Generación Y es un Blog inspirado en gente como yo, con nombres que comienzan o contienen una "i griega". Nacidos en la Cuba de los años 70s y los 80s, marcados por las escuelas al campo, los muñequitos rusos, las salidas ilegales y la frustración. Así que invito especialmente a Yanisleidi, Yoandri, Yusimí, Yuniesky y otros que arrastran sus "i griegas" a que me lean y me escriban.
Junto a la telenovela brasileña, los documentales pirateados al Discovery Channel y la aburrida mesa redonda, coexiste una modalidad de reportajes televisivos émulos de la saga de “Big Brother”. En nuestra pantalla chica, vemos a ciudadanos filmados por cámaras ocultas y asistimos a la divulgación de los mensajes contenidos en sus buzones de correo electrónico, sin que para ello haya mediado la orden de un juez. Como si viviéramos en una casa de cristal inspeccionada por el ojo severo del estado, hasta la propia empresa telefónica graba las conversaciones de sus clientes y las transmite a once millones de atónitos espectadores.
La última modalidad de esta disección pública es poner a declarar a doctores que, violando la privacidad de lo dicho en una consulta –hecho tan grave como el del sacerdote que revela los secretos de confesión- hablan de los pormenores de un caso médico. Salen fotos del interior de las viviendas y de los refrigeradores de quienes han osado contravenir a la opinión oficial, mientras el paparazzi y el policía político se funden en un solo personaje muy cercano al voyeur. No me extrañaría que en algún dossier –esperando por ser sacado a la luz- aparezca el cuerpo desnudo de un inconforme, como si estar encuero fuera la prueba irrefutable de su “maldad”.
Imágenes sacadas de contexto, frases editadas y ángulos desfavorables para generar aversión en la opinión pública, son algunas de las técnicas sobre las que se construyen estos informes televisivos. En ninguno de ellos se entrevista a la “víctima”, pues así evitan que la adocenada audiencia compruebe que comparte con ella las opiniones críticas. Para mala suerte de los burdos productores de este tipo de reality show, la tecnología en manos ciudadanas ha comenzado a hacer transparentes también las paredes de sus vidas. Después de haber sido observados largamente, comprobamos ahora que hay un agujero para mirar al otro lado de la cerca.
Veo a mis conciudadanos ir como autómatas a la bodega, vegetar mansamente en el trabajo y colar sin esperanzas las boletas en las urnas. Sus vidas transcurren mientras compran el pan –cada vez más pequeño-, cobran el simbólico salario que no les alcanza ni para malvivir y alzan la mano en las asambleas de nominación de candidatos. Ninguno de los elegidos en el actual proceso electoral logrará resolverles esos problemas cotidianos que lastran la vida en Cuba. De los propuestos, apenas si se conoce su foto y una biografía colmada de “hazañas”, en la que se declara –casi siempre- que tienen “un origen humilde”. No aparece siquiera mencionada una palabra acerca de sus programas o intenciones después que asuman el nuevo cargo.
Curiosamente, casi todos los que lleguen a delegados de circunscripción son militantes del PCC y ponen su disciplina partidista por encima de los deberes para con los electores. No van a representarnos frente al gobierno, ni a ser nuestra voz proyectada hacia las instituciones, sino que fungirán como los heraldos de las malas nuevas llegadas desde arriba, canales de transmisión de esas regulaciones y directrices que decidan unos pocos. En más de treinta años de su existencia estos representantes del Poder Popular no han logrado que la basura se recoja eficientemente, las panaderías trabajen con calidad y las fosas albañales no supuren por todas partes. Tampoco encarnan la heterogeneidad de tendencias existentes en nuestra sociedad. Han llegado a esos puestos más por su probada fidelidad que por su capacidad de gestión.
Esta noche es la reunión para proponer candidatos en la zona de bloques de concreto donde vivo. La citación ha llegado desde hace un par de días mientras en la tele nos convocaban a elegir a los mejores y más capaces. Sin embargo, no me queda ni pizca de fe en un mecanismo que ha probado su inoperatividad y su sectarismo. Me gustaría levantar la mano por el vecino de verbo firme y proyectos concretos que vive al frente, pero hay órdenes de salirle al paso a quien nomine a un “disidente”, incluso a esos que sólo parecen ser proclives al cambio. Existen muchas posibilidades de que sea ratificado el mismo delegado que desde hace más de diez años nos promete soluciones, a sabiendas que no está en sus manos cumplirlas. Él es el cómodo candidato de estas elecciones baldías, y nosotros meros figurines que deben alzar la mano o rellenar la boleta.
La señora levanta el cuño y lo acerca a la hoja, para finalmente colocarlo a un lado sin haber estampado tu permiso de salida. “Usted no está autorizada a viajar” -te dice- y todos en la oficina escuchan la frase que te condena a quedarte recluida en esta Isla. En las otras mesas, los solicitantes se miran a los pies para evitar que tus ojos se topen con los de ellos buscando solidaridad. Los militares que pasan te escrutan de arriba abajo con el reproche de quien piensa “algo habrá hecho, para que no la dejen salir”.
Hasta el último minuto pensaste que a lo mejor los archivos del Ministerio del Interior no estarían tan organizados y tu historial de inconformidades no saldría a relucir. Frecuentemente especulabas que una secretaria iría por una pizza justo en el momento en que revisaba tu expediente y los tirones de su estómago la harían ponerlo –a toda velocidad– en el montoncito de los aprobados. Bien sabes del efecto que el queso derretido y la salsa de tomate puede causar en un burócrata que mira su reloj a las tres de la tarde.
Sin embargo, la opción de la negligencia estatal no funcionó esta vez. Detectaron tu caso desde que presentaste las primeras planillas para un viaje hacia el Sur. Algún jefe con rango de teniente coronel habrá sonreído al ver que finalmente estabas en sus manos. Después de creerte que podías actuar como un hombre libre, diciendo tus opiniones a viva voz y publicando artículos sin seudónimo, habías llegado al punto donde te harían sentir todos los muros, todas las rejas, todos los candados.
No tienes antecedentes penales, jamás has sido condenada por un tribunal y tus delitos más frecuentes consisten en comprar queso o leche en el mercado negro. No obstante, acabas de comprobar que sigues purgando un castigo. Tu sentencia es quedarte tras los barrotes de este archipiélago, recluida por esa franja de mar que algunos ingenuos consideran un puente y no el foso insalvable que realmente es. Nadie va a dejarte salir, porque eres una reclusa con un número pegado a la espalda, aunque creas que llevas la blusa que sacaste del armario esta mañana. Estás en el calabozo de los “peregrinos inmóviles”, en la celda de los obligados a permanecer.
Por la ventana una voz te recrimina por no haberte callado, fingido un poco… llevado la máscara para poder viajar. ¡No podrás ver la luz hasta que se eche abajo toda la cárcel!
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