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¿Quién es y a qué juega Jaime Ortega?
Unos ven al Cardenal como un árbitro imparcial. Para otros, juega con la cancha inclinada hacia las posiciones del régimen.
La historia de la Iglesia católica después de 1959 es un culebrón de odio y ostracismo dirigido por unos barbudos de verde olivo que veían al clero como aliado natural de la burguesía criolla y enemigo ideológico del carril comunista tomado por la revolución el 16 de abril de 1961.
El comandante único expulsó a decenas de monjas y curas del país, nacionalizó escuelas católicas, prohibió publicaciones religiosas y castigó a cientos de devotos, destrozándoles su futuro profesional y académico.
Con las misas y festividades apagadas por decreto estatal, las parroquias se vaciaron y sus curas, demonizados, vivieron una larga travesía por un sendero plagado de consignas anticlericales.
Un entonces joven Jaime Ortega (Jagüey Grande, Matanzas, 1936), sufrió la intolerancia en carne propia. En 1964 fue obligado a cortar caña y marabú en un campo de castigo de la Cuba profunda.
A esos campamentos, conocidos por la sigla UMAP (Unidades Militares de Apoyo a la Producción), además de religiosos, fueron a parar homosexuales, roqueros y jóvenes indiferentes que no colaboraban en la construcción de la nueva sociedad.
Luego, en una de esas inauditas volteretas políticas, Fidel Castro dejó de hostigar a los templos y optó por la estrategia de aliarse con su antiguo adversario.
Corría la década de 1990, los años duros del "período especial", una crisis económica estacionaria que dura ya 22 años, y la URSS con su petróleo, su armamento y los millones de rublos en subsidios que por tubería enviaba a Cuba, dijo adiós a la estrafalaria doctrina marxista.
Castro se adaptó a los nuevos tiempos. E hizo de la iglesia y su recién nombrado Cardenal Jaime Ortega un aliado táctico. Aunque no se puede decir que Ortega ha sido siempre un socio cómodo. No.
En 1993, cuando los cubanos sufríamos apagones de 12 horas y pasábamos hambre y caíamos enfermos, el Cardenal y la Iglesia católica cubana emitieron un crítico documento, El Amor todo lo puede, que diseccionaba la dura realidad social del país.
En sus movidas de ficha posteriores, Ortega ha sido más prudente. Por no decir timorato. Y a pesar de sus posiciones ambiguas, una parte del clero ha seguido haciendo un discurso a favor de cambios sociales y políticos.
Recordemos a Monseñor Pedro Meurice, que sin temblarle la voz, en enero de 1998, en una plaza abarrotada de Santiago de Cuba y teniendo de espectadores al Papa polaco Juan Pablo II y a un irritado General Raúl Castro, ofició una misa condenando la falta de libertades en el país.
Mientras eso sucedía, el Cardenal consolidaba sus relaciones con el régimen. Se dice que Jaime Ortega, gran aficionado al béisbol, basa su juego a largo plazo. Y que en lo más íntimo considera que tiene destinado un papel, el de salvador de la nación.
La hora del Cardenal llegó de forma un tanto inesperada. De carambola. La muerte en prisión, producto de una huelga de hambre, del disidente pacífico Orlando Zapata Tamayo y las vibrantes marchas callejeras de las Damas de Blanco, en 2010, pusieron en jaque al régimen.
Por lo que se sabe, no fue iniciativa de Ortega propiciar un diálogo que aflojara la tensión entre las Damas y las autoridades. Partió de Castro II la decisión de utilizar como intermediario a su comodín estratégico.
El régimen, en su afán de ignorar a la disidencia y no reconocerla públicamente, utilizó al Cardenal como interlocutor. El General estaba contra la pared. Una fuerte campaña internacional amenazaba con desoír sus reformas económicas, urgentes y necesarias para darle algo de oxígeno a su estancada revolución.
El juego de Castro con Ortega resultó exitoso en su intento de lavar la imagen del régimen y coger un poco de aire. Solucionó varios problemas.
Para soltar lastre y ganar cierto reconocimiento mundial, autorizó a caminar a las Damas de Blanco sin agobios ni golpizas por la 5ta. Avenida habanera, y excarceló a los prisioneros políticos de la Primavera Negra de 2003. A modo de culminación, gestionó con el canciller español, Miguel Ángel Moratinos, el destierro a España del grueso de los opositores excarcelados.
Durante toda esa jugada, Jaime Ortega fue quien dio la cara. Era él quien llamaba por teléfono a las precarias cárceles donde se encontraban presos los opositores para anunciarles su "liberación".
El papel desempeñado por el Cardenal ha sido polémico. Por un lado, disidentes liberados y sus familiares aprueban su gestión. Pero sectores de la oposición y del exilio, condenan su falta de agallas por no plantearle al General Raúl Castro, mirándole a los ojos, la imperiosa necesidad de reformas políticas en Cuba.
Algunos opositores ven a Ortega como un árbitro imparcial. Para otros, juega con la cancha inclinada hacia las posiciones gubernamentales. Estos últimos ponen de ejemplo la misa oficiada por la salud de Hugo Chávez en la iglesia de la Catedral, y que no haya sido capaz de celebrar una tras la muerte de Laura Pollán o Wilman Villar (aunque recientemente haya visitado en prisión a Ernesto Borges Pérez debilitado por una huelga de hambre).
El Cardenal no se contenta con ser un simple mensajero. Aprovechando los espacios abiertos, el Arzobispado de La Habana organiza conferencias con personalidades del patio o extranjeras, y publica revistas como Espacio Laical, donde se llama al diálogo entre todos los cubanos.
Pero pocos logran intuir qué se propone el Cardenal con sus maniobras. A ratos parece un aliado de Castro II y un enemigo de la disidencia interna.
Quizás su diplomacia sea muy sutil, pues juega sus bazas con un dúo de autócratas que son conspiradores en estado puro. O, a lo mejor, está jugando en una liga que le queda grande. Si Jaime Ortega es un fantoche o una persona que actúa por el bien de la nación, se sabrá con el tiempo.
La iglesia, al igual que el partido comunista, no es dada a la transparencia. El misterio y la maquinación son habituales en su forma de actuar. En eso se parecen bastante.
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