EL MOVIMIENTO BLOGGER, ESTA LLAMADO A SER EL CATALIZADOR MORAL DE LOS GOBIERNOS, ANTE LOS OJOS DEL MUNDO
LA MAYOR OPERACION DE INTELIGENCIA DE CASTRO
http://www.elveraz.com/pdf/cheguevara.pdf (LA HISTORIA COMPLETA)
EL "RESCATE" DE LOS RESTOS DEL CHE EN BOLIVIA
“El Che era demasiado importante para que lo enterraran con
otros guerrilleros”, sentencia Erick Blössl, un alemán que
recaló en aquellos parajes antes que el Che, como cooperante
agrónomo, y hoy, a sus 77 años, regenta un restaurante. Blössl
no sabía dónde estaba sepultado el Che, pero tenía un dato
que podía llevar a esclarecer el enigma de la osamenta rescatada
en 1997 por los forenses cubanos y argentinos.
“Yo estaba en el aeropuerto cuando llegó el helicóptero
con el cadáver del Che, el lunes 9 de octubre de 1967, alrededor
de las cinco de la tarde. Luego, seguí la furgoneta
hasta el hospital. Cuando hice las primeras fotos del Che en
la lavandería del hospital, él tenía su ropa completa. Unos
militares le pusieron una tabla de madera, de unos diez o
quince centímetros de alto, debajo de la cabeza para tener un
mejor ángulo para sacar fotos. Por esto, parecía que el Che
miraba a las cámaras. A su lado había los cadáveres de otros
dos guerrilleros, tirados en el suelo.
“Al día siguiente, un poco antes de las ocho de la mañana,
cuando fui de nuevo al hospital, el Che ya estaba lavado
y vestía solamente un pantalón arremangado casi hasta la
rodilla, para que la prensa viera la herida en la pantorrilla
derecha, por una bala que había recibido en el combate. En
el suelo, estaban su chamarra, el cinturón, una camiseta toda
podrida, los calcetines y el resto de su ropa. Seguían los dos
muertos en el suelo. Poco después, me encontré en la calle
con mi amigo Musa, el doctor Moisés Abraham Baptista, el
director del hospital. Musa me preguntó qué hacía yo por
ahí. Hablamos del cadáver y le conté que quería llevarme el
cinturón del Che pero que no me había atrevido a hacerlo.
‘Estúpido, me dijo, llévatelo, ven conmigo’.
Regresamos a la lavandería, pero ya no estaba
el cinturón. Apenas habían pasado quince
minutos desde mi anterior visita, pero alguien
se lo había llevado. Las demás cosas seguían ahí,
también la chamarra, pero no me interesaba.
En la tarde del mismo día, martes 10, cuando
todavía desfilaba la gente para ver el cuerpo del
Che, entré de nuevo. Ya no estaban los otros dos
cadáveres, los habían llevado”.
“Dos días después, Musa me invita a su
casa y me pone en la mesa de la sala un paquete
en forma de chorizo, envuelto en un ejemplar
del periódico La Prensa, de La Paz, el único que
llegaba de vez en cuando a Vallegrande. Y me
dice: ‘Ábrelo’. Lo abrí. Era la chamarra, toda
ensangrentada. Le di la vuelta, la miré por todos
los lados. El cierre estaba roto y la chamarra
estaba amarrada con una pita (cuerda), exactamente
como en las fotos que tomamos todos.
Había varios orificios de entrada y de salida de
las balas, con manchas de sangre. Forzando un
poco, se podía pasar el dedo por los agujeros. Esto indicaba
claramente que el Che no había muerto a consecuencia de las
heridas recibidas en combate, como habían dicho los militares,
porque no hubiera podido caminar con semejantes heridas
en el tórax. En ese entonces no había ninguna otra prueba de
su asesinato y los testigos no habían hablado todavía. Le dije
a Musa de esconderla bien, porque era la prueba de que lo
habían ejecutado. Yo no era partidario del Che ni de la lucha
armada, pero no me parecía correcto haberle asesinado.”
Esa larga conversación con Erick Blössl en su restaurante
de Vallegrande fue providencial. Nos fuimos de nuevo a los
libros de Froilán González, el historiador cubano que había
investigado sobre el terreno durante cuatro años las andanzas
del Che en Bolivia. Encontramos un testimonio que confirmaba
la versión del agrónomo alemán. Se trata de la narración
del corresponsal en Vallegrande del diario Presencia, Edwin
Chacón. “Yo me apoderé de la chaqueta, estaba ensangrentada
y la envolví en un periódico para llevármela, pero me
vieron y dijeron que no podía hacer eso.”
Foto: Bertran de la Grange y Maite Rico
Mural con Tania la Guerrillera y, atrás de ella, el río Grande.
22 Letras Libres febrero 2007
Era el mismo paquete que el médico Moisés Abraham
Baptista se había llevado a su casa y enseñado a su amigo
Erick. Dado que esta chamarra estaba en posesión del médico
que hizo la autopsia del guerrillero y le cortó las manos, ¿cómo
los cubanos pueden haberla encontrado en la fosa común
treinta años después y presentarla como una de las pruebas
clave para identificar al Che?
Erick Blössl se acordaba de otro detalle más reciente. “En
1997, cuando aparecieron los restos de los guerrilleros, me
llamó Marcos Tufiño, uno de los viceministros encargados
de supervisar las excavaciones. Él quería que le confirmara
que la chamarra que cubría el cuerpo número 2 era del Che.
Bajamos a la fosa y, después de mirarla bien, le dije que no
era. Se parecía más a una capa de agua del ejército americano,
tipo poncho, y no tenía nada que ver con la que el Che llevaba
puesta en el hospital. Tufiño insistió, pero me quedé con la
impresión de que él también sabía que no era el Che.”
n
Queda ahora por esclarecer un misterio: ¿cómo se las ingeniaron
los cubanos para engañar a todo el mundo? Su trabajo
fue avalado por los forenses argentinos y las autoridades
bolivianas. El doctor González ha presentado los resultados
de su hazaña en varios congresos forenses internacionales,
y ningún experto los ha criticado. Es cierto que algunos le
reclamaron que no hubiera cumplido su compromiso de
realizar las pruebas de adn. La respuesta del médico y de
sus colegas fue que las otras pruebas habían permitido la
identificación del Che sin la más mínima sombra de duda.
Alejandro Incháurregui, uno de los forenses argentinos que
habían estado en Vallegrande, añadió que hubiera sido una
“exquisitez” inútil recurrir al adn.
De los tres forenses consultados sobre este tema, un
argentino, un colombiano y un español que han asistido
a las presentaciones de Jorge González en tres congresos
internacionales (Buenos Aires, Montevideo y La Habana),
ninguno ha notado nada anormal. Un prestigioso profesor
de medicina legal de Buenos Aires, Luis Alberto Kvitko, es
el más entusiasta. “Soy muy amigo de Héctor Soto y Jorge
González. Yo pongo mis manos en el fuego por ellos: son
profesionales muy serios. El reconocimiento por la dentadura
es categórico, tanto como el adn. Además, ahí estaba
la chamarra: es la misma que en las fotos cuando expusieron
su cadáver. Yo invité a Jorge González a dar una conferencia
aquí, en la Universidad de Buenos Aires. Tengo la presentación
en power point que él hizo, con todos los detalles de la
búsqueda y de las excavaciones, de la investigación histórica,
etcétera.”
Sin embargo, el profesor Kvitko no aceptó entregar una
copia de esa presentación. Y tampoco quiso hacerlo el doctor
Jorge Bermúdez, de la Asociación de Peritos de la Provincia
de Buenos Aires, APeBA, que había invitado a su colega
cubano a dar una conferencia en la Universidad de Quilmes,
el 6 de julio de 2004, titulada “Búsqueda e identificación
de restos humanos. El caso Che Guevara”. La respuesta de
APeBA tuvo el mérito de ser franca: “Fue condición del
doctor Jorge González Pérez para su participación no grabar
ni reproducir el material. Así lo hemos hecho.”
¿A qué se debe tanto secretismo? Les tocará a los cubanos
explicarlo un día, pero eso no ocurrirá mientras no haya un
cambio de régimen en La Habana. Sólo una prueba de adn
realizada por expertos totalmente independientes permitirá
comprobar si el esqueleto atribuido al Che le pertenece
realmente. Lo van a tener difícil, ya que las dos autopsias
practicadas al Che no coinciden. La primera, realizada en
Vallegrande por el doctor Abraham Baptista, en 1967, señalaba
nueve heridas de bala. La segunda, hecha en el hospital
Japonés de Santa Cruz, treinta años más tarde, menciona sólo
“cuatro proyectiles de arma de fuego”.
La “operación Che” ilustra de forma impactante la capacidad
del régimen castrista de imponer sus criterios políticos
a los científicos, cuya independencia queda en entredicho.
El Líder Máximo había hecho del rescate de los restos del
Che una cuestión de honor y, si los expertos escogidos por él
no los encontraban –es probable que Castro supiera que así
ocurriría–, había que arreglar las cosas para que los huesos de
otro individuo, de características similares, fueran atribuidos
al “Guerrillero Heroico”. Esto explicaría por qué los expertos
extranjeros consultados no pudieron ver la trampa: los huesos
y la documentación médica pertenecen a la misma persona,
pero no es el Che. No fue una hazaña científica y tampoco un
acto de magia: fue una operación de inteligencia disfrazada
de misión científica. Y lo más probable es que la manipulación
de las osamentas se produjera antes de la llegada de
los forenses argentinos, en esos tres días que tuvieron los
cubanos para actuar sin supervisión. Después de todo, si los
agentes cubanos se habían llevado por valija diplomática,
de Vallegrande a La Habana, el esqueleto entero de la falsa
Tania, bien podían traerse una calavera desde Cuba para
sembrarla en tierras bolivianas.
El propio Castro ha dado una pista al cometer un lapsus
revelador en su Biografía a dos voces, dictada a su amanuense
Ignacio Ramonet y revisada minuciosamente por el propio
caudillo, según lo confesó él mismo. Dice Castro a propósito
del rescate de la osamenta del Che: “¡Qué mérito el de los que
encontraron su cadáver y los de otros cinco compañeros!”
¿Cinco? ¿No eran siete, con el Che? Sólo seis, incluido el
Che, asegura el Comandante en Jefe. La pregunta obligada,
que no hace Ramonet, es: ¿Cómo hicieron los forenses cubanos
para obtener siete osamentas a partir de seis cuerpos?
Ésa es la hazaña, y Castro colma de halagos a su autor: “Ese
hombre, Jorge González, que hoy es rector de nuestra facultad
de ciencias médicas, ¡qué mérito!, cómo lo encontraron,
eso es milagroso.” ~
Maite Rico y Bertrand de la Grange
el che revisited
otros guerrilleros”, sentencia Erick Blössl, un alemán que
recaló en aquellos parajes antes que el Che, como cooperante
agrónomo, y hoy, a sus 77 años, regenta un restaurante. Blössl
no sabía dónde estaba sepultado el Che, pero tenía un dato
que podía llevar a esclarecer el enigma de la osamenta rescatada
en 1997 por los forenses cubanos y argentinos.
“Yo estaba en el aeropuerto cuando llegó el helicóptero
con el cadáver del Che, el lunes 9 de octubre de 1967, alrededor
de las cinco de la tarde. Luego, seguí la furgoneta
hasta el hospital. Cuando hice las primeras fotos del Che en
la lavandería del hospital, él tenía su ropa completa. Unos
militares le pusieron una tabla de madera, de unos diez o
quince centímetros de alto, debajo de la cabeza para tener un
mejor ángulo para sacar fotos. Por esto, parecía que el Che
miraba a las cámaras. A su lado había los cadáveres de otros
dos guerrilleros, tirados en el suelo.
“Al día siguiente, un poco antes de las ocho de la mañana,
cuando fui de nuevo al hospital, el Che ya estaba lavado
y vestía solamente un pantalón arremangado casi hasta la
rodilla, para que la prensa viera la herida en la pantorrilla
derecha, por una bala que había recibido en el combate. En
el suelo, estaban su chamarra, el cinturón, una camiseta toda
podrida, los calcetines y el resto de su ropa. Seguían los dos
muertos en el suelo. Poco después, me encontré en la calle
con mi amigo Musa, el doctor Moisés Abraham Baptista, el
director del hospital. Musa me preguntó qué hacía yo por
ahí. Hablamos del cadáver y le conté que quería llevarme el
cinturón del Che pero que no me había atrevido a hacerlo.
‘Estúpido, me dijo, llévatelo, ven conmigo’.
Regresamos a la lavandería, pero ya no estaba
el cinturón. Apenas habían pasado quince
minutos desde mi anterior visita, pero alguien
se lo había llevado. Las demás cosas seguían ahí,
también la chamarra, pero no me interesaba.
En la tarde del mismo día, martes 10, cuando
todavía desfilaba la gente para ver el cuerpo del
Che, entré de nuevo. Ya no estaban los otros dos
cadáveres, los habían llevado”.
“Dos días después, Musa me invita a su
casa y me pone en la mesa de la sala un paquete
en forma de chorizo, envuelto en un ejemplar
del periódico La Prensa, de La Paz, el único que
llegaba de vez en cuando a Vallegrande. Y me
dice: ‘Ábrelo’. Lo abrí. Era la chamarra, toda
ensangrentada. Le di la vuelta, la miré por todos
los lados. El cierre estaba roto y la chamarra
estaba amarrada con una pita (cuerda), exactamente
como en las fotos que tomamos todos.
Había varios orificios de entrada y de salida de
las balas, con manchas de sangre. Forzando un
poco, se podía pasar el dedo por los agujeros. Esto indicaba
claramente que el Che no había muerto a consecuencia de las
heridas recibidas en combate, como habían dicho los militares,
porque no hubiera podido caminar con semejantes heridas
en el tórax. En ese entonces no había ninguna otra prueba de
su asesinato y los testigos no habían hablado todavía. Le dije
a Musa de esconderla bien, porque era la prueba de que lo
habían ejecutado. Yo no era partidario del Che ni de la lucha
armada, pero no me parecía correcto haberle asesinado.”
Esa larga conversación con Erick Blössl en su restaurante
de Vallegrande fue providencial. Nos fuimos de nuevo a los
libros de Froilán González, el historiador cubano que había
investigado sobre el terreno durante cuatro años las andanzas
del Che en Bolivia. Encontramos un testimonio que confirmaba
la versión del agrónomo alemán. Se trata de la narración
del corresponsal en Vallegrande del diario Presencia, Edwin
Chacón. “Yo me apoderé de la chaqueta, estaba ensangrentada
y la envolví en un periódico para llevármela, pero me
vieron y dijeron que no podía hacer eso.”
Foto: Bertran de la Grange y Maite Rico
Mural con Tania la Guerrillera y, atrás de ella, el río Grande.
22 Letras Libres febrero 2007
Era el mismo paquete que el médico Moisés Abraham
Baptista se había llevado a su casa y enseñado a su amigo
Erick. Dado que esta chamarra estaba en posesión del médico
que hizo la autopsia del guerrillero y le cortó las manos, ¿cómo
los cubanos pueden haberla encontrado en la fosa común
treinta años después y presentarla como una de las pruebas
clave para identificar al Che?
Erick Blössl se acordaba de otro detalle más reciente. “En
1997, cuando aparecieron los restos de los guerrilleros, me
llamó Marcos Tufiño, uno de los viceministros encargados
de supervisar las excavaciones. Él quería que le confirmara
que la chamarra que cubría el cuerpo número 2 era del Che.
Bajamos a la fosa y, después de mirarla bien, le dije que no
era. Se parecía más a una capa de agua del ejército americano,
tipo poncho, y no tenía nada que ver con la que el Che llevaba
puesta en el hospital. Tufiño insistió, pero me quedé con la
impresión de que él también sabía que no era el Che.”
n
Queda ahora por esclarecer un misterio: ¿cómo se las ingeniaron
los cubanos para engañar a todo el mundo? Su trabajo
fue avalado por los forenses argentinos y las autoridades
bolivianas. El doctor González ha presentado los resultados
de su hazaña en varios congresos forenses internacionales,
y ningún experto los ha criticado. Es cierto que algunos le
reclamaron que no hubiera cumplido su compromiso de
realizar las pruebas de adn. La respuesta del médico y de
sus colegas fue que las otras pruebas habían permitido la
identificación del Che sin la más mínima sombra de duda.
Alejandro Incháurregui, uno de los forenses argentinos que
habían estado en Vallegrande, añadió que hubiera sido una
“exquisitez” inútil recurrir al adn.
De los tres forenses consultados sobre este tema, un
argentino, un colombiano y un español que han asistido
a las presentaciones de Jorge González en tres congresos
internacionales (Buenos Aires, Montevideo y La Habana),
ninguno ha notado nada anormal. Un prestigioso profesor
de medicina legal de Buenos Aires, Luis Alberto Kvitko, es
el más entusiasta. “Soy muy amigo de Héctor Soto y Jorge
González. Yo pongo mis manos en el fuego por ellos: son
profesionales muy serios. El reconocimiento por la dentadura
es categórico, tanto como el adn. Además, ahí estaba
la chamarra: es la misma que en las fotos cuando expusieron
su cadáver. Yo invité a Jorge González a dar una conferencia
aquí, en la Universidad de Buenos Aires. Tengo la presentación
en power point que él hizo, con todos los detalles de la
búsqueda y de las excavaciones, de la investigación histórica,
etcétera.”
Sin embargo, el profesor Kvitko no aceptó entregar una
copia de esa presentación. Y tampoco quiso hacerlo el doctor
Jorge Bermúdez, de la Asociación de Peritos de la Provincia
de Buenos Aires, APeBA, que había invitado a su colega
cubano a dar una conferencia en la Universidad de Quilmes,
el 6 de julio de 2004, titulada “Búsqueda e identificación
de restos humanos. El caso Che Guevara”. La respuesta de
APeBA tuvo el mérito de ser franca: “Fue condición del
doctor Jorge González Pérez para su participación no grabar
ni reproducir el material. Así lo hemos hecho.”
¿A qué se debe tanto secretismo? Les tocará a los cubanos
explicarlo un día, pero eso no ocurrirá mientras no haya un
cambio de régimen en La Habana. Sólo una prueba de adn
realizada por expertos totalmente independientes permitirá
comprobar si el esqueleto atribuido al Che le pertenece
realmente. Lo van a tener difícil, ya que las dos autopsias
practicadas al Che no coinciden. La primera, realizada en
Vallegrande por el doctor Abraham Baptista, en 1967, señalaba
nueve heridas de bala. La segunda, hecha en el hospital
Japonés de Santa Cruz, treinta años más tarde, menciona sólo
“cuatro proyectiles de arma de fuego”.
La “operación Che” ilustra de forma impactante la capacidad
del régimen castrista de imponer sus criterios políticos
a los científicos, cuya independencia queda en entredicho.
El Líder Máximo había hecho del rescate de los restos del
Che una cuestión de honor y, si los expertos escogidos por él
no los encontraban –es probable que Castro supiera que así
ocurriría–, había que arreglar las cosas para que los huesos de
otro individuo, de características similares, fueran atribuidos
al “Guerrillero Heroico”. Esto explicaría por qué los expertos
extranjeros consultados no pudieron ver la trampa: los huesos
y la documentación médica pertenecen a la misma persona,
pero no es el Che. No fue una hazaña científica y tampoco un
acto de magia: fue una operación de inteligencia disfrazada
de misión científica. Y lo más probable es que la manipulación
de las osamentas se produjera antes de la llegada de
los forenses argentinos, en esos tres días que tuvieron los
cubanos para actuar sin supervisión. Después de todo, si los
agentes cubanos se habían llevado por valija diplomática,
de Vallegrande a La Habana, el esqueleto entero de la falsa
Tania, bien podían traerse una calavera desde Cuba para
sembrarla en tierras bolivianas.
El propio Castro ha dado una pista al cometer un lapsus
revelador en su Biografía a dos voces, dictada a su amanuense
Ignacio Ramonet y revisada minuciosamente por el propio
caudillo, según lo confesó él mismo. Dice Castro a propósito
del rescate de la osamenta del Che: “¡Qué mérito el de los que
encontraron su cadáver y los de otros cinco compañeros!”
¿Cinco? ¿No eran siete, con el Che? Sólo seis, incluido el
Che, asegura el Comandante en Jefe. La pregunta obligada,
que no hace Ramonet, es: ¿Cómo hicieron los forenses cubanos
para obtener siete osamentas a partir de seis cuerpos?
Ésa es la hazaña, y Castro colma de halagos a su autor: “Ese
hombre, Jorge González, que hoy es rector de nuestra facultad
de ciencias médicas, ¡qué mérito!, cómo lo encontraron,
eso es milagroso.” ~
Maite Rico y Bertrand de la Grange
el che revisited
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