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viernes, 23 de julio de 2010

CUBA: PARA QUE SE ENTERE LA HABANA (XII) COMPILANDO A MIRIAM CELAYA

EL MOVIMIENTO BLOGGER, ESTA LLAMADO A SER EL CATALIZADOR MORAL DE LOS GOBIERNOS, ANTE LOS OJOS DEL MUNDO

CINCO DESTELLOS DE REALIDADES CUBANAS

Legítimas dudas  SIN EVACION MIRIAM CELAYA

Foto: Orlando Luis
Foto: Orlando Luis

En esta Isla donde hasta las noticias circulan de contrabando, hemos venido asistiendo a una suerte de misa espiritual que trae nuevamente a la escena pública el espectro político del ex presidente, el señor F. No es casual que tantos paseos públicos se produzcan a raíz del inicio de la liberación de los prisioneros políticos de la Primavera Negra que aún permanecían en las cárceles del régimen y mientras Guillermo Fariñas era noticia en los más importantes medios de prensa internacional. Sabemos que la arrogante vanidad de F. no soporta ser tan abrumadoramente desplazado y, dado que sigue teniendo sus mañas de viejo marrullero, decidió explotar el sensacionalismo de su imagen de fantasma trashumante y de eterno “Jefe de Estado” que pone a un lado a su inútil hermanito menor cada vez que se le antoja, para tomar las riendas del poder en sus propias y “eficientes” manos. Pero sospecho que hay algo más, que desconocemos, detrás de este histrionismo renovado: algo sórdido, torcido y definitivamente tenebroso, así que habrá que seguir las señales, de la misma forma que el naturalista detecta las especies del bosque guiándose por sus excretas. Sobre todo ahora, que las clásicas cantinfladas de las Reflexiones se han convertido en una versión libérrima de La Atalaya y nos vienen anunciando el Armagedón, con fechas fijas incluidas. Los ancianos enfermos tienen la tendencia de proyectarse.

Pero, no se alarmen mis lectores, este post no se trata de un psicoanálisis de F., al que ya mi conciencia le aplicó, tiempo ha, la extremaunción. Se trata ahora solo de algunas inquietudes de tipo legal que me rondan la cabeza y me confunden… Y es que yo insisto en ser una ciudadana en un país en el que la Constitución es papel mojado por las propias orinas de los que la crearon.


Así, pues, me pregunto: si el señor F. no es ya el presidente de Cuba, si no ocupa ningún cargo en el Consejo de Estado y solo conserva el de Primer Secretario del PCC (en franca violación de los estatutos de esa organización, habida cuenta de que no ha sido ratificado porque el Congreso en el cual debería “votarse” lleva ocho años de retraso); repito, si él no es legal y oficialmente nada ni nadie en este país, ¿en virtud de qué autoridad se atribuye el derecho de ordenar planes de investigación económica a especialistas que –al menos en teoría– tienen ya sus propios proyectos que cumplir en función de una Institución que les avala y les paga?; ¿qué nación latinoamericana le pidió a F. un plan económico salvador, a elaborarse en solo 10 días, cuando ha sido precisamente este señor el artífice exitoso de la ruina económica de Cuba en los últimos 50 años?; ¿cómo es posible que imparta orientaciones a funcionarios del cuerpo diplomático cubano en el exterior, en función de una guerra que ha estallado solo dentro de su propio magín?; ¿dónde está el Presidente cubano, que no se ha pronunciado en ningún sentido, mientras el caudillo fundador de este desastre anda tratando infructuosamente de sembrar el terror en la opinión pública nacional? (Aquí la gente le tiene más miedo al hambre real que a una conflagración nuclear imaginaria).

En fin, que si fuéramos a ser civilizados y respetar nuestras propias leyes, siguiendo el discurso que nos han venido embutiendo, deberían tomarse medidas legales contra este impostor que usurpa los poderes de nuestro legítimo Presidente, democráticamente ratificado  en esa responsabilidad en 2008 por la Asamblea Nacional del Poder Popular. Hay que enjuiciar a este saboteador, que anda creando desestabilización en las instituciones, alteraciones en la disciplina laboral de nuestros trabajadores (el Acuario Nacional no trabaja de noche) y propiciando un clima de pánico en la población al anunciar el fin del mundo para el próximo 8 de agosto, justamente cuando el pueblo trabajador debería estar gozando de un merecidísimo descanso.

Mamerto

Foto: Orlando Luis
Foto: Orlando Luis

Una maestra sin mucho carácter, cuyo nombre no mencionaré, y que se desempeñaba en una de las diez escuelas primarias en las que cursé estudios cuando el trabajo de mi padre –mecánico de montaje industrial– movía a la familia como saltimbanqui por toda Cuba, había ideado una estratagema para mantener sosegados y en disciplina a sus alumnos más inquietos. El método no era, en verdad, muy pedagógico, pero sí indiscutiblemente efectivo: con un viejo palo de escoba como columna vertebral, ella (u otra persona) había elaborado un rústico muñeco semejante a un espantapájaros; la cabeza estaba hábilmente confeccionada con una vieja  pelota forrada con papier maché en el que habían coloreado con acuarela la boca y los ojos, en tanto una protuberancia exageradamente larga hacía las veces de nariz en aquel ceñudo rostro. Todo el conjunto estaba  coronado de abundante cabello de soga, suficientemente revuelto como para dar al muñeco un aspecto feroz. El espantajo se llamaba Mamerto, “vivía” en el closet del aula de segundo grado y, al menos al principio del curso, su sola referencia era capaz de tranquilizar al más travieso de los educandos. La amenaza latente era que Mamerto, un sujeto de muy mal carácter, estaba incómodo en el estrecho closet, así que si te portabas mal, el castigo era llevártelo a vivir contigo en tu casa y dormir en tu cama, junto a él. En aquellos tiempos de ingenuidad en que los niños creían en la magia y en los Reyes Magos, nadie quería tener junto a sí la presencia terrible de Mamerto, mucho menos a la hora del sueño, compartiendo con él la almohada. Mamerto tenía un maleficio adicional: los niños majaderos que ganaban su antipatía no pasaban de grado. Sí, porque en aquellos lejanos años sesenta se tomaba más en serio el tema de los estudios, quizás porque se suspendían asignaturas y hasta se repetían cursos, incluso en la escuela primaria.

La verdad es que nunca nadie había visto muy bien a Mamerto. Bastaba con que en medio del bullicio infantil la maestra invocara en alta voz su nombre y entreabriera ligeramente la puerta del closet dejando asomar apenas una parte de la enmarañada cabellera del muñeco, para que se hiciera un silencio sepulcral en el aula y todos los ojos quedaran en alarmada expectación. Era aquel un miedo compartido, general, contagioso, pero también medio incrédulo. En el fondo casi todos los niños intuíamos que Mamerto era un fraude, en especial los más bulliciosos y temerarios, así que la maestra nunca se aventuraba a mostrar claramente el espantajo y se cuidaba de dejar bien cerrado con llave el closet cuando salía del aula.
Para algunos de nosotros, yo incluida, la saga de Mamerto tenía –no obstante– cierto encanto adrenalínico y una buena dosis de curiosidad, así que no fue extraño que un día algunos de los más audaces de mis condiscípulos (los niños tienen la sabiduría natural de aliarse en sus campañas difíciles) se las apañara para abrir el closet y descubrir la verdadera esencia inanimada e indefensa de Mamerto y, en lo adelante, el infeliz muñeco se convirtió en foco de las travesuras de los niños: tan pronto aparecía colocado contra algún pupitre del aula, como recostado contra el negro pizarrón o despojado de sus pantalones, provocando la risa general allí donde antes generaba temor. Mamerto, la amenaza, se había convertido en una caricatura. Finalmente, el muñeco acabó por aburrir a todos y quedó olvidado en su rincón del closet, hasta que un día desapareció definitivamente. La maestra trató de sustituirlo por un perro de cartón y hasta por un gallo disecado, pero en vano. Si el aula en pleno había vencido el miedo a Mamerto, ningún comparsa menor podría suplantarlo.


De alguna manera, en días recientes, ciertas imágenes aparecidas en la prensa oficial y en la TV han traído nuevamente a mi memoria aquella lección casi olvidada de Mamerto.

Una discutida mediación

Cardenal Jaime Ortega.Foto: Orlando Luis
Cardenal Jaime Ortega.Foto: Orlando Luis

Las conversaciones entre el gobierno cubano y la alta jerarquía católica de la Isla, iniciadas el pasado mes de mayo y que propiciaran la liberación gradual de todos los presos políticos de la Primavera Negra, no solo han ocupado la atención de la prensa extranjera, sino que han generado numerosos debates entre diferentes sectores de la oposición y de la sociedad civil independiente al interior de Cuba, muchos de cuyos líderes se han sentido ofendidos por su exclusión de este proceso.

No creo necesario enunciar aquí lo que sabemos, el importante papel que han jugado todos los elementos que han conducido a un hecho tan positivo como la liberación de estos cubanos, víctimas del totalitarismo desde 2003. La lucha tenaz y pacífica de las Damas de Blanco a lo largo de siete años fue la persistente gota de agua sobre la roca; la  muerte de Zapata Tamayo, la campanada de aviso de que se había alcanzado el clímax; y el altruismo y dignidad de Guillermo Fariñas con su huelga de hambre, el puntillazo de gracia. Sin estos tres pilares nada hubiese sido posible. Sin embargo, objetivamente coinciden en este punto otros factores no menos importantes, entre ellos, la aguda crisis económica y social del régimen, su pérdida de crédito tanto al interior de la Isla como en su imagen hacia el mundo, las presiones internacionales, la asfixiante deuda externa, la disminución o ausencia de inversionistas extranjeros, la ruptura del control absoluto de la información gracias al uso de las nuevas tecnologías de las comunicaciones (pese a las conocidas limitaciones de su aplicación en las condiciones cubanas) y el discreto incremento de sectores independientes dentro de la sociedad que han venido ejerciendo una fuerza constante en la apertura de espacios críticos y han movido el espectro de opiniones sobre los más diversos temas desde el propio territorio cubano. Esto, sin contar toda la historia de resistencia disidente de diferentes tonos y tendencias  a lo largo de 51 años.
Solo unos pocos años atrás, el régimen no hubiese accedido bajo ningún concepto a sostener diálogo alguno  –ni con la Iglesia Católica ni con ningún otro actor social de Cuba–, mucho menos tratándose de la liberación de aquellos a los que sistemáticamente ha demonizado como “enemigos”, “mercenarios”, “traidores” y otros epítetos por el mismo estilo y contra los que ha azuzado públicamente a sus bestias de choque cada vez que lo ha considerado oportuno. No hay, entonces, que crearse falsas expectativas: se trata esencialmente de la misma dictadura. La libertad de estos cubanos hoy es moneda de cambio para tratar de recuperar la gracia de aceptación ante el mundo, pero es también una derrota para la autocracia, que procurará ganar terreno por otra parte para debilitar a los opositores.


En medio de esta coyuntura, emerge la Iglesia Católica para mediar en el conflicto y buscar un arreglo, y –como suele suceder en cada circunstancia crítica entre cubanos- se producen encendidos cuestionamientos y se adoptan posiciones polarizadas acerca de la legitimidad o no de la Iglesia como mediadora o de la autoridad moral del Cardenal Jaime Ortega para tal oficio. Por mi parte, pese a que no soy católica ni practico religión alguna, considero positiva la acción de la Iglesia en este caso, porque procuro analizar el momento y las circunstancias con la cabeza fría. Es un ejercicio difícil, ciertamente, pero hay que encarar los hechos tales cuales son: la dictadura se ha debilitado y se ha visto obligada a ceder, pero eso no implica que haya perdido el control o que la oposición y la sociedad civil estén suficientemente consolidadas como para condicionar la negociación a tener un espacio en las conversaciones. Las autoridades se reservan el derecho de elegir al interlocutor, y sabemos que todavía (y digo con toda intención “todavía”) no reconocen como tales a la oposición o a otros sectores independientes; reconocernos sería una jugada suicida que no van a hacer, al menos no ahora, y no de buen grado cuando se vean obligados a hacerlo. En estas circunstancias, no conozco institución tan sólida o con tanto alcance social en Cuba como la Iglesia Católica, institución que, en su conjunto y en su obra, es mucho más que la figura individual de Jaime Ortega.

Pero, en justicia, habrá que reconocer que en este primerísimo paso se ha logrado el objetivo fundamental de liberar a los presos de la Primavera Negra –lo que implica una victoria de la resistencia cívica y, como bien dijera Fariñas, de toda Cuba–, en lo cual la Iglesia ha jugado también un papel significativo.
Nos corresponde a nosotros todos, como ciudadanos libres, mantener las presiones y continuar empujando el muro. Sabemos que la dictadura tratará de retener todo el poder posible durante la mayor cantidad de tiempo; hay que saber que nuestro camino es largo y cuesta arriba. Creo que nos toca también la responsabilidad de apoyar todo movimiento o gesto de conciliación o de apertura que nos acerque a la democracia, porque esas grietas en el régimen nos fortalecerán solo en la medida en que sepamos aprovecharlas. Y claro que, aunque me siento contenta por la libertad de al menos una parte de los cubanos que han salido de las cárceles o que esperan su pronta liberación, tampoco estoy satisfecha. En mi criterio la Iglesia  no podrá monopolizar eternamente la mediación, por lo que debería en un futuro mediato, tratar de defender también el derecho de este pueblo a representarse por sí solo, sobre todo en temas políticos. Somos también nosotros quienes deberemos demostrar responsable y serenamente, que hemos crecido lo suficiente y no queremos seguir teniendo un Estado Papá, pero (sin ánimo de ofender y con todo mi respeto) tampoco necesitamos una Iglesia Mamá.

Nosotros, los disidentes

Las Damas de Blanco en una de sus marchas por la 5ta Avenida. Foto: Orlando Luis
Las Damas de Blanco en una de sus marchas por la 5ta Avenida. Foto: Orlando Luis

No quiero endilgar a nadie adjetivos que no desea. En general, yo misma he sido siempre bastante remisa a aceptar etiquetas, sobre todo cuando ya de por sí la “taxonomía” social oficialista es aquí tan pródiga en definiciones equívocas que convierten a un opositor político en un traidor a la patria, a un individuo que expresa con libertad sus propias ideas en un asalariado del Departamento del Tesoro de los Estados Unidos o a los bloggers alternativos que practican lo que se ha dado en llamar periodismo ciudadano en “ciberterroristas”. Todos, sin excepción, somos colocados en un gran saco con un rótulo temible: “disidentes”, lo que automáticamente nos convierte en “despreciables mercenarios al servicio del imperio”. Los cubanos comunes y corrientes con los que una se cruza en medio de los callejeos cotidianos, o los propios vecinos que saludan cuando coincidimos en las escaleras del edificio en que convivimos, han acabado por incorporar en su psiquis que los que llevamos sobre nuestros hombros y rostros el epíteto de “disidentes”, somos una suerte de apestados contagiosos, tales como la dama de la letra escarlata, los judíos con su estrella amarilla bajo la Alemania nazi o los leprosos obligados a usar cascabeles en tiempos del medioevo.

Esto que les comento es un preámbulo necesario. Lo crean o no, en mi barrio vive un matrimonio de ancianos tan candorosos y francos que se mostraron ofendidos cuando alguien les advirtió prudencia porque yo soy una disidente. Ellos protestaron: “No diga usted eso de ella, que es una buena persona y esa es una familia muy educada y decente”. Esos simpáticos viejos y yo nos encontramos con frecuencia en la bodega, la carnicería o el agromercado  y conocen perfectamente mis opiniones políticas (que nunca les he ocultado y con las que simpatizan, por cierto); sin embargo, no permiten que se me “injurie” con el odioso mote de disidente. Yo, sencillamente, no puedo ser “eso”.


Otro ejemplo no menos simpático es el de otro señor de edad avanzada, uno de los que me sirve de fuente de información sobre lo que acontece en el barrio y hasta me alumbra con sus atinados comentarios, al que le expliqué en una ocasión que me dedico al periodismo ciudadano y que lo que escribo solo puede ser leído en Internet. “¡Ah, eres periodista!”. Le dije que algo parecido. “¿Y te atreves a escribir las cosas que hablamos, así de fuertes?”. Le respondí que sí y añadí que –como él debía saber- soy una disidente. “¡Eso sí que no! Tú no estás con el gobierno y criticas todas las cosas malas, que son muchas, pero disidentes son los que quieren que nos invadan los americanos”. Me di por vencida: con sus más de 70 años y su bajo nivel de instrucción, él posiblemente entendería primero cómo se administra un blog que el concepto verdadero de lo que es un disidente. Así de demonizado está el término.

En consecuencia, siempre uso esa palabra dispuesta a escuchar una réplica, incluso cuando la aplico a un desobediente civil como yo. Algunas personas se ponen quisquillosas, quizás porque   conocen el poder de las palabras. Es por eso que aquí y ahora pido permiso a todos los que disienten con el gobierno, a los presos políticos, a los que difunden la verdad sobre la dictadura cubana, a los que luchan pacíficamente por promover cambios hacia la democracia en Cuba, a los periodistas independientes, a los bloggers y a todas las organizaciones cívicas no afiliadas al gobierno para referirme a ese gran conjunto como DISIDENTES. Asumo que todos en ese variado grupo tenemos en común la clara conciencia de la necesidad de cambios en nuestro país, la voluntad de hacer y decir lo que consideramos necesario para promover por medios pacíficos esos cambios, el espíritu democrático y de libertad, y la esperanza de un futuro mejor para todos los cubanos, entre otros principios. Nos une también el riesgo que esto entraña en un país donde una larga dictadura de medio siglo detenta el poder absoluto y comienza a comprender que ese poder no será eterno.

Acostumbrados a ver en el gobierno al enemigo astuto y poderoso, quizás no nos hemos percatado de cuánto hemos estado creciendo en los últimos años. Cada vez somos más los cubanos que dentro de la Isla elevamos nuestra propia voz. Cada vez aparecen más grupos que se enfrentan a la dictadura. Se va resquebrajando la cáscara del miedo, por eso es de esperar que las autoridades apretarán cada vez más la tuerca y reprimirán con mayor saña. Pese a que ya se avizoran señales del futuro final del régimen, sería prematuro y precipitado mencionar plazos; queda mucho camino por recorrer para encontrar un consenso, un destino común, pero tengo la impresión que desde hace algún tiempo los disidentes han comenzado a abandonar la beligerancia y, respetando las mutuas diferencias, hemos comenzado a solidarizarnos unos con otros. Eso es un primer paso y un símbolo de salud.

Quiero, pues, agradecer hoy públicamente a todos los disidentes razonables el fin de las hostilidades. No se trata en estos momentos de la supuesta “unidad” que solo se basa en firmar propuestas de vez en vez. La muerte de Orlando Zapata, el sacrificio de Guillermo Fariñas y la constancia de las Damas de Blanco han tenido el poder de convocatoria que no habían logrado antes las arengas políticas o los programas de uno u otro líder. Curiosamente, esta vez casi nadie está reclamando protagonismos y casi todos estamos empujando en el mismo sentido y con similares fuerzas… Voto porque tanta humildad se mantenga. Todo indica que en la pluralidad, en la solidaridad y en el respeto a las diferencias sobre la base del civismo están los verdaderos gérmenes de la fortaleza de la disidencia.

¿Lo injusto o lo legítimo?

Monte de las Banderas. Foto: Orlando Luis
Monte de las Banderas. Foto: Orlando Luis

Una información publicada por la prensa oficial cubana (Granma, martes 15 de junio de 2010, primera plana) da cuenta de la presentación de una apelación colateral, o hábeas corpus, presentada  a nombre de Gerardo Hernández –uno de los cinco cubanos presos en Estados Unidos después de ser juzgados bajo cargos de espionaje–, como “último recurso legal para su caso” según el sistema judicial de ese país.

No parece casual que por estos días se haya retomado el tema de los cinco combatientes de la Seguridad del Estado presos en Estados Unidos, en un evidente afán por minimizar a los ojos de la opinión pública la cuestión en torno a los presos políticos de Cuba y a las controvertidas conversaciones Gobierno-autoridades católicas, que han venido capitalizando el interés general en las últimas semanas. Colateralmente, se insiste en establecer algún tipo de subordinación  entre la potencial liberación de los cubanos de la Primavera Negra y el retorno de los mencionados espías a la Isla, así pues, por estos días los medios vuelven a atomizar el espectro noticioso con notas sobre los cinco “héroes” de factura castrista.

No es ocioso, sin embargo, aprovechar la coyuntura para apuntar, no ya las abismales diferencias que existen entre el caso de los cinco espías confesos, capturados durante la Operación Avispa, y el de los pacíficos periodistas encarcelados por la dictadura cubana en marzo de 2003, sino el contraste que ha signado uno y otro caso en lo relativo a los cuantiosos recursos que han sufragado los gastos de la campaña gubernamental cubana por la liberación de los Cinco, a saber, los costosísimos abogados, los viajes y viáticos de los familiares que han recorrido prolijamente todo el mundo, la cruzada nacional e internacional que ha movilizado capital y agentes en los cuatro puntos cardinales, así como la inmensa campaña propagandística, expresamente cubierta en casi su totalidad con los fondos estatales sin previa consulta a los contribuyentes.

Tampoco son de desdeñar  los recursos que ha invertido el gobierno en relación con los 75 de la Primavera Negra, aunque con un sentido completamente opuesto: movilizaciones de los cuerpos represivos para atropellar a las Damas de Blanco, prebendas y estímulos a sus sicarios más fieles, el aparato propagandístico en función de calumniar y demonizar tanto a los presos políticos como a sus familiares y a todo el movimiento cívico que los apoya, sin contar el costo político y la desmoralización que han significado para las autoridades esa represión, la muerte en prisión de Orlando Zapata y la actual huelga de hambre de Guillermo Fariñas.

Al margen de este breve sumario, sería aun más válido un cuestionamiento adicional: si el gobierno cubano siempre ha declarado como injusto (y hasta “ilegal”) el encarcelamiento de sus espías en el vecino del norte; si asegura que se les condenó tras un proceso “amañado” y marcadamente político contra cinco “luchadores antiterroristas”, como se pretende hacer creer a la opinión pública internacional y como se ha difundido en el catecismo nacional; si, en fin, el sistema judicial estadounidense es tan “corrupto”  y se subordina a “la mafia cubano-americana de Miami”… ¿Cómo es posible que el gobierno de la Isla se permita legitimar ese propio sistema apelando a los recursos que éste le ofrece? ¿Acaso no resulta inmoral demonizar y criticar a la justicia norteamericana y, al mismo tiempo, rebajarse a apelar a ella? ¿No será que los cinco espías prisioneros le resultan políticamente más útiles al gobierno cubano que a los grupos anticastristas de la Florida?

Obviamente, las autoridades cubanas exhiben una impudicia sin límites al no discriminar entre lo injusto y lo legítimo. Tan retorcidos son, que ya les veremos desbarrar nuevamente contra el sistema estadounidense al que ahora apelan, si reciben una nueva negativa al postrer recurso legal que acaban de presentar ante la Corte Federal de Miami.

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