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viernes, 12 de febrero de 2010

2 Pegaditas de Yoani Sanchez

Profesores emergentes y formación instantánea

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La reunión fue sobria y asistieron a ella varios representantes de la sede municipal del Ministerio de Educación. Un murmullo se extendía entre los padres sentados en las mismas sillas plásticas que en las mañanas usan sus hijos. Cercanos a la fecha en que se anuncian las plazas para continuar estudios en la enseñanza media superior, parecía que en aquel encuentro nos dirían el número de preuniversitarios o tecnológicos asignados a la sede escolar. La noticia del fin de los “profesores generales integrales” nos tomó entonces de sorpresa, pues habíamos llegado a creer que la existencia de ellos se prolongaría hasta la pubertad de nuestros bisnietos.
Formar adolescentes –en cursos acelerados- para impartir clases que iban desde gramática hasta matemáticas demostró ser un categórico fracaso. No por el elemento de la juventud, que siempre es bienvenido en cualquier profesión, sino por la celeridad de su instrucción en el magisterio y el poco interés que muchos de ellos tenían por tan noble actividad. Ante el éxodo de profesionales de la educación a otros sectores con ganancias más atractivas, surgió el programa de maestros emergentes y con él la ya maltrecha calidad de la educación cubana rodó por los suelos. Los niños llegaban a casa diciendo que en 1895 Cuba había vivido “una guerra civil” y que las figuras geométricas tenían algo llamado “voldes” que los padres traducíamos como “bordes”. Recuerdo especialmente a uno de estos educadores instantáneos que confesó a sus alumnos el primer día de clases “estudien mucho para que no les pase lo mismo que a mí, que terminé siendo maestro por no haber sacado buenas notas”.
Encima de eso, llegaron las tele-clases a ocupar un porciento elevadísimo del horario escolar, desde la frialdad de una pantalla con la que no se puede interactuar. La idea era calzar, con estas asignaturas trasmitidas por televisión, la poca preparación de quienes estaban frente de los estudiantes. El teleprofesor sustituyó en muchas escuelas al de carne y hueso, mientras los salarios del personal docente aumentaron simbólicamente para no superar nunca el equivalente a 30 dólares mensuales. Enseñar pasó a ser más que un sacerdocio, un sacrificio. De ahí que, delante del pizarrón, aparecieron personas que no dominaban la ortografía, ni la historia de su propio país. Eran jóvenes que firmaban un compromiso para ser maestros, del cual estaban ya arrepentidos después de la primera semana de trabajo. Los incidentes y deformaciones educativas que este procedimiento trajo consigo están escritos en el libro oculto de los fallidos planes revolucionarios  y de los ridículos anuncios productivos que nunca se cumplieron. Sólo que, en este caso, no estamos hablando de toneladas de azúcar ni de quintales de frijoles, sino de la formación de nuestros hijos.
Respiro aliviada de que el largo experimento de la educación emergente haya terminado. Sin embargo, no avizoro el día en que todas esas personas con preparación para enseñar dejen el timón del taxi, la barra del bar o el tedio de trabajar en casa para retornar a las aulas. Al menos me sentiría más tranquila si en lugar de la pantalla de un televisor, Teo pudiera recibir todas sus clases de un maestro corpóreo y que domine el contenido. Creo que para eso tendremos que esperar por los bisnietos.
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Cuidar lo propio, robar lo ajeno

rejas
Por la noche, vigila los surcos plantados de malanga y la cría de carneros, con una escopeta corta de fabricación casera. Es la obra de un improvisado armero que soldó un trozo de cañería de poco diámetro a la recámara rústica de la que sobresale el irregular percutor. Basta el sonido –en medio de la madrugada– del rastrillar del ingenioso artefacto para que salgan corriendo los que pretendan robarle la cosecha. Cuando la puerca está parida, llama a un hermano que vive en el pueblo y acompañados de aquel artilugio –creado por la necesidad– hacen guardia hasta que salga el sol.
Muchos campesinos usan armas ilegales que han sido compradas o producidas de forma alternativa. Sin ellas, el fruto de meses de trabajo podría terminar en manos de los “depredadores” de sembrados, sombras escurridizas que se mueven en la oscuridad. Las penurias han aumentado los robos en los campos cubanos y obligado a los lugareños a salvaguardar ellos mismos sus recursos. De ahí que proliferen los perros agresivos y las escopetas manufacturadas, especialmente en las fincas donde hay vacas. La libra de carne de res se vende a dos pesos convertibles en un mercado negro que se nutre del hurto y sacrificio ilegal, a pesar de las prolongadas condenas de cárcel que estos delitos conllevan.
Para los guardianes de lo propio, ha sido una sorpresa el anuncio oficial de que “con carácter excepcional y por sólo una vez (…) las personas naturales y jurídicas residentes en la isla que tengan en su poder armas de fuego sin la correspondiente licencia podrán obtener el debido registro”. Existe, sin embargo, la convicción tácita de que quien anuncie públicamente semejante posesión obtendrá como respuesta la confiscación. Ante ese temor, pocos confesarán que guardan el frío metal en algún lugar de su casa y seguirán prefiriendo el riesgo de no tener papeles a la inseguridad de quedarse sin protección. Para nuestra alarma, esos rústicos instrumentos también les sirven a quienes, sin tener  finca ni animales que preservar, acechan al otro lado de la cerca, dispuestos incluso a disparar con tal de llevarse lo ajeno.

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