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Las paradojas del canciller cubano
El oficio del canciller Bruno Rodríguez es el de tendero: tras su perorata se esconde la prioridad de vender daiquiríes, guayaberas y maracas de colores a los gringos
Nuevamente Naciones Unidas ha abrigado el ritual de condenar el bloqueo/embargo que Estados Unidos impone a Cuba. Y aunque se trate de una acción muy poco efectiva, me alegro que haya sucedido pues el bloqueo/embargo resulta cada vez más una impedimenta sin ventajas reconocidas. Y es que el embargo, además de injerencista, ayuda a configurar una situación de excepcionalidad que el gobierno cubano ha sabido aprovechar, polarizando el escenario político interno y manipulando la opinión pública nacional e internacional.
Y es en este último sentido hacia donde quiero dirigir mi análisis, tomando como eje algunos giros retóricos del canciller Bruno Rodríguez en su publicitado discurso ante la Asamblea General. Y en particular la manera como el canciller ha echado mano a un recurso eufemístico en que trata de dar un toque humanístico a lo que en realidad es una prosaica necesidad económica. Pero que al final conduce su argumentación a una aporía política cuando explica el bloqueo como un acto “inculto”, en un párrafo que merece un sitial predilecto en la esquizofrenia política castrista. Lo cito:
“El bloqueo —dijo— es un acto inculto que impide el libre movimiento de las personas, el flujo de la información, el intercambio de ideas y el desarrollo de vínculos culturales, deportivos y científicos”.
En realidad lo que el aterido canciller cubano quiere decir es que no hay turismo. Y aunque del turismo siempre es posible esperar intercambios de informaciones e ideas, esa es precisamente la parte que más aterra a los dirigentes cubanos, para quienes el mejor turismo internacional posible sería el que se desarrolla en los cayos del archipiélago, tan cerca de Dios como lejos de los cubanos comunes. En todo caso los dirigentes cubanos verían con buenos ojos que turistas gringos y ciudadanos cubanos intercambien ideas acerca de la mejor manera de preparar tostones, del punto de hierba buena que lleva el mojito o de las ventajas de los cocteles de ostiones sobre las píldoras de viagra. Pero nada más.
Pero como el tema del bloqueo/embargo es presentado como un imperativo humanístico, su discurso no puede cargarse con aditamentos mercuriales. Y por eso el canciller Bruno toma a la globalización por su palabra y habla de derechos humanos, de intercambios de ideas y de flujos de informaciones. Incluso llega a quejarse de las limitaciones que en sus derechos constitucionales sufren los ciudadanos americanos cuando no pueden viajar a Cuba. Pero por mucho que el canciller Bruno trate de parecerse a Thomas Paine, todos sabemos que su oficio es el de tendero y que tras su perorata se esconde la prioridad de vender daiquiríes, guayaberas y maracas de colores a los gringos.
Los esfuerzos del canciller Bruno por ser convincente solo tienen forma de realizarse en un hemiciclo de diplomáticos soñolientos. Su discurso nace lastrado por la propia naturaleza del emisor, el gobierno cubano, su carácter autoritario y la forma como manipula los derechos de sus cuasi-ciudadanos. Sus eufemismos retóricos nacen trocados en paradoja. Y las paradojas en cinismo, pues entre las criaturas sobre la faz de la Tierra que no pueden invocar derechos de otros está el canciller Bruno, sencillamente porque representa a un Estado que niega a los cubanos las posibilidades de realizarlos.
Ante todo, porque el gobierno cubano limita la capacidad de sus ciudadanos para moverse libremente en Cuba. En primer lugar los movimientos internos de población se encuentran regimentados por un decreto ley medieval. Pero también impide que los cubanos emigrados puedan visitar libremente y moverse dentro de ella, una dinámica que resultaría razonable para una sociedad que ya es claramente transnacional y que en buena medida vive de esa condición. La reciente modificación del régimen migratorio no creó derechos ciudadanos, sino solamente alargó la permisividad, y dejó intacto el extrañamiento y despojo de derechos de los cubanos emigrados.
Pero también el canciller Bruno representa a un Estado que impide el libre flujo de la información al mantener a la inmensa mayoría de la población desconectada de Internet (decir que esto ocurre por culpa del embargo es una insidia de sangre fría) y someter a control las publicaciones escritas a las que pueden acceder los cubanos y cubanas. Numerosos libros —algunos de cubanos reconocidos internacionalmente por sus valías intelectuales— yacen en anaqueles inaccesibles en los fondos de la Biblioteca Nacional, y hay casos (que conozco personalmente) de ediciones completas de obras que han sido convertidas en pulpa por sus contenidos ideológicos. Y cientos de obras de lo mejor del pensamiento mundial permanecen fuera del alcance de los cubanos, porque no se publican en el país, donde en cambio se publican todos los panfletos ideológicos que regurgitan los adláteres del régimen.
Y finalmente Rodríguez Parrilla es parte de una clase política que cierra y reprime los intercambios de ideas que sobrepasan los estrechos ventorrillos oficialistas y los interesantes pero breves espacios críticos consentidos. Dentro de Cuba —es decir en la Isla y en la Diáspora de nuestra sociedad transnacional— hay una intensa producción de ideas de toda naturaleza que no pueden circular ni ser intercambiadas en la Isla. Creo que una parte muy significativa de la producción espiritual e intelectual de los cubanos permanece alejada de la sociedad debido a las políticas represivas, lo que redunda en el empobrecimiento de todos, afuera y adentro.
Volviendo a la imagen anterior, antes que apostar a que los turistas gringos puedan intercambiar con una mesera criolla, me parece mucho más importante que un experto mundialmente reconocido en temas de seguridad social como Carmelo Mesa Lago pueda conversar con los funcionarios cubanos sobre sus ideas acerca del futuro del sistema en Cuba. O que Pedro Campos pueda dirigirse a toda la sociedad para explicarle sus elaboraciones sobre el socialismo democrático. O que pueda hacerlo Siro del Castillo sobre los valores socialcristianos y sus probables pertinencias para la sociedad cubana. O que un sociólogo tan entrenado en los vericuetos del desarrollo latinoamericano como Francisco León pueda ocupar un podio en la universidad. O que Yoani Sánchez haga lo mismo respecto al uso de las redes sociales y su valor para la democracia, y también Cuesta Morúa sobre los muchos temas en que se involucra tan positivamente. Entre muchos otros. No porque sean opositores y críticos, sino porque todos son intelectuales cubanos.
Y eso evidentemente no tiene nada que ver con el bloqueo/embargo, sino con la existencia en Cuba de un régimen político autoritario y excluyente que Bruno Rodríguez representa. Un gobierno que día por día, y cada vez contra todas las conveniencias nacionales, conspira contra —lo cito— el libre movimiento de las personas, el flujo de la información, el intercambio de ideas…
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