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Paciencia, Cachita
LA HABANA, Cuba, noviembre, www.cubanet.org -El susto que debe haber pasado nuestra dulce Cachita cuando arribó ayer a La Habana, tal vez no fue menor que el de aquellos pobres pescadores de la Bahía de Nipe, a quienes salvara de la furia del mar, allá por el lejano año 1612.
Claro que a estas alturas seguramente está curada de espantos. No sólo por lo que habrán visto sus ojos en días atrás, al venir en peregrinación desde las provincias orientales, sino por el espectáculo que debió soportar durante más de medio siglo de estoica permanencia en la Isla, siendo testigo impotente del arrasamiento de la fe, junto al de todas las demás virtudes e iluminaciones del espíritu.
Aun si partimos del supuesto que la Virgen de la Caridad, nuestra Cachita, tiende a fijarse más en el deterioro de las almas que en el de la sufrida materia, cabe temer que le resulte aterrador su paso por calles, barrios, pueblos habaneros en los que la generalidad de los vecinos, a fuerza de no saber en qué creer, no cree en nada ni en nadie, sea humano o divino, pero con el atenuante de no haber perdido la aptitud como crédulos, ni la necesidad de consuelo, ni la disposición de creer en quien le ofrezca algo de lo mucho que le falta.
En tanto patrona piadosa de todos los cubanos, a Cachita no debe sentarle nada bien constatar que en La Habana, como en cualquier otro sitio del país, o en Miami, en Madrid… la yema de nuestra nacionalidad, que es la familia, está herida grave, fracturada en su raíz, disuelta, dividida por la acción perversa del poder político.
Y más que sentarle mal, le aterrará sin duda la comprobación de que en su propia casa, la iglesia católica cubana, y entre sus más encumbrados moradores de los predios capitalinos, hay quienes parecen haber pactado con ese mismo poder político, ante el imperativo de escoger entre la complicidad y la total anulación. Es como si Jesús, en vez de arrojar a los mercaderes del templo, les hubiese rentado tarima para compartir con ellos los beneficios de la venta.
Mucho debe dolerle a Cachita ver que sus patrocinados, en vergonzosa mayoría, estamos asumiendo el miedo y la inconsciencia como identidades nacionales.
O ver cómo desconfiamos todos de todos. Cómo sobrevivimos a merced del odio y la manipulación. Cómo ocultamos bajo siete llaves las verdades y los sentimientos. Cómo miramos hacia el otro lado (por indolencia, que es peor que la cobardía) cuando alguien denuncia a su vecino o al pariente bajo el ridículo cargo de no compartir sus ideas. O cómo nos quedamos mudos y cruzados de brazos cuando un grupo de mujeres indefensas, pródigas ahijadas de Cachita, enfrentan con gladiolos en las manos el fuete de las turbas paramilitares.
Verá en La Habana, nuestra dulce patrona, con el mismo pavor que podría verlo en cualquier rincón de la Isla, lo que resta del alma de un pueblo cuando ha perdido su libertad y lo acostumbraron a vivir sin ella. Paciencia, Cachita. Qué remedio.
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