorias. El primer feminismo aparece en los años 80s de la mano de la prostitución. A la prostituta pública iniciática de y en la Revolución le pusieron el nombre de Sandra, y le costó la honra y el puesto al periodista que osó escribir sobre ella en Somos Jóvenes, una publicación de la Unión de Jóvenes Comunistas. Sandra es una feminista en acto que tomó conciencia de su cuerpo y lo vendió en el barrio alto de la Revolución para obtener sus ventajas y codearse en sus esferas superiores.

Es feminista porque afirma su cuerpo, tiene conciencia de él y lo valora, desplegando con descaro su autonomía frente a los hombres del poder, y su capacidad para dominarlos. Con esta afirmación introduce, en el seno mismo de los hombres rudos, aparentemente serios y dedicados a prepararnos el futuro al canto de la Internacional, el Cabayo de Troya tan caro a las feministas de los años 70, sólo a través de un arma infalible: la seducción. Desde entonces, pocos son los hombres del poder que pueden resistir la tentación de sus Sandras. La Revolución es destruida desde aquí por las mujeres porque esos tipos no pueden cerrar las portañuelas y se desmoralizan puertas adentro frente a esas esposas que han quemado muchas juventudes.

Comandante en Jefe, Ordene

El segundo feminismo llega más tardíamente a fines de los 80s, en sus formas intelectuales. Pequeños grupos de mujeres que empiezan a leer desaforadamente alguna literatura feminista y a afirmar no sólo el valor del cuerpo y la concepción del placer femenino, sino la autonomía mental frente a los hombres. Y si bien estos grupos no derivan hacia el civismo social, empiezan a desperdigar sus influencias por medios intelectuales y a negar con sus distancias el machismo rural y fálico resumido en la frase épica de Comandante en Jefe, Ordene.

Estos feminismos subvierten la revolución porque le quitan, sutilmente, sus dos propiedades fundamentales: la del cuerpo y la de la mente. El espectáculo grotesco de una Revolución que encierra cada cierto tiempo a las Sandras que engendra, para luego revelarse impotente ante 100 Sandras más que conquistan la ciudad es una derrota que ya no puede ser recluida en el barrio de Colón, Centro Habana.

Al final, aparece la mujer cívica, bien ilustrada por las Damas de Blanco. Ella cierra el ciclo de una derrota estrepitosa y ridícula que ha puesto a la Revolución a romper la tradición criolla, ciertamente machista pero incapaz de levantar la mano pública para golpear a una sola mujer. Duro desarrollo, y revelador de la falta de sutileza y capacidad psicológicas del poder revolucionario para entender a la mujer cuando, además, la golpea. El machismo revolucionario no logra superar esa concepción que la ve como hembra-reproductora-soldado-del-placer, y reacciona desde el Estado, frente a su rebelión cívica, con las técnicas de la violencia doméstica y primaria que suelen asegurar por un tiempo, al marido despiadado, el control y la dominación de la hembra supuestamente protegida. Error que culmina con el terrorismo estatal de género por parte de la Revolución. Una brutal política de Estado, con discurso y todo, que perversamente pone a unas mujeres contra otras y que no
dejará nunca de asombrarme en su indecencia, incivilización y cobardía.


Cuando en el futuro se esculpa el fracaso de la nación, aparecerá una estatua de mujer desnuda, siempre bella, con un plato lleno en su mano izquierda, atenta con un ojo hacia un libro que sostiene en la derecha, mirando con el otro el esqueleto de un falo arrugado y pisando una boina verde olivo. En su base, la siguiente leyenda: Aquí yace la Revolución.

A partir de entonces, los cubanos deberíamos referirnos a Cuba con el gentilicio matria, porque la Cuba cívica tiene madre. Un orgullo, desde luego.

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