La feria del pollo frito
Después de dos años sin visitar la Feria del Libro en Santiago de Cuba, antes de que echara el cierre este fin de semana me decidí a pasar por su sede en el teatro Heredia, más por curiosidad que por comprar alguna novedad literaria que, por experiencias anteriores, sé que nunca llegan o en el mejor de los casos se reciben pocos ejemplares.
Como siempre, la entrada del teatro estaba llena de anuncios prometedores, con la diferencia de que en esta edición se decidió promover a los escritores locales con grandes retratos colgados en la antesala. La propuesta resultó un homenaje sencillo a buenos y perseverantes escritores, velados por la centralización habanera y que la mayor parte de la población santiaguera desconoce.
Aunque era media mañana, la afluencia de público, sobre todo adulto, era escasa, sin las grandes colas que se formaban para entrar en la Gran Librería, tradicionalmente ubicada en una sala a la derecha de la entrada principal, por lo que muchos asumimos que estaría en otro espacio.
En busca de los libros, razón del evento, pasé por las consabidas mediocridades escenificadas en el pabellón Tesoro del Papel, siempre repleto de niños ansiosos de un divertimento diferente a las letanías colegiales. Fue una gran sorpresa encontrar en el parqueo del teatro cuatro tristes kioscos y libreros semivacíos que eran triplicados por los puestos de pollos fritos, sándwiches y croquetas. Había además una gran zona de parrillas que ya asaba su primer lomo de cerdo del día y, para calmar la sed, una pipa de refresco a granel.
Uno de los kioscos de libros, ligeramente concurrido, llamó mi atención; quería saber cuáles eran los títulos más solicitados por los santiagueros. Resultó ser un stand de ventas de artículos escolares: gomas de borrar, libretas, lapiceros, cuadernos, entre otros. El "best seller" que casi todos portaban era el Diccionario Escolar, que según una madre compraba "por necesidad".
"La calidad del libro es muy mala porque está impreso en papel gaceta; en cuanto empiecen a hojearlo se desprenderán todas las hojas", dijo.
Una maestra que no quiso identificarse comentó que su "escape" a la feria era relajante, que estaba cansada del aula, que el día anterior había dicho a sus alumnos que llevaran dinero para llevarlos al evento.
"Los niños se han gastado todo el dinero en chucherías, ninguno ha comprado un libro, solo tres compraron juegos de parchís", dijo.
Volviendo del recorrido por el parqueo y otra vez en el teatro, continué en la búsqueda de los kioscos con las novedades para solo encontrar los stands de las editoriales locales, ventas de bisuterías y hasta de ropa.
Al preguntarle a una de las dependientas, dijo que pasara por la Gran Librería, que yo no había visto al entrar.
Requisito indispensable para entrar a la librería era parar en el guardabolsos, aunque parecía innecesario ante un salón sin clientela, con un stand vacío y mesas llenas de libros anodinos.
Dos de las mesas resaltaban por su separación de las demás, mostraban libros de Armando Hart y de los invitados canadienses que, al parecer, los santiagueros no estaban interesados en comprar.
Al salir del teatro me encontré con los vendedores ambulantes de confituras, que aguardaban su oportunidad con la certeza de que liquidarían la mayor parte de sus productos, hecho que desafortunadamente no debe haber ocurrido con los libros de la feria, a la cual las autoridades podrían rebajar la pretención de "evento nacional".
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