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Carlos Alberto Montaner
El presidente Obama ordenó la ejecución de su conciudadano Anwar
al-Awaki. El finado era un feroz fanático islamista norteamericano de
origen árabe. Se trata de un asunto oscurecido por los eufemismos que
se utilizan. Los presidentes y los jueces –o los presidentes cuando
actúan en calidad de jueces inapelables, como en este caso– no matan o
asesinan: ejecutan. Los militares en tiempos de guerra tampoco matan,
asesinan, y ni siquiera ejecutan a sus adversarios: los eliminan.
Ron Paul, el candidato presidencial libertario republicano,
congresista por Texas, dice que Obama puede ser expulsado del poder
por "asesinar" a Al-Awaki. ¿Por qué? Porque la Constitución
norteamericana no le da ningún derecho al presidente de Estados Unidos
a ordenar la ejecución de una persona que no haya pasado por los
tribunales. La Quinta Enmienda es clarísima: nadie puede ser privado
de la vida sin un previo juicio justo.
Obama preside una república, y ya se sabe que este tipo de
organización del Estado está regido por leyes que obligan a su
cumplimiento a todas las personas. La función principal de la
Constitución es limitar la autoridad de los gobernantes, y cuando
estos se extralimitan existe el impeachment para expulsarlos del
poder.
Por otra parte, el presidente de Estados Unidos es el jefe supremo
militar del país y de él se espera que defienda a la sociedad en las
situaciones que pongan en peligro la seguridad nacional. Si Al-Awaki,
un terrorista encallecido, amenazaba la existencia de muchos
norteamericanos con las acciones que planeaba o llevaba a cabo, ¿no
tenía Obama el deber de ejecutarlo, matarlo, o como quiera llamarse al
acto de quitarle la vida?
El problema es que hay un peligroso vacío en el ordenamiento jurídico
norteamericano. Tiene razón Obama cuando decide matar al terrorista.
También tiene razón Ron Paul cuando opina que los poderes del
presidente no le alcanzan para ordenar ese acto. Es inconcebible, como
se ha dicho en estos días, que el presidente Obama tenga que solicitar
permiso de un juez para escuchar las conversaciones telefónicas de
Al-Awaki, pero, en cambio, no lo necesita para disponer que le
disparen un misil devastador.
Para ser justos, es conveniente recordar que Obama no es el primer
presidente norteamericano que intenta liquidar a un enemigo de la
nación. Kennedy trató de acabar con Fidel Castro con la ayuda de la
mafia (lo que acaso le costó la vida porque el otro vaquero, que era
un maestro en el arte de matar, según algunos, como creía el
presidente Lyndon Johnson, disparó más rápidamente). Reagan intentó
pulverizar a Gadafi mediante un bombardeo aéreo; Bush hizo todo lo
posible por terminar con Bin Laden. Y seguramente todos los
presidentes norteamericanos, de una u otra manera, se han visto en
situaciones extremas en las que han tenido que evaluar acciones de esa
índole, lamentándolo cuando no han actuado con firmeza. ¿No se
hubieran ahorrado sesenta millones de vidas si un hábil tirador
americano en tiempos de Roosevelt le hubiese dado un tiro en la frente
a Adolfo Hitler antes de la invasión de los nazis a Polonia en 1939?
En nuestros días, sin embargo, todo esto es peligrosísimo, no sólo
porque, como principio, es muy alarmante que una persona pueda decidir
por su cuenta si se debe matar o no a un enemigo del Estado, sino
porque el propio presidente Obama corre riesgos en el futuro. ¿Qué
podría ocurrir? En el momento en que abandone la presidencia, un
fiscal extranjero acaso se atreva a pedir su encausamiento por
asesinato, como le sucedió a Pinochet hace unos años cuando visitaba
Inglaterra desprevenidamente.
Es improbable que tal cosa suceda, pero no es imposible. En nuestros
días, por ejemplo, hay varios militares norteamericanos que
participaron en la guerra de Irak a los que les han recomendado que no
salgan de Estados Unidos (como también se lo han sugerido al ex
presidente George W. Bush en alguna ocasión), dado que un fiscal
español está empeñado en encarcelarlos por crímenes de guerra. En la
era de la internacionalización de la justicia nadie está totalmente a
salvo de una acción penal inesperada.
Probablemente, la manera estadounidense de evitarles dificultades a
sus ex presidentes sea crear, mediante una ley, una instancia judicial
a la que los gobernantes norteamericanos puedan someterle ciertos
casos extremos que deben ser juzgados y sancionados a muerte en
ausencia, sin que el Poder Ejecutivo pueda ser convicto de actuar al
margen de los principios y las normas de la República. Si existe el
derecho a matar hay que regularlo.
Periodista y escritor. Su último libro es la novela La mujer del coronel.
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