Yoani Sanchez GeneracionY

(Imagínense un cuadro negro como imagen del Post)
¡Se acabó el chocolatín! gritaron mis dos amigos al abrirles la puerta aquella noche del 31 de julio de 2006. Aludían, con su improvisada consigna, al último plan impulsado por Fidel Castro de distribuirle una cuota de chocolate a cada cubano en el mercado racionado. Cuando tocaron el timbre, faltaban sólo dos horas para entrar al primer día de agosto y Carlos Valenciaga ya había leído en la televisión una inesperada proclama anunciando la enfermedad del Máximo Líder. Las luces del Consejo de Estado se veían extrañamente encendidas y un silencio anómalo se había instalado sobre la ciudad. Durante esa larga madrugada, nadie podría pegar un ojo en nuestra casa.
Cuando iban por el segundo vaso de ron, mis amigos comenzaron a contar cuántas veces habían proyectado aquel día, vaticinado aquella noticia. Él, trovador; ella, productora de televisión. Ambos nacieron y crecieron bajo el poder de un mismo presidente que había determinado hasta los más pequeños detalles de sus vidas. Yo los oía hablar y me sorprendía su desahogo, la catarata de deseos futuros que ahora afloraba. Quizás ellos se sentían más libres después de aquel anuncio. El tiempo les haría comprender que mientras nosotros chachareábamos sobre el porvenir, otros hacían que el paquete de la sucesión quedara atado y bien atado.
Cinco años después, el país ha sido transferido completamente por vía sanguínea. Raúl Castro ha recibido en herencia una nación, sus recursos, sus problemas y hasta sus habitantes. Todo lo que ha hecho en este último quinquenio brota del imperativo de no perder esa posesión familiar que le ha dejado su hermano. La lentitud de sus reformas, la tibieza y superficialidad de éstas, están marcadas en parte por sentirse beneficiario de un patrimonio que le ha sido encargado. ¿Y mis amigos?, se preguntarán ustedes. Pues se alejaron asustados cuando comprendieron que bajo el mandato del hermano menor la represión seguía y la penalización a la opinión estaba intacta. Nunca más volvieron a tocar mi puerta, ni a entrar a ese lugar donde en el 2006 llegaron gritando y creyendo que el mañana ya había comenzado.
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