Blog El Pqueño Hermano
Descendió el tren de aterrizaje y, tan vertiginoso como este, se precipitó el cuerpo a la luz del día. Colgando bocabajo, trinchado por hierros y cables, semi desnudo, el torso de un cubano saludó al aeropuerto de Barajas con su halo de muerte y desesperación. Aquel torso tenía 23 años de edad.
A nadie le gusta la palabra: desesperación es un término tremendista. Pero veamos, ¿cuántos ciudadanos del mundo, en verdad, cuántos inconformes y desencantados, estarían dispuestos a emular con los cubanos en los métodos empleados para escapar de su paraíso terrenal?
No muchos. Por no ser absolutos. Hoy no existen ya alemanes de RDA que ofrenden sus cuerpos a las alambradas, las minas personales, y la puntería de francotiradores amigos. Hoy no existen desesperados fugitivos que huyan en medio de la nieve, que mueran helados entre la nieve, escapando del paraíso del camarada Stalin.
Existen cubanos, eso sí. Una nueva raza de fugitivos que están marcando pautas en el ancestral arte de la evasión.
Alguien dice: también los centroamericanos emigran. Cierto. Se encaraman en trenes frenéticos, se amarran a los techos, a merced de las maras salvajes y policías bandidos, a merced del mal tiempo y de perder las piernas bajo las ruedas de hierro.
Sí, emigran desde el Salvador, Guatemala, México, hacia los Estados Unidos. Hacia el país que -gústeles o no a los amigos
progres de medio mundo- sigue siendo el oasis de oportunidades que da cobija lo mismo al emigrante corta césped, que a los padres del inventor de Facebook.
Alguien dice: también los haitianos emigran. Y también en endebles balsas, alimento para tiburones. ¿Hacia dónde emigran? Hacia el mismo sitio que los centroamericanos. Al país más vilipendiado y envidiado del mundo.
Pero ni los mexicanos, ni los salvadoreños, ni los guatemaltecos, ni los haitianos, emigran hacia cualquier sitio. Nosotros, los homus andantis del paraíso de Fidel, los hijos de la Patria nueva, exigimos mucho menos: apenas un país diferente al que nos tocó vivir. La exigencia es apenas otro país del orbe. Solo eso. No importa si Finlandia, Ucrania o Sudáfrica. Lo que importa es que no sea el nuestro. Para ello los cubanos ponen el cerebro a funcionar. Construyen engendros flotantes, Chevrolets anfibios, juntan neumáticos y tablones, cuelgan petróleo espanta-tiburones en las esquinas, y se hacen a la mar.
Toman a la fuerza una embajada peruana, se recluyen dentro de sus muros diez mil almas sudorosas, sedientas, mal comidas, mal esperanzadas. A la espera de un boleto de libertad.
Se juntan carnes negras con carnes blancas, mulatas orgullo nacional con italianos de mal aliento, adolescentes de pechos recién formados con españoles viagrados; se tragan el pudor y la náusea, y se casan en la Isla con un amor en metálico.
Fungen de archivistas: escarban, escarban, escarban, preguntan, fotocopian, imprimen, solicitan ciudadanías españolas y bendicen al abuelo que tuvo el buen tino de nacer en la Madre Patria siglo y medio atrás.
Pueblan la mitad del mundo, un cubano hoy, mañana diez, inundan el Ecuador con sus sueños resquebrajados, y aunque ilegales perseguidos, prefieren una nación pobrísima como la del meridiano cero, antes que su islote tropical.
Uno aparece hoy en las noticias: salto al vacío desde mi ventana si me intentan deportar a Cuba. Otro aparece mañana: congelado, triturado, sus huesos partidos por el tren de aterrizado de un avión que no entiende de desgracias ni de ansias de libertad.
Qué horrible, qué descorazonador, que amargo paraíso nos han construido en la tierra que nos vio nacer. Por Dios. Cuando se escriba la Historia de nuestro país algún día, la Historia tras esta historia de tiranos y víctimas, de tránsfugas que mueren de muertes horrendas; ese día nos van faltar demasiados hermanos ahogados, aplastados, baleados por coyotes mexicanos, masticados por mandíbulas de tiburones, golpeados en cárceles de Panamá, muertos de frío o de hambre a medio camino.
Esos, quiero pensar que descansan en otro sitio: en el Paraíso reservado para las víctimas de nuestro paraíso insular.
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