LA HABANA, Cuba, septiembre, www.cubanet.org
-Caridad Portillo arrastra a diario sus setenta años vendiendo granizado en las calles del barrio habanero de El Cerro. Es una entre los cientos de miles de ancianos a los que el dinero de la jubilación no les alcanza ni para el desayuno. El pasado 2 de septiembre comenzó temprano su faena. A mediodía, tenía ya 38 pesos en la cartera. Entonces llegó el inspector. Exigía un comprobante legal por la compra del hielo. Caridad fabrica el hielo que utiliza en sus granizados. Pero el inspector no entendía (ninguno entiende, porque no les conviene) esto de la aplicación del sentido común para hacer rentable un negocio. Había que mostrarle el comprobante o pagar una multa de 250 pesos. Al final, Caridad hizo lo único que podía hacer para persuadirlo salomónicamente: le regaló 50 pesos, más de lo que había ganado en la jornada.
Heberto San Germán abrió un hueco en el fondo del patio de su casa. Su niña pedía que le fabricara una diminuta piscina. Él consiguió los materiales y abrió el hueco, de 2 por 3 metros. Pero el inspector no le dio tiempo a echar la zapata. Nadie se explica cómo, descubrió el hueco, que no se ve desde la calle, y vino a rayar una multa por valor de 2 mil 500 pesos. La víctima tuvo que tranzar con otra salida salomónica: 500 pesos y 30 cuc para el inspector, perteneciente a la oficina de Protección Física en el municipio de Habana del Este.
Cuando le dije a Heberto que antes de pagar esa cantidad por el soborno, yo hubiese preferido pagar la multa, ya que la diferencia es muy poca, éste me respondió salomónicamente que sería un error de cálculo, pues, si él no acude al soborno, tendría que pagar esa y varias multas, ya que el inspector se encargará de mandarle a otros inspectores, tanto de su especialidad como de otras ramas (Salud Pública, Vivienda, etc…), quienes le seguirían multando por lo mismo, aun cuando cerrara el hueco, pues fue abierto, dicen, sin un permiso legal.
En el transcurso de más de un mes, Hortensia Navarro ha ido 7 veces, inútilmente, a la oficina de Planificación Física del municipio de La Lisa. Al permiso que solicitó para colgar un letrero en el portal de su casa, con el fin de anunciarse como peluquera por cuenta propia, sólo le falta un cuño y una firma, según le comentan cada vez que acude a la oficina, pero nunca está listo. Hortensia sabe que se lo están demorando para que aplique el salomónico soborno, pero me ha dicho que no lo hará, y que ya enganchó el cartel en su portal, pues prefiere pagar una multa antes que complacer el chantaje de los corruptos.
Este cuadro no es sino una ilustración muy sucinta y apurada del drama que estamos padeciendo los habaneros (todos, pero en particular los cuentapropistas), bajo el cerco miserable de los inspectores estatales, una horda de rufianes, que tipifican por su escasez de mollera y por su mala laya, tipos y tipas conscientes de que están jugando un rol efímero, por lo cual deben aprovechar al máximo cada minuto, extorsionando a la gente, sin compasión ni tregua, amparados por la impunidad que les otorga el régimen al considerarlos sus presuntos abanderados en la lucha contra la corrupción moral y económica.
Son auténticos vampiros, una especie de nueva versión del lumpen del proletariado, al estilo de los que, en 1851, organizara Luis Bonaparte en la llamada Sociedad de Beneficencia: timadores, ladrones, ex oficiales del ejército y del ministerio del interior, vagos con potestad de funcionarios gubernamentales, al servicio del poder político únicamente por el interés de "beneficiarse a costa de la nación trabajadora", según palabras del propio Carlos Marx.
Como no existen reglas sin excepciones, es seguro que también las hay entre esta morralla, pero aun los que no sean vampiros del soborno, son personas de muy baja instrucción y muy alta idiotización ideológica, así que son igual de dañinos, incapaces de comprender lo soez y ridículo que resulta multar a una anciana porque fabrica su propio hielo para granizados, o a un hombre por abrir un pequeño hueco en el patio de su casa, mientras en la ciudad pululan los basureros desbordados, las tuberías podridas, las calles y aceras punto menos que intransitables, los edificios derrumbados que se convierten en meaderos públicos…
Para nadie es secreto que La Habana, a lo largo de los últimos decenios, ha estado (y aún está) marcada por el despelote urbanístico más delirante y por una fealdad que se ha vuelto endémica, pues terminó enquistándose en las paredes, en las calles y en el aire, como la radiación nuclear, debido al caos económico, al abandono, la indolencia y la falta de responsabilidad gubernamental, unidos a la mala educación y la pésima formación cívica de la ciudadanía.
En medio de esa atmósfera tan viciada, todo parece indicar que la misión de los inspectores estatales consiste en tratar que el detalle oculte el conjunto. Dirán quizá que por algo se empieza, así que en vez de empezar por el gran caos general, empiezan por los pequeños desórdenes particulares. A fin de cuenta, es una táctica que siempre ha estado entre las preferidas por el régimen. Y no podría decirse que en otras ocasiones le haya reportado malos dividendos.
Sin embargo, a la altura de las circunstancias, y ante el comportamiento desenfrenado de estos vampiros de la extorsión, muy bien podría ocurrir que la táctica termine volviéndose contra quienes la perpetran. Estamos ante el clásico barril de pólvora. Bastará que el día menos esperado alguien le arrime un fósforo.
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