Posted: 31 Jan 2010 05:27 AM PST
Por Joel del Río (Alma Mater)Se autoproclaman reinas de la noche, la una desde El Mejunje santaclareño y la otra en los muy citadinos barrios de Diez de Octubre, en La Habana. Vanessa y Samantha quieren parecer dos mujeronas fatales, emperatrices del rimel, la uña postiza, el lápiz labial, los altísimos tacones, la pluma y la lentejuela combinadas. Y así irrumpen indomables en sus predios escénicos, hoy un tablado rústico, mañana una azotea con sillas, la semana siguiente un patio ruinoso y discreto.
Hoy, con el apoyo de la cinta grabada en el fondo, se tornan en replicantes de Sarita Montiel, Rosita Fornés o Mina, mañana le tocará el turno a Streissand, Massiel, Judy Garland o a cualquier otra diva de femineidad explícita, hipertrofiada y rutilante. Dietrich es demasiado, con su acento alemán y su estrafalaria costumbre de vestirse de hombre. Para vestirse de hombre no vale la pena pasar por demoledoras dietas ni por rasurados integrales, ni gastar una fortuna en afeites y pelucas. Hace falta que el modelo sea hembra inequívoca. El travesti se ha naturalizado en ciertos circuitos de las noches cubanas, incluidas las fiestas particulares, las calles más céntricas, las guaguas, los taxis y hasta algún que otro club nocturno sin demasiada fama.
Corren rumores de que en algunos de esos festivos lugares han sido vistos Almodóvar o Jean Paul Gaultier, y decenas de otras celebridades que, de incógnito, se suman a la “movida semiclandestina”. Pero los travestis que doblan canciones no se dejan robar el show por ninguna estrella de verdad que venga a contemplarlas. Son ellas las vedettes absolutísimas. Con ese fin, se someten a horas de maquillaje, hasta acercarse a la imagen de las estrellas preferidas, algunos aferrados a la patética enajenación de sentirse por unos minutos féminas dominadoras y triunfantes, otros apelando a la hipnosis colectiva generada por los magos e ilusionistas, por los verdaderos artistas del transformismo y el simulacro.
El travestismo en Cuba no solo está relacionado con las fiestas particulares y los efímeros escenarios. Existe una larga tradición literaria, dancística, pictórica y recientemente cinematográfica en la cual se esboza el tema con diferentes niveles de intensidad, desde el folclor al teatro de vanguardia, desde el cuento y la novela de reducidas tiradas a los programas más populares de la televisión. Entre múltiples ejemplos a la mano, recuerdo las puestas de Carlos Díaz y su famoso grupo de teatro El Público, en las que regularmente aparecen hombres haciendo de mujeres y viceversa en obras del teatro clásico; así como los humoristas más reconocidos gracias al travestismo, como La Pía (Ángel García), Margot (Osvaldo Doimeadiós) y muchos, muchos otros, precedidos todos por aquella Mamacusa Alambrito, la del alma grande y el cuerpo chiquito. Tales actores entronizaron en la pequeña pantalla cubana el regusto bufo del travestismo de sesgo grotesco, el mismo al que recurrían los machazos líderes de grupo en las fiestas de fin de curso, o los bailadores de comparsa en épocas de carnaval, disfrazados de monumentales negras lavanderas, esas que todavía se pueden ver encabezando Los Componedores de Batea, entre otras comparsas conocidas.
Valga recordar la considerable cantidad de leyendas en las cuales Changó, el símbolo absoluto de la virilidad, dios de la guerra y del fuego en el panteón yoruba, se disfraza de mujer con el fin de engañar a alguien, o de acercarse a una posible conquista sexual. Además, sincretismo mediante, para que los esclavos pudieran adorarlo en secreto, Changó tomaba la apariencia de Santa Bárbara, la virgen de la espada, de los rayos y tormentas, pero al fin y al cabo, mujer. Travestirse en deidad de dudoso linaje católico fue la única opción de supervivencia para la deidad africana.
Asegura el escritor cubano Severo Sarduy que “el hombre puede pintar, inventar o recrear colores y formas sobre la tela, pero es incapaz e impotente para modificar su propio organismo. El travesti, que llega a transformarlo radicalmente, y la mariposa, pueden pintarse a sí mismos, hacer de sus cuerpos el soporte de su obra”. Varias obras de Sarduy (¿De dónde son los cantantes?, Cobra) interpretan este profundo disfrazarse cual obra esencialmente creativa, estrategia de resistencia del marginal, explosivo y anticonvencional modo de afianzar la diferencia, el estilo de vida alternativo y la opción sexual diferente.
Si bien la obra del gran teórico y narrador cubano, asentado en Francia, se destaca por haberse concentrado en los temas del travestismo y la transexualidad, diferenciándolos y remitiéndolos al antiguo mito del andrógino, puede hablarse ya de una larga estela de cuentos, novelas y poemas cubanos cercanos a tales sujetos. Recordar la colindancia temática de novelas como Hombres sin mujer, de Carlos Montenegro; la pionera en el tema homosexual El ángel de Sodoma, de Alfonso Hernández Catá; Paradiso, de Lezama Lima y buena parte de la narrativa de Reynaldo Arenas y de la pudorosa poesía de Emilio Ballagas.
En fechas más recientes, dentro del llamado boom de la literatura gay cubana de los años 80 y 90, se refuerza el caldo de cultivo para que el travesti reaparezca, unas veces personaje episódico, otras protagónico, con su voz, carácter y conflictos bien demarcados, enraizados en el complejo entramado social. Así, fueron publicados, más o menos por la misma época, El cazador y Máscaras, de Leonardo Padura; ¿Por qué llora Leslie Caron?, de Roberto Urías; Cuentos frígidos, de Pedro de Jesús López y El rey de La Habana, de Pedro Juan Gutiérrez, sin contar el muy popular y premiado El lobo, el bosque y el hombre nuevo, de Senel Paz, llevado al cine como Fresa y chocolate y versionado por teatristas en innúmeras ocasiones fuera y dentro de Cuba. En la conocida narración el personaje de Diego ofrece una especie de axiología del homosexual cubano donde no falta la caracterización de las locas de carroza, esas que, añado yo, pudieran metamorfosearse, dadas las circunstancias, en los travestis más delirantes y consumados.
Y no es solo, por supuesto, un fenómeno circunscrito al ámbito cubano ni estudiado en exclusiva por los escritores de la Isla. La figura del travesti es propicia para recrear el mundo del espectáculo, del circo y el cabaret, entornos caros a la tendencia postmoderna de vincular lo elitista con la considerada baja cultura, amén de que tan peculiar personaje se ha convertido en una suerte de signo relativo a los arquetipos conductuales ubicados más allá de los márgenes, transgresores de los bordes que limitan lo oficialmente aceptado y celebrado.
Sinónimo típico de otredad y alteridad, coartada para acercarse a lo exótico y a lo furtivo-decadente, encarnación del espíritu carnavalesco y permisivo, revestido con todo lo que implique máscara y disfraz, el travesti se ha enseñoreado también en la literatura latinoamericana del postboom y en el cine artístico contemporáneo de las últimas tres décadas. Aparte de la mencionada ¿De dónde son los cantantes?, dos clásicos como El beso de la mujer araña (Manuel Puig) y El lugar sin límites (José Donoso) se concentran en el mundo del travesti ya no como fenómeno a esconder vergonzantemente, sino cual seres generosos, positivos, capaces de alentar valores, proposiciones de mejoramiento, sinceridad a raudales, aunque resulte siempre víctima del desprecio y objeto de burlas y vejaciones sin fin instrumentadas por heterosexuales machistas y no machistas, por aquellos homosexuales preocupados en la represión de su apariencia afeminada, y hasta son pasto del desdén proveniente del reducido ghetto de transexuales y hermafroditas, que se quieren considerar mujeres y por tanto rechazan el deseo insaciable de querer parecerse y nunca llegar a ser.
En cuanto al cine cubano, el tema del travestismo no ha conocido un realce comparable al de grandes películas recientes de muy diversos países como la propia versión fílmica de El beso de la mujer araña, o El juego de la lágrima, Priscilla reina del desierto, Adiós a mi concubina y La jaula de las locas, pero existen algunos filmes que se han acercado con prudencia al tema desde el interior de la Isla. Quizás el más conocido, no el único, sea Las noches de Constantinopla (2001), de Orlando Rojas, en la cual una familia intenta vadear los tiempos difíciles del período especial creando un club nocturno animado por travestis. Aquí, el simulacro, el maquillaje y la gangarria profusa son adoptados no como confirmación de una opción sexual, sino a manera de catarsis liberadora, escape a la represión de la anquilosada matriarca, juego sutil e interesado en confirmar la individualidad y el desborde hedonista de casi todos los personajes.
Antes de Las noches..., se vieron escasamente, pero existieron y fueron exhibidos, documentales como Hembra es el alma mía, de Lizette Vila, centrado de lleno, sin escatologías ni prejuicios, en ese mundo escénico y volandero del travesti-vedette, o Mariposas en el andamio, de Luis Felipe Bernaza y Margaret Gilpin, que echaba por tierra la noción del travesti eternamente despreciado por los “normales” al elogiar el poder transformador de sus actuaciones entre un grupo de humildes obreros que los tratan con el mayor respeto. En la muy reciente Suite Habana, de Fernando Pérez, junto a vendedores de maní, payasos en tiempo extra y bailarines obligados a la construcción, uno de los principales personajes reales es un joven mulato, ropero de un hospital, que en las noches se convierte en divina encarnación del glamour asistido en el vestuario y los accesorios por su propia esposa.
En su teoría sobre la carnavalización de la cultura, Mijail Bajtín interpretaba el tópico del mundo al revés como celebración de la llegada de un nuevo orden que invierte las jerarquías y confunde las apariencias. ¿Será que el travesti representa, también, el advenimiento de ese nuevo orden?